Memorias de Eva
Por Jorge Gadano
Hoy, a 50 años de que Eva Perón «pasó a la inmortalidad» -como lo recordaban todas las radios todos los días a las 20:25, hora en que se produjo la muerte de la «abanderada de los trabajadores»- parece algo tan natural como el aire y el agua que las mujeres voten. Sin embargo, en aquella elección del 24 de febrero de 1946 que, al designar a Juan Perón para la presidencia de la Nación, cambió para siempre el curso de la historia argentina, las mujeres no votaron. Carecían de ése, como de muchos otros derechos, porque la política, los asuntos públicos, eran de los hombres. Las mujeres, en su casa. Ahora ya no es tan así.
Quizás no fue ella sola, puede que haya sido Perón quien le sugirió la iniciativa para sumar más votos, pero lo que está registrado es que Eva Perón fue la principal promotora del voto femenino, establecido en la ley de contenido más humanista y progresista cuyo mérito pueda atribuirse el peronismo en toda su historia. Es mucho decir, pero así es.
En su texto principal, de lectura obligatoria en las escuelas, que fue «La Razón de mi Vida», y en muchos de sus discursos, Evita se presenta como una mujer siempre humilde, alumna y admiradora incondicional del Líder al que debe todo lo que es. Pero de humilde no tuvo nada. Otros discursos, así como las noticias que circularon respecto del trato autoritario y aun agresivo que daba a importantes funcionarios y sindicalistas que no atendían satisfactoriamente sus órdenes, presentan a una mujer de personalidad apasionada, fuerte y avasalladora, tan amada como temida.
Nunca nadie en la Argentina llegó a acumular tanto poder sin el aval de una elección popular. De algún modo, sin embargo, la elección se produjo «ex post facto», después de que Evita, ya jefa de la fundación que llevó su nombre e instalada en el monumental edificio de arquitectura neofascista del Paseo Colón (hoy facultad de Ingeniería de la UBA), iniciara en el país una política de «obra social» que no dejó hogar pobre sin algún regalo, desde una máquina de coser hasta una casa.
Ella lo fue todo: hubo ciudades infantiles «Evita» y campeonatos infantiles de fútbol «Evita» para los chicos, marchas de estilo militar como «Evita Capitana», barrios de viviendas con su nombre, un partido Peronista Femenino bajo su conducción. Y a su muerte, ella fue, sin discusión alguna, la «Jefa Espiritual de la Nación».
Todavía viva, Eva fue un personaje mítico, un ángel, un hada bondadosa que sobrevolaba el territorio argentino para atender a los pobres, sus «grasitas». De ese abrevadero mítico salió la profecía «volveré y seré millones», una frase que ella nunca dijo. Pero que quedó, como ella misma, «eterna en el alma de su pueblo». Los millones, se dice ahora, son los que guardan Carlos Menem y otros connotados peronistas en cuentas secretas. Es una conversión de amor en billetes verdes que no obsta, sin embargo, a que la liturgia por la Santa se mantenga, tal cual se vio ayer.
Seguramente, en este medio siglo que pasó desde su muerte lloraron de verdad antiguas enfermeras diplomadas en las escuelas que fundó, longevos trabajadores que la vivaron en la Plaza, jubilados hoy niños de aquel entonces que recibieron una bicicleta de manos de aquella dama rubia que les sonreía, obreras del vestido, domésticas, en fin, toda esa gente pobre. Hubo ayer también declaraciones, solicitadas, gestos a cual más ampuloso, y tal vez algunas otras lágrimas. Hay gente que aunque no sienta nada, si se propone llorar, llora.
Evita salió hacia extrañas tierras dos veces, la primera como embajadora. En la España de aquel residuo del nazifascismo que fue el «Caudillo de España por la gracia de Dios» (vaya gracia), el generalísimo Francisco Franco, fue recibida como una diosa. No tanto, pero con honores, le tocó en el Vaticano, donde merced a otra gracia divina la recibió en audiencia privada el «Papa de Hitler», Pío XII. Otra monarquía, la británica, le cerró las puertas.
La segunda vez, para vergüenza de quienes lo hicieron, salió embalsamada, cuando ya se había instalado en el poder la llamada «Revolución Libertadora». Aún muerta, le tenían miedo. Sus restos fueron sacados del edificio de la CGT y llevados a un cementerio italiano, donde permanecieron bajo identidad falsa hasta que otra «Revolución» militar en su última y agónica fase, la que encabezó Alejandro Lanusse, los restituyó a Perón. Después José López Rega, otro de los abundantes subproductos que el peronismo ha dado al país, trajo a Evita a su tierra. Si no ha resucitado para remediar tanta injusticia como la que abunda hoy, está en la Recoleta.
Hoy, a 50 años de que Eva Perón "pasó a la inmortalidad" -como lo recordaban todas las radios todos los días a las 20:25, hora en que se produjo la muerte de la "abanderada de los trabajadores"- parece algo tan natural como el aire y el agua que las mujeres voten. Sin embargo, en aquella elección del 24 de febrero de 1946 que, al designar a Juan Perón para la presidencia de la Nación, cambió para siempre el curso de la historia argentina, las mujeres no votaron. Carecían de ése, como de muchos otros derechos, porque la política, los asuntos públicos, eran de los hombres. Las mujeres, en su casa. Ahora ya no es tan así.
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