Mi hijo el chef
por CLAUDIO ANDRADE
candrade@rionegro.com.ar
Para sorpresa de mi mujer, espanto de mi suegro e incomodidad de algunos amigos, he decidido que mi hijo sea chef. Ya puedo verlo a sus veintitantos, a sus 30 y a sus 60, enfundado en un jardinero negro, blanco o azul con el logo de su restaurante bordado en una esquina. Me lo imagino con el típico gorrito en forma de chimenea sonriéndoles desde la cocina a los habitués de su renombrado comedor.
Hace unos días hable por teléfono con mi madre y, sin dudar, le expliqué: madre, he tomado una decisión trascendental, el León va a ser chef. Lo dije así con cierta pompa que se me fugó de los labios.
Su carcajada a través de la línea primero me tranquilizó. Pero luego de un rato me hizo pensar que tal vez su reacción no era más que una respuesta a mi flagrante inocencia y descomunal optimismo paterno.
Quisiera aclararles algo: el León tiene tres años y en unos días cumplirá cuatro. Son tres años muy bien llevados, muy suyos. El chico ha revelado inclinación por la cocina desde los 2.
Sabe hacer papas fritas, rabas, salchichas (ya sé que no es un misterio pero tomen en cuenta la edad) y conserva una especial predilección por el asado. Mira el fuego y me advierte el estado de la carne.
En cuanto a los sabores los prefiere intensos. Conoce de aceitunas y ajíes, también se deleita con el sabor del atún y la centolla. Por supuesto, cualquier producto del mar es para él maná caído del cielo. Ahora mismo se encuentra experimentando con ensaladas mediterráneas.
A veces lo persigo por toda la casa al grito de ¡mi chef! ¡mi chef!, en tanto que el pequeño apenas si puede escapar atenazado por una risa fresca.
«¿No te parece que es una decisión que debería tomar tu propio hijo cuando sea mayor?», me han dicho amigos que sueñan a sus hijos futbolistas, o señores que proyectaron a sus hijos médicos, y ¡lo consiguieron!
No, retruco, es un placer y una obsesión que me permito como padre. Después de todo no lo estoy entrenando para convertirlo en asesino. Yo sólo quiero que sea chef. Que emule a Karlos Arguiñano, a Juan María Arzak, a Alain Ducasse. Además, creo que una de las peores cosas que un padre puede hacerle a un hijo es no es esperar nada de él. «No digas pelotudeces», retruca mi mujer. Una persona que las más de las veces sabe cuando he tocado las puertas del delirio.
Sin embargo, cuando yo era un crío, según recuerdo, y gozo de buena memoria, mi padre no quería que fuera médico, ingeniero, contador ni mucho menos chef. El quería que fuese actor o en su defecto, mimo… o en el peor de los casos, escritor.
Cada verano cuando volvía a casa, y aun sabiendo que yo cursaba la carrera de periodismo, mi padre me preguntaba: ¿Y estás estudiando actuación? A lo que yo le respondía un poco incómodo: no, ahora a mitad de año voy a inscribirme en Arte Dramático. Cierta vez me anoté en una escuela de mimos. Para qué. Estuve apenas seis meses metido en las artes del silencio y el movimiento hasta que el lugar cerró por falta de recursos. Los siguientes 6 años debí soportar a mi padre preguntándome si todavía estudiaba para mimo.
Si bien siempre me gustó el cine, nunca me imaginé seriamente como una estrella de la pantalla. No creo tener el talento ni el tipo. El punto es que aun bajo su sombra quise ser empresario hotelero, cronista de espectáculos, y en los últimos tiempos barman, traductor y diseñador web. De un modo u otro, en todas esas cosas me he convertido, todas me generan hoy distintas formas de placer. Todas me reclaman. A pesar de los deseos de mi padre, soy aquello que mencioné y más, pero no mimo o actor. Suponiendo que se trate de cosas verdaderamente distintas.
Para mis dos crías tengo reservadas las carreras de diseñadora, para la mayor, y contadora y/o administradora, para la menor. Ambas han demostrado con creces sus aptitudes en estas materias. ¡Cae de maduro!
Puedo sentir vuestra risa cómplice desde esta cama en donde escribo la columna a las 2 de la mañana. Puedo escuchar como sus pensamientos atraviesan la madrugada: pobre niño tonto. Tus hijos serán lo que ellos quieran no lo que tú anheles, ji, ji, ji.
Pero ¿saben qué? no me acobardo ante la perspectiva de su rebeldía. Voy a ansiar con todo mi corazón porque sus vidas sean una apuesta, viajes rasantes, pasajes con diversas y excitantes escalas.
Quizás de la sustancia de mi mandato yo sólo obtenga un buen guiso hecho por quien debía convertirse en la contadora de la familia. Bastará eso para hacerme sentir feliz.
por CLAUDIO ANDRADE
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