Mochila
¿Nombre? ¿Apellido? Para la mayoría de nosotros, esta pregunta es una rutina. Como tal, la contestamos mecánicamente, quizás saliendo un poco del piloto automático si la que sigue es ¿apellido de la madre?, en cuyo caso quizás filosofemos brevemente sobre la concepción de la patria potestad, que de eso se trata, no por la patria, sino por lo de padre. Madria potestad no suena bien, ni reflejaría la realidad de ser producto de dos personas, no propiedad de una. Claro que es un hecho cultural y no legal, puesto que usted puede llevar sus dos apellidos y sus hijos también.
(Vamos, María Emilia, ¿en qué laberintos estás introduciendo al desconcertado ser humano que está del otro lado? Cortala).
La pura verdad es que estoy dando tantos rodeos porque me angustia, me golpea, la noticia de esa mujer que decidió dejar su apellido paterno porque el fulano torturaba. «Los apellidos son símbolos», así dijo Ana Rita. Tan terrible decisión ha disparado, y no por primera vez, el asunto de la identidad. Sí, somos lo que somos por nosotros mismos, y también en la mochila llevamos ante el mundo a quienes nos engendraron, para bien o para mal, o quizás sería mejor afirmar que para bien y para mal. La terrible carga que se convirtió en insoportable en la mochila de Ana Rita la llevó, no a sufrirla o disimularla, sino a sacarla. Y en público, quizás para que todos los que la conocen se enteren y quizás también para exorcizar tamaño demonio. No deja de impresionarme, en esta contradanza vital, que en el mismo momento muchos pibes producto de esa impiadosa etapa, estén buscando su verdadero apellido.
Pienso, como una relación inmediata, en mi propio padre. El doctor Salto es lo que he llamado un «padre montaña», una suerte de ejemplo, peso, habilitador de puertas, que a veces es una cosa y a veces otra, y que ha dificultado en el trato diario de toda mi vida, ser yo. Ahora, cuando tengo más años de los que él tenía al morir, empiezo a considerar su influencia como un dato clave en mi mochila, más que una cuesta que jamás pueda remontar, entre otras cosas porque no tengo que hacerlo. ¡Hurra! Ahora también estoy reconociendo que pude pararme y mirar la montaña, incluso descartarla, porque estaba sustentada sobre un piso que lleva el apellido Segovia de mi madre…Así son las cosas. Ese piso, entiendo, también le sirvió a Ana Rita.
Y más allá de los progenitores, estamos marcados por apellidos que son o han sido referentes no sólo para nosotros, sino para los demás, y recorra su vida desde la política hasta la cultura; seguro que allí están. A veces, en nuestra mochila, son piedras; a veces, son alas, y convendrá conmigo que eso depende de la etapa, de la puerta que golpeemos, pero lo que sí es cierto es que permanecen, vivos y generando su influencia, más allá de la existencia física.
Acompáñeme en el razonamiento un poco más. Lo que Ana Rita hizo con mucha, mucha valentía, otros, quizás usted o yo, a veces lo hacemos a pura cobardía: ¿yo a ése? ¡Nunca! Estás confundida, yo jamás lo voté, te acordás cuando yo te dije que no estaba de acuerdo…Fíjese en el espectáculo, más bien triste, de tantos y tantas que llenan de cualidades satánicas a fulano o mengana…el mismo, la misma que endiosaron, aplaudieron y votaron. Esa hipocresía no me gusta, a pesar de los riesgos que implica reconocer las alas devenidas en piedra por esas vueltas de la historia. Porque sucede que, en ese juego de espejos, puede llegar un momento en que ni sepamos quiénes somos.
Quizás sería más saludable aprender a aceptar todo lo que llevamos en la mochila, teniendo en cuenta además que alguien está poniendo en la suya nuestro apellido. Nuestras acciones son una piedra arrojada a un lago: no sabemos a dónde llegarán sus círculos concéntricos… Una responsabilidad de la que muy poco nos acordamos.
María Emilia Salt
bebasalto@hotmail.com
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