MEDIOMUNDO: El trazo invisible

Es una delgada línea de color inexacto, tal vez rojizo. También un leve gesto. Un truco mínimo de mago de otro mundo. O, incluso, el jugueteo brutal del viento contra los techos de las casas de madera y hojalata. Una polaroid que hoy está y mañana quién sabe.

Aun en los peores momentos, en los más miserables, en las más tediosas partituras de lo cotidiano, un fragmento de la vida, como un diamante, se hace cuerpo y te revela que existes, que vives y respiras para cosas mejores que perder el tiempo o mirar pasar los minutos.

Se trata de un rayo. Una estrella fugaz. Apenas si logras percibirla pero una vez que está allí, frente a tus ojos, entiendes. Por fin entiendes. Te pones alegre sin motivo. Sientes que hay esperanza en el agobio y redención en la tristeza infinita.

Te asumes parte del todo.

No estoy seguro de si la energía vital, esto que parece que nos pertenece y sin embargo se diluye entre nuestros dedos, se define por tales instancias o por la actitud bien humana de no bajar los brazos y constituirnos armados de una especie de dignidad cuanto el día pinta gris.

La verdad sea dicha: somos David frente a Goliat. Lo cual en lugar de deprimirnos debería impulsarnos hacia la aventura.

Da igual, tantas cosas dan lo mismo. Siempre y cuando los fragmentos mágicos que temperan la existencia no dejen de aparecer.

Lo diré en otros términos. Y creo que hablaré de fantasmas o cuentos de aparecidos que en algún punto se relacionan con esto: El devenir como un dios nos regala un beso en el temporal. Una caricia después de tantas cachetadas. Una flor blanca que puedas teñir con tu propia sangre antes de morir. Un banquete luego de que haz soportado la austeridad. Un orgasmo entre ruinas. Una poesía para comprender el sinsentido de la guerra.

No puedo expresarlo con mayor precisión pero recuerdo a un amigo, Eduardo, que pensaba en el regreso a su hogar, en su mujer y en su hija, cuando ya cumplía las 18 horas de trabajar sin descanso. También sé de Luis, que desnuda la apatía de la madruga con una caminata de 5 kilómetros que lo prolonga hacia la inmortalidad. Puedo mencionar la historia de una amiga que arrienda su casa en Las Grutas y planifica el otoño y el invierno cuando todos se han marchado. La de Alvaro, que va a comprar una camioneta en pocas horas para recorrer el sur del mundo. La mía, que esta noche me encontrará cocinando un estofado de conejo con vino blanco y champiñones. Es el trazo de un pincel invisible el que nos otorga la fantástica posibilidad de sonreír. En la fragilidad de esta sensación radica la verdadera espiritualidad de lo mundano.

 

CLAUDIO ANDRADE

viejolector@yahoo.com


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