Muertes paralelas

Por Héctor Ciapuscio

Creo que medio país se sintió conmovido por la trágica desaparición de Germán Sopeña en su viaje para honrar al geógrafo de la Patagonia. Nos habíamos acostumbrado a su presencia periodística, a sus crónicas de viajes, paisajes y vidas del interior argentino, a su optimismo vital, a su convicción sobre el futuro del país. Estábamos habituados a esperar notas suyas para encontrar en un diario de ahora fervores antiguos, aquella felicidad de pensar en lo que es nuestro con orgullo y sin complejos. En tiempos de «realidades virtuales» y personalidades sin virtudes, él lograba transmitirnos, con lucidez y entusiasmo, la materialidad misma de la geografía patria, el vigor de los pioneros que nos la dejaron en herencia y algo personal suyo, una sensación de armonía interior. A su muerte, se comentó, con razón, que a pocos argentinos les debe tanto el país en cuanto al conocimiento y valoración de sus escenarios naturales. Sus temas y la sustancia de sus temas eran como una roca y un ancla. Uno sentía la descripción de esos viajes enamorados por paisajes de lejanía y soledad, de cordillera, lagos y glaciares, con una emoción como la de aquel camionero en el cierre sabatiano de «Sobre Héroes y Tumbas» que, con ademán de abrazar horizonte y cielo, le decía al muchacho que lo acompañaba «¡Qué grande es nuestro país, pibe !».

Alguien manifestó en su sepelio que no había que hacerse ilusiones de otro como él en su lugar. Tenía razón. No es cierto que todos los caminos nuevos en una sociedad se abran por la sola fuerza de las cosas o el mandato de las circunstancias y que los hombres sean prescindibles. Hay personas cuya pérdida en plena productividad moral o intelectual significa un perjuicio sensible para los otros. Creo que el caso de este periodista, muerto a los 54 años, es de ese tipo. Hay varios nombres de compatriotas cuyo recuerdo todavía duele porque murieron jóvenes. Quiero comentar el caso de uno que, además de tener similitudes biográficas y un final igualmente trágico que Sopeña, ha merecido muchas veces el juicio de contemporáneos sobre lo irreparable de la pérdida que significó para la vida de los demás y del conjunto.

El avión que conducía a Eduardo Braun Menéndez a Mar del Plata cayó al mar el 16 de enero de 1959. él tenía 55 años y era el fisiólogo argentino más respetado, al lado de Houssay y Leloir, en el mundo científico internacional. Nacido en el sur de la Patagonia y perteneciente a una familia acaudalada, fue un universitario esencial y un investigador eximio que pudo aspirar al Nobel, con capacidad inigualada de líder entre sus pares y de maestro entre sus discípulos. Fundador o co-fundador de múltiples instituciones científicas a las que dotó muchas veces de su propio peculio -tales como el Instituto de Biología Experimental, el Cemic, Eudeba, el Conicet, las revistas «Ciencia e Investigación» y «Acta Physiológica Americana»- tuvo varios doctorados «honoris causa» en universidades extranjeras y fue profesor visitante en Yale, Stanford, Columbia, el Instituto Rockefeller y Harvard. Sus ideas sobre la Universidad lo llevaron a proyectar, con Enrique Gaviola, lo que lo ilusionó como «la Johns Hopkins argentina», una institución privada de investigación y excelencia que el gobierno desautorizó en 1949. él veía, por otra parte, con rechazo, la masividad de nuestra institución universitaria. ( En referencia a su Facultad de Medicina señalaba que tenía con sus 28.500 estudiantes, ella sola más que las 75 escuelas de Medicina que existían en Estados Unidos y, mientras allá se graduaban casi todos en nuestra «Moloch moderna» lo hacían sólo 600). Manifestaba su idea de que la Universidad debe proponerse formar hombres, educar a los jóvenes en el espíritu científico y a pensar por sí mismos. Más algo que todavía no se comprende bien: enseñar a enfrentar y resolver problemas del país.

Lo que aparece como impar en la figura de Braun residía en sus extraordinarios quilates éticos, en su ecuanimidad y tolerancia. Un discípulo ha recordado que cuando proyectaba un Instituto de Ciencias dijo – en tiempos de dura politización en el país – que para trabajar en él no había que ser antiperonista, había que ser capaz. «Quiero un centro de la más alta calidad posible y en eso no entra la política». Y otro manifestó, refiriéndose a su pérdida, que «con él no sólo desapareció un líder, sino el personaje creador, con solvencia científica e inquebrantable moral, capaz de despegar las etiquetas de «cientificistas», «gorilas», «chupavelas», «bolches», «fachos», «peronistas» y tantas otras de la taxonomía politiquera con que los mediocres censuran los argumentos de todo aquel que no piensa como ellos». Hace cuarenta años, en tiempos de la controversia pública sobre la ley de universidades privadas ( «laica» versus «libre» ) él, católico practicante, juzgó que calificar de «libre» a la universidad que empujaba la jerarquía eclesiástica, era una trampa («Si ustedes piensan -manifestó en la Casa