Momentos constitucionales

Por Raúl Gustavo Ferreyra

El texto de la Constitución federal de la Argentina de 1853/1860, ciclo en el que el poder fundacional completó su obra, fue modificado por la Convención Constituyente en agosto de 1994.

La Constitución autorregula su propia reforma, un poder político que crea derecho constitucional, sometido a reglas predeterminadas. Es que la Constitución no es eterna sino tan sólo permanente. Esta ventana al futuro es abierta por su propio artículo 30: «La Constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus partes. La necesidad de reforma debe ser declarada por el Congreso con el voto de dos terceras partes, al menos, de sus miembros; pero no se efectuará sino por una Convención convocada al efecto».

La Constitución fue objeto de reforma, introduciéndose levísimas variantes en 1866 y en 1898.

También fue reformada en 1949 mientras servía en sus funciones el presidente constitucionalmente elegido en 1946, Juan Perón, e implicó una modificación profunda; entre otros cambios, amplió el elenco de los derechos subjetivos y autorizó la reelección inmediata del presidente, prohibida, sabiamente, desde 1853.

En 1957 otra Convención Constituyente -sin la participación política del justicialismo- declaró que la Constitución vigente era la de 1853/60, con las enmiendas de 1866 y 1898, excluyendo la de 1949. Además se introdujeron dos reformas, aunque el presidente de la Convención debió declararla disuelta por pérdida de quórum.

No abro juicio en este espacio sobre los conflictos que por su inconstitucionalidad suscitaron, con diferentes alcances, los procesos constituyentes desde 1853 hasta 1957 inclusive. Fundamentos hay sobradamente, que demuestran las dificultades atravesadas por las generaciones de argentinos de los siglos XIX y XX cuando impulsaron cambios, fallidos o no, sobre el texto constitucional.

La reforma constitucional de 1994 fue la más amplia de todas. Gozó de consenso en todas las etapas del proceso constituyente, si se compara con sus dos predecesoras.

Dicha reforma acentuó notablemente las potestades del presidente, estableció la elección directa, autorizó la reelección consecutiva y acortó la duración del período; otorgó jerarquía constitucional a diversos instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos; replanteó el federalismo sobre bases bastante inciertas, pero confirió autonomía a la Ciudad de Buenos Aires; realizó esfuerzos para facilitar la integración regional e internacional; reconoció nuevos derechos y garantías; introdujo modificaciones sobre la naturaleza del Poder Judicial; agregó el Ministerio Público como órgano independiente; intentando mejorar los controles incorporó la figuras del defensor del Pueblo y la Auditoría y constitucionalizó la regla democrática, procedimiento único para configurar el sistema constitucional.

Nótese que la Convención Constituyente de 1994, indicando la precariedad del consenso alcanzado en su seno -sobre determinadas materias-, debió generar un texto abierto, provocando que su configuración definitiva recién quedara completa mediante leyes a dictarse por el Congreso. En la última década, el Congreso no ha cumplido a entera satisfacción con el desarrollo constitucional precitado. Cabe preguntarse entonces por qué, por ejemplo, una pieza clave de este esquema, una ley constitucional relevante, aún no ha sido sancionada. ¿La referencia? La ley convenio, que sobre la base de acuerdos entre Nación y provincias debe instituir un régimen de distribución y coparticipación en materia tributaria. ¿Sentarse a negociar y legislar sobre este problema dotaría de racionalidad al federalismo?

Diez años después se advierte la insuficiencia de la reforma de 1994, la que, ciertamente, no transformó la plataforma ideológica de 1853/1860. Fue generosa en materia de reconocimiento de derechos subjetivos, pero francamente patológica en la estrategia asumida para diseñar el sistema presidencialista y su control.

Por tal razón, sostengo que es una necesidad generar un nuevo «momento constitucional» en cuyo transcurso una extraordinaria movilización popular, dentro del camino pautado por la Constitución, participe y delibere sobre la producción de la más alta jerarquía jurídica. Es inmediatamente necesario discutir respecto de la grieta que en los últimos años, en particular, se ha abierto entre los ciudadanos y sus representantes. La iniciativa y la consulta popular son parte del texto creado por la reforma de 1994; nunca fueron utilizadas. ¿Quiénes precipitan el aislamiento de la ciudadanía?

Del mismo modo, es menester debatir si se reforma -o no- sobre la disminución de algunas potestades del Poder Ejecutivo, suprimiéndose, ade-más, la regla que autoriza la reelección; el papel de la Corte Suprema de Justicia, para que recupere un rol activo en el control de constitucionalidad; el desarrollo y fortalecimiento de competencias del Congreso -con actuación de los diputados en todas las tareas parlamentarias-, constituyéndolo en teatro de la democracia en cuyo escenario quede representada la colaboración política y se abandone el enfrentamiento, tendencia tan característica del sistema hiperpresidencialista.

Tal política constitucional, consensuada y oportuna, podría responder a estos problemas, apelando a la reforma como motor de la transformación de la calidad institucional, para las generaciones que viven y vivirán en la Argentina del siglo XXI. Las modificaciones constitucionales pueden inspirar nuevos hechos; por ejemplo, el ejercicio racional y controlado de los poderes del Estado.

Pactar un nuevo principio de identidad constitucional debería significar captar la supremacía de la ciudadanía, insertada en un Estado obligado a su respeto y promoción, sobre todo en aquellos casos de desamparo. Es un nuevo paradigma que, desdiciendo la histórica anomia, se orienta al cumplimiento de la Constitución. No es una bonita postal. Su comprensión más acabada o inacabada permite distinguir, con bastante certeza, el grado de cultura alcanzado por un pueblo.


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