México, Roma y un matrimonio legal
Por Carlos Fuentes
La Iglesia romana siempre ha tenido una difícil relación con la república mexicana. Sujeta durante tres siglos a la Corona española, a partir de la Independencia la Iglesia no perdió, sino que ganó tierras y poderes perdidos por los españoles. Los reyes católicos, desde el siglo XV, le habían arrebatado a Roma numerosas facultades, entre ellas, la inquisitorial. La Inquisición fue nacionalizada por Isabel y Fernando en 1478, despojando a Roma de un arma autoritaria esencial para las ambiciones temporales de la Iglesia. Los reyes católicos obraron, como siempre, equivocada o acertadamente, en nombre de la unidad nacional española. La Iglesia mexicana, en el siglo XIX, quiso apoderarse de la nueva nación mexicana y acabó dividiéndola. Su alianza con los criollos y los conservadores estimuló la respuesta de una sociedad civil laica en formación. La Iglesia provocó la Reforma y ésta le dio a México, incipientemente, lo que hoy tenemos: una república democrática en la cual la ley civil priva sobre la ley religiosa. No fue otro, durante siglos, el campo en el cual se formó la democracia europea: el de la pugna, desde la Edad Media, entre la Iglesia y el Estado. Definir y respetar las jurisdicciones respectivas dio origen, primero, a los estados nacionales unificados de Europa y, más tarde, a sus regímenes democráticos modernos. Donde la Iglesia y el Estado se fusionaron -Rusia-, el césaropapismo impidió la aparición de la democracia. El Kremlin stalinista fue sucesor directo del zarismo bizantino: el Estado y la Iglesia laica del Partido Comunista se confundieron, con los desastrosos resultados que todos conocen.
La separación de Iglesia y Estado ha sido fundamento de una sociedad civil creativa y de una política democrática en México. La soberbia clerical, aplacada por Juárez, reaparece cuando la acicatea la persecución. Fue el gran error de Calles (y la razón de la caída de Perón en 1955). El concordato alcanzado por uno de nuestros más hábiles presidentes, Emilio Portes Gil, en 1929, acabó con la insurrección cristera y duró más de medio siglo. Pero las anacronías de la Iglesia fueron, al cabo, superadas por la anacronía del trato defensivo anormal dispensado por el Estado a los clérigos. La normalización emprendida por Carlos Salinas dio a la Iglesia la oportunidad de aggiornarse al paso de la modernización de la República. Areas distintas, respeto mutuo, no interferencia del clero en la vida política, estricto apego a su misión pastoral.
Todos conocemos las mil y sutiles maneras cómo el alto clero mexicano ha ido ganando terreno, aprovechando alianzas políticas con la derecha que se han traducido en actos mínimos de «moralina» (no usaréis minifaldas si podéis usar sotanas) hasta actos máximos de represión (la campaña contra el aborto). No hablo de la rigidez moralista del secretario Carlos Abascal para no llevar agua a mi molino, pero sí evoco, en nombre de la libertad de creación y expresión, la secuela de apoyos que su intolerancia provocó en asociaciones de la derecha religiosa y fundamentalista. Ahora, esa misma mentalidad intolerante, dogmática e hipócrita vuelve a levantar cabeza con motivo del matrimonio del presidente de la República, Vicente Fox, con la señora Martha Sahagún.
El presidente de la República se ha casado de acuerdo con las leyes de la República. Ello basta para darle toda la legalidad y el respeto necesarios a su boda. La intolerancia religiosa, al manifestarse, no daña a Fox. Lo hace más respetable aún a los ojos de la sociedad. Pero revela, también, la persistente caracterología de un clero mexicano que, apéndice de otro Estado soberano, el Vaticano, se arroga facultades en choque con la legalidad civil de nuestro país, como si Roma pudiese dictar una legalidad paralela, opuesta o por encima de las leyes nacionales que nos hemos dado los mexicanos.
