Meses peligrosos
Por James Neilson
Tenía razón el chaqueño Angel Rozas cuando dijo que el presidente Fernando de la Rúa se ha visto «superado» por los acontecimientos. En cambio, se han equivocado por completo todos aquellos que atribuyen su manifiesta falta de autoridad a nada más que su temperamento vacilante. La verdad es que la Argentina estaría en graves problemas incluso si después de su triunfo electoral en octubre de 1999 De la Rúa se hubiera metamorfoseado de la noche a la mañana en un estadista plenamente comparable con Otto von Bismarck dotado de una voluntad churchilliana porque «la crisis», lejos de limitarse a la UCR y lo que aún queda del Frepaso, abarca a casi toda la clase política nacional y a muchos otros sectores también. Como acaba de señalar un representante cabal de dicha clase, Eduardo Duhalde, el peronismo no constituye una alternativa viable a la Alianza porque está tan «desconcertado» como el movimiento gobernante. En cuanto a los distintos «polos» que conforman figuras como las del sacerdote Luis Farinello, la diputada «carismática» Elisa Carrió y otras de la misma especie, la mera idea de que podrían ayudarnos a encontrar el norte es francamente absurda: no se trata de «soluciones» factibles sino de síntomas dolorosos de la confusión imperante.
Los sucesos del martes nos dijeron mucho sobre el estado actual del país. A raíz de la alusión inoportuna de Rozas a la incapacidad de De la Rúa de tomar la iniciativa, «adelantándose» a los acontecimientos como a su juicio debería hacer un presidente auténtico, distintos medios de difusión, el mundillo bursátil y el gobierno mismo se imaginaban frente a una suerte de golpe de Estado civil urdido por Duhalde y Carlos Ruckauf, con la presunta anuencia de Raúl Alfonsín, que hubiera supuesto el reemplazo pasajero de De la Rúa por Rozas seguido por la celebración de elecciones anticipadas que, sospechaban, darían la presidencia al bonaerense que, conforme a las encuestas, sigue siendo el político menos despreciado del elenco estable. ¿Y entonces? Si bien Ruckauf se ufana de ser una persona más «fuerte» que De la Rúa, no existe motivo alguno para creer que resultaría más capaz de gobernar al país. Por el contrario, una eventual gestión de este producto emblemático del populismo criollo sería con toda seguridad llamativamente peor y también mucho más violenta, sobre todo si su inicio coincidiera, como sería probable, con la cesación de pagos y la caída en la miseria más absoluta de millones de personas.
Aunque los protagonistas mismos, además de todos los voceros gubernamentales y radicales que se han consultado, insisten en que ni De la Rúa ni Domingo Cavallo tienen la menor intención de renunciar, no cabe duda de que muchos políticos están especulando con esta posibilidad con el propósito de sacarle provecho. Por fortuna, el gobierno, que hasta hace un par de días no quería darse por enterado de las muchas maniobras en tal sentido, parece haberse despertado gracias al efecto exagerado que produjo el comentario de Rozas. Pues bien, para sobrevivir, tendrá que contraatacar, empresa que lo obligaría a defender con mayor agresividad sus propias políticas económicas y a tratar de convencer a los militantes aliancistas de la necesidad urgente de colaborar, de este modo acelerando un recambio ideológico que es fundamental para el país pero que por razones que tienen mucho más que ver con ambiciones personales que con el apego sincero a esquemas trasnochados ha resultado ser sumamente lento.
Desde hace un par de meses, buena parte de la clase política, acompañada por los medios, está procurando encontrar la causa básica del desbarajuste en la personalidad del presidente de la Nación. Es decir, en un solo individuo, como si se tratara del cacique todopoderoso de una tribu primitiva, no del mandatario constitucional de una sociedad pluralista que es muy pero muy compleja. Por ser la Argentina un país caudillista que se ha acostumbrado a dejar virtualmente todo en manos del Jefe de turno y a seguirlo con tal que repartiera algunos beneficios con la «sensibilidad» indicada, tal actitud podría considerarse natural, pero ocurre que en el mundo actual ninguna persona ni institución tiene tanto poder como habría sido el caso apenas diez, veinte o treinta años atrás. Nos guste o no, el sucesor de De la Rúa, lo mismo que el que asuma cuatro u ocho años más tarde, será tan «débil» como el presidente actual, si bien es de esperar que se las arregle mejor para disimularlo. Podría decirse que De la Rúa es el primer presidente «moderno» de la Argentina: por razones «estructurales», la era de los caudillos ya pertenece al pasado. Es de esperar que no vuelva jamás.
La dispersión del poder es un fenómeno típico de nuestro tiempo. Alarma porque todo se hace menos nítido. Mientras que hasta hace poco un puñado de banqueros estaban en condiciones de negociar con un gobierno en nombre de «los acreedores», hoy en día lo hacen decenas de miles de tenedores de títulos a través de «los mercados». En cuanto a los gobiernos, al Estado y a los países mismos, su autonomía se ha visto drásticamente reducida. Sin embargo, tanto la opinión pública como los políticos mismos se han resistido a ajustarse a esta realidad patente. Todos siguen hablando como si fuera posible volver el reloj atrás a tiempos irremediablemente idos en que era por lo menos plausible proponerse «combatir el capital» o «luchar contra los banqueros», opciones que en la actualidad carecen de sentido.
