Mar bravo
Datos
- Lucas y Sofía caminan por la arena en Miramar. Llevan un rato callados con la mirada en el mar, revoltoso en la superficie. Y él habla: “Hay veces que no sé qué decir”.
- –¿Por ejemplo?
- –En los velorios.
- El tema queda instalado. Los dos se hacen preguntas y se enfrascan en una conversación sobre las posibles variantes. Para Sofía, si se dice lo obvio, parece vacío de sentido. ¿Qué significa “lo siento mucho” después de escucharlo veinte veces en cinco minutos? ¿Y cuando te dicen lo mismo cien personas, desde el jefe que no te bancás hasta un amigo de la facultad, pasando por el portero del edificio? Todos dicen lo mismo
–comenta Lucas– pero no es lo mismo para vos. - ¿Y si mejor nos quedamos callados?, plantea Sofía. Y Lucas teoriza que, entonces, se corre el riesgo de cargar con la duda –el peso, la culpa– de si el otro se sentirá poco considerado. ¿Cómo no le vamos a decir nada a alguien que está sufriendo? ¿Qué tan distantes podemos ser ante el dolor ajeno? Sofía se aferra a su idea: abrazar y quedarse en silencio. ¿Y si la persona no es tan cercana como para abrazarla?
- Lucas dice que una opción es hacer un pequeño chiste, porque una sonrisa puede ser un bálsamo tanto para quien suelta la gracia como para quien está sufriendo la pérdida. Sofía le dice que, seguro, no faltará entonces el fulano que note la situación y despotrique: “Qué desubicado, ¿cómo va a hacer un chiste en este momento?”. O bien, la crítica –todo, siempre, a las espaldas– sobre el que vela a su familiar: “Claro, se ríe porque nunca le importó la abuela, si ya ni la visitaba”.
- Sopla el viento. Caminan en silencio unos metros más. Se sacuden la arena de los pies. Se calzan las zapatillas. Avanzan sobre la vereda de la avenida Costanera. El mar sigue bravo.
- –¿En qué pensás? –dice ella.
- –Nada, que al final vivir con la incomodidad es parte de la vida, ¿no?
- –No sé, no creo en respuestas definitivas.
- –¿Vos en qué pensabas?
- –Que el agua está agitada arriba pero capaz abajo pasa algo que no vemos.
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