Mariana Pineda 

La otra muerte de Granada

Redacción

Por Redacción

La mataron un día de abril de 1831.

La mataron en un país -su país-, que siempre puso fervor cuando se trata de matarse para dirimir discrepancias ideológicas. O reprimir ideas: España.

Y la mataron mediante garrote vil, ese tornillo que se hunde lentamente en las cervicales. Y de ahí en más tritura todo lo que encuentra.

– Yo prefiero la soga, es más limpia -reflexionó Albert Pierrepoint, verdugo oficial de Gran Bretaña durante varios años del siglo anterior.

Un hombre que cuando se jubiló puso una taberna de nombre sugestivo: «Ayuda al pobre estrangulador».

Y aquel tornillo sólo se frena cuando ya no hay vida delante suyo.

Porque el tornillo quita vida desde la nuca. Mata casi oliendo a traición. Sólo necesita de una víctima y de la voluntad inexpresiva del verdugo.

Porque no se puede ser verdugo si no se tiene voluntad inexpresiva.

Como seguramente la tuvo el verdugo que en un amanecer de 1974, por orden del fascista Francisco Franco, mató a cinco jóvenes de izquierda.

El mundo pidió por ellos. Pero nada frenó a aquel novio de la muerte que fue Franco… Sólo cantidades lo diferencian de Lenin, Stalin, Hitler, Pol Pot o Videla…

Ni siquiera lo frenó el ruego de Paulo VI. Ruego inusual, porque la historia del Vaticano en materia de defensa de la vida no es parejamente digna.

Aquel día de abril de 1831 a Mariana Pineda la mataron en Granada.

Tenía 27 años.

Y la mataron por bordar una bandera que hablaba de libertad. Bordada en secreto. Con postigones cerrados. Lumbre muy tenue. Y siempre de madrugada, dice la historia de Mariana Pineda.

Bandera bordada en una España que barrida por vientos de libertad, se partía en dos.

Pasión muy española: de tanto en tanto dos Españas. Y ahí, hablan las escopetas. Aquellos vientos tenían su edad. Eran furiosos remanentes del tumulto de la Francia que nació en 1789.

Vientos que con ráfagas tan desiguales como sus direcciones, sacudían a Europa por aquí y por allá.

Y a Mariana Pineda también la mataron por amar a un capitán que amaba la libertad. Y que un día huyó de las mazmorras en que lo había recluido el absolutismo tardío.

Si Mariana sabía o no de los planes de fuga que tejía aquel capitán que amaba la libertad, es aún una cuestión a dilucidar.

También sobre si sabía o no del lugar en que se refugió ese capitán. Pero sí se sabe que Mariana Pineda tuvo su inquisidor. Porque no hay represión política posible sin el inquisidor de turno. Pedroza fue su apellido.

Seguramente más feroz que el «Cayo» Bermúdez de «Conversación en la Catedral».

Pero menos que otros más cercanos: el georgiano Laurenti Beria o el argentino Ramón Camps…

A Mariana Pineda la mataron durante el empecinado régimen de Fernando VII.

Y la mataron en Granada.

Esa Granada que tiene otro muerto que cala hondo en la historia. También muerto por españoles. Y también muerto por amar la libertad y vivir en consonancia con ella.

Se llamó Federico García Lorca. Y lo fusilaron los fascistas en 1936.

Y un día de comienzos del siglo que acaba de irse, la historia de Mariana Pineda se cruzó en la niñez de este andaluz genial. Una historia que lo fascinó. Lo acorraló. Que lo llevó a pasar horas y horas sentado ante la estatua que recuerda a Mariana Pineda en una plaza de Granada.

Cuenta el inglés Ian Gibson que Mariana Pineda «no existiría si Lorca no hubiera participado como niño en los coros de Fuente Vaqueros que se iban abriendo y cerrando rítmicamente mientras chicos y chicas desgranaban la triste historia de la heroína granadina muerta por la libertad»…

Años pasó Federico García Lorca investigando sobre la vida y muerte de Mariana Pineda.

«Ella resulta mártir de la libertad siendo en realidad víctima de su propio corazón enamorado y enloquecido. Es una Julieta sin Romeo y está más cerca del madrigal que de la oda», dirá García Lorca de Mariana Pineda.

Y en 1925, la inmortalizará en su famoso romance popular…

«Oh! qué día tan triste en Granada,

que a las piedras hacía llorar

al ver que Mariana se muere

en cadalso por no declarar».

Carlos Torrengo 


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