La «crisis» argentina – una de las más extrañas pero también más fascinantes del mundo actual – no puede atribuirse solamente a causas internas. Es más útil tomarla por el producto inevitable de los cambios que están modificando a una velocidad vertiginosa al mundo entero. La evolución económica de los Estados Unidos y, en menor medida, la Unión Europea y el Japón, más una revolución tecnológica que aún está en sus comienzos, han obligado a los demás países, la Argentina entre ellos, a adaptarse a condiciones nuevas para las cuales no estaban preparados. Como es lógico, la mayoría, que es conservadora por instinto, rehusará hacerlo a menos que sus «dirigentes» le muestren el camino. Muchos entienden que las oportunidades que están creándose en todas partes son brillantes, pero con realismo temen no ser capaces de seguir el ritmo frenético de quienes están encabezando la revolución que está en marcha. En un momento signado por el cambio, empero, aferrarse a lo tradicionalmente seguro puede ser tan suicida como lo sería tratar de huir de una inundación refugiándose en un sótano.
Huelga decir que los más conservadores de todos son «los políticos», acompañados por los sindicalistas y una multitud de intelectuales y religiosos, que apostaron a que el futuro – que ya es el presente – sería muy distinto, mucho más parecido a las utopías propias de la tradición ibérica o, en el caso de algunos, a las planteadas por el marxismo que a la época de capitalismo exuberante que para su asombro comenzaría. Ellos sí se han visto superados por los acontecimientos pero, a diferencia de De la Rúa, los más viven en un universo verbal en el que no les es necesario asumir responsabilidades administrativas de manera que pueden darse el lujo de aferrarse a los dogmas de antes y criticar con virulencia al presidente por «traicionarlos» al intentar adaptarse a los tiempos que corren. Por su parte, los gobernadores provinciales pueden fingir creer que le corresponde al gobierno nacional resolver sus problemas enviándoles dinero: con las elecciones a pocos meses de distancia, su interés en colaborar con un intento de «modernizar» sus propias jurisdicciones aunque sólo fuera poniendo en cierto orden sus finanzas difícilmente podría ser más escaso. Con el default, con todo cuanto éste implica, dando golpes cada vez más insistentes a la puerta, su miopía actual podría tener secuelas casi tan catastróficas como las que tuvo en 1976.
A menos que uno crea que los cambios de los años últimos fueron ilusorios, que dentro de poco los Estados Unidos se desinflarán, la globalización se esfumará y el capitalismo estallará, llevando consigo todo cuanto ha sucedido a partir de los años ochenta, las opciones frente a la Argentina seguirán siendo tres. El país, representado por la clase dirigente, podría comprometerse con la corriente dominante. En tal caso le convendría hacerlo con entusiasmo, no como si se tratara de un castigo inmerecido y brutal, pero parecería que esta opción, la segunda, ha sido la elegida. O podría tratar de nadar contra la corriente por preferir el atraso supuestamente digno a resignarse al triunfo de cualquier variante del capitalismo liberal. Esta tercera opción es la favorecida por el grueso de los políticos, intelectuales y clérigos aunque, demás está decirlo, ha sido rechazada de manera contundente por los muchos argentinos jóvenes y no tan jóvenes que, reacios a ser sacrificados como carne de cañón en una guerra ideológica que carece de sentido, emigran ya a los Estados Unidos, ya a la Unión Europea, porque les encanta la idea de poder vivir en la clase de sociedad que según tantos líderes locales deberían despreciar por capitalista y, peor, «neoliberal».
Tenía razón el chaqueño Angel Rozas cuando dijo que el presidente Fernando de la Rúa se ha visto "superado" por los acontecimientos. En cambio, se han equivocado por completo todos aquellos que atribuyen su manifiesta falta de autoridad a nada más que su temperamento vacilante. La verdad es que la Argentina estaría en graves problemas incluso si después de su triunfo electoral en octubre de 1999 De la Rúa se hubiera metamorfoseado de la noche a la mañana en un estadista plenamente comparable con Otto von Bismarck dotado de una voluntad churchilliana porque "la crisis", lejos de limitarse a la UCR y lo que aún queda del Frepaso, abarca a casi toda la clase política nacional y a muchos otros sectores también. Como acaba de señalar un representante cabal de dicha clase, Eduardo Duhalde, el peronismo no constituye una alternativa viable a la Alianza porque está tan "desconcertado" como el movimiento gobernante. En cuanto a los distintos "polos" que conforman figuras como las del sacerdote Luis Farinello, la diputada "carismática" Elisa Carrió y otras de la misma especie, la mera idea de que podrían ayudarnos a encontrar el norte es francamente absurda: no se trata de "soluciones" factibles sino de síntomas dolorosos de la confusión imperante.
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