El asunto es más grave de lo que parece, no sólo por motivos políticos inmediatos, sino porque entraña un problema más profundo, que es el de la relación de la Iglesia Católica con un país que es algo más que católico. Un país sagrado. Pues es la sacralización del mundo, más que la adherencia al catolicismo, lo que marca desde siempre el alma de México. País de paradojas y coincidencias extraordinarias desde que Cortés fue confundido con Quetzalcóatl, México se convirtió al cristianismo porque el cristianismo le ofreció a un pueblo derrotado un padre, Jesús, sacrificado en vez de sacrificar y una madre, Guadalupe, para suplir la orfandad. (David Brading, el gran historiador británico, acaba de publicar el estudio definitivo sobre el guadalupanismo, Mexican Phoenix, en la Cambridge University Press). Desde entonces, el cristianismo permea de tal manera la vida entera de México que todos, hasta los agnósticos como yo, formamos parte de una cultura cristiana. «Gracias a Dios, soy ateo» decía de manera inimitable Luis Buñuel. Y me parece que más de un mexicano agnóstico mantiene un diálogo permanente con el cristianismo, con la idea de Dios y con la figura de Jesús. Este diálogo, más que las procesiones, los sermones y los anatemas, dan su perfil social y personal más profundo al cristianismo mexicano. Lector de San Juan de la Cruz, de Pascal y de Simone Weil, creo, con San Juan, que es parte del honor del hombre crear la idea de Dios; creo, con Simone Weil, que de mi libertad depende mi aceptación o rechazo de Dios; y, más cínicamente, creo en la apuesta de Pascal: creo en Dios, porque si Dios existe, salgo ganando y si no existe, no pierdo nada. Y, me plazca o no, sé que Jesús es el corrector de pruebas de mi vida. No hay otra figura histórica que represente de manera más viva y vivificante las posibilidades y las contradicciones humanas.
Por todo esto, y no por un anticlericalismo vulgar, me indigno contra un Vaticano que usa a Cristo como una especie de jilguero celestial y, en la práctica, pacta con los enemigos de Cristo, con los fariseos, los sepulcros blanqueados, los inquisidores, los mercaderes del templo. Las relaciones del Vaticano con el fascismo italiano, con Franco, con los nazis (Pío XII) y, en la posguerra, con la CIA, las mafias italianas y un partido político corrupto, la DC, hasta culminar con las acrobacias de Juan Pablo para santificar a un Papa bueno, Juan XXIII, junto con el peor de los papas, Pío Nono, conducen a la sospecha de que el Vaticano es una organización política oportunista y cínica que sólo trata con quienes, como el propio Vaticano, carecen de fe. La fe que sí tienen, en cambio, los millones de católicos que practican su religión con sacralidad y humildad, sin excomulgar a nadie, sin arrojarle piedras a nadie.
Un ateo por la gracia de Dios manda felicitar, por todos estos motivos, al presidente de México y a la señora de Fox.
La Iglesia romana siempre ha tenido una difícil relación con la república mexicana. Sujeta durante tres siglos a la Corona española, a partir de la Independencia la Iglesia no perdió, sino que ganó tierras y poderes perdidos por los españoles. Los reyes católicos, desde el siglo XV, le habían arrebatado a Roma numerosas facultades, entre ellas, la inquisitorial. La Inquisición fue nacionalizada por Isabel y Fernando en 1478, despojando a Roma de un arma autoritaria esencial para las ambiciones temporales de la Iglesia. Los reyes católicos obraron, como siempre, equivocada o acertadamente, en nombre de la unidad nacional española. La Iglesia mexicana, en el siglo XIX, quiso apoderarse de la nueva nación mexicana y acabó dividiéndola. Su alianza con los criollos y los conservadores estimuló la respuesta de una sociedad civil laica en formación. La Iglesia provocó la Reforma y ésta le dio a México, incipientemente, lo que hoy tenemos: una república democrática en la cual la ley civil priva sobre la ley religiosa. No fue otro, durante siglos, el campo en el cual se formó la democracia europea: el de la pugna, desde la Edad Media, entre la Iglesia y el Estado. Definir y respetar las jurisdicciones respectivas dio origen, primero, a los estados nacionales unificados de Europa y, más tarde, a sus regímenes democráticos modernos. Donde la Iglesia y el Estado se fusionaron -Rusia-, el césaropapismo impidió la aparición de la democracia. El Kremlin stalinista fue sucesor directo del zarismo bizantino: el Estado y la Iglesia laica del Partido Comunista se confundieron, con los desastrosos resultados que todos conocen.
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