MEDIOMUNDO: Anfitriones

por CLAUDIO ANDRADE

Llegaban con la primavera. Tenían el rostro expectante de quien nada sabe y todo lo espera. Reconozco que la mayoría estaba bien preparada para las posibles inclemencias del tiempo. Hablo de una época en la que la Patagonia no figuraba en las guías de turismo y sus visitantes eran como esporádicas gotas de lluvia de un temporal que finalmente se desataría treinta años más tarde.

Mi abuelo no sabía nada del negocio turístico ni poseía una hotelería. Habitaba un campo del que era cuidador y su casa tampoco era un hotel sino una modesta vivienda rural de chapa y madera ubicada convenientemente entre los árboles. A unos 20 metros pasaba un río correntoso.

Los visitantes alzaban la mano y mi abuelo les sonreía. Pedían permiso para instalar su carpa, probar suerte en el río y hacer un fuego. Después llegábamos nosotros, los chicos, con nuestros pelos duros, las zapatillas llenas de tierra y vestidos con unos pulóveres de lana gruesa que semejaban armaduras.

«¿De dónde son?», preguntábamos sin dejar lugar a la elegancia. Como ardillas curiosas hurgábamos entre sus cosas. Casi siempre ligábamos un «emparedado» de jamón y queso. A mí me gustaba observar el diseño de los objetos que no me resultaban habituales: las cañas de pescar profesionales (nosotros usábamos el llamado tarro con lienza), las carpas familiares (me fascinaban por completo), las botas térmicas (en nuestro caso las únicas botas térmicas a las que teníamos acceso eran las «botas» de vino»), los camperones de pluma de ganso (a los gansos en el campo nos los comíamos antes de que se pusieran maduros), las cocinillas, las camionetas y las casas rodantes.

Ellos no lo sabían pero mi abuelo les tenía guardada una sorpresa. Y la sorpresa era comida. Más comida, si es que los visitantes habían tenido buena pesca.

Antes de que sucediera, lo veías caminar a paso tranquilo hacia el piñón de ovejas. Dos horas después nos encontrábamos alrededor de fuego. «¡Por el amigo!», brindaban los turistas. Y luego conversábamos sobre las brujas del sur, la luz mala, el Caleuche y otras de las historias con las que convivíamos a diario. Al día siguiente, la gente se marchaba. Si habían sido especialmente amables, les regalábamos un trozo de queso y pan casero. A veces incluso huevos duros que uno podía comer en el camino con un poco de sal.

Mi abuelo siempre ha sido un gran anfitrión. En su casa, ahora una modesta residencia, encontrarás una mesa servida y sábanas blancas.

Mi madre heredó este particular talento, y creo que mi hermano y yo también llevamos la hospitalidad en la sangre.

Hace no mucho leí en un suplemento de educación universitaria que en la actualidad hay cursos de hospitalidad para estudiantes de turismo. Se lo conté a mi madre porque me pareció gracioso. Alguien debería contratarte para impartir el posgrado, le dije.

Entiendo que uno pueda estudiar las formas de la hospitalidad, más no dilucidar su fondo. La motivación interna que la dinamiza y desarrolla. Una cosa es saber por qué lado se sirve la comida o cuál es el vaso de vino y cuál el de agua, pero otra es la innata capacidad de hacer sentir bien al otro. Eso no se aprende. No se enseña.

Ver en los desconocidos una posibilidad, un puente, una ventana hacia experiencias nuevas, un regalo del cielo, en definitiva, es más un arte que una profesión.

Sé, por ejemplo, que mi abuelo espera en silencio y en la oscuridad de su ceguera a que llegue alguien con quien compartir una charla.

Para su suerte, ocurre con regularidad. En tales ocasiones, Antonio sirve el café, corta el pan y descorcha vino.

 

CLAUDIO ANDRADE

candrade@rionegro.com.ar


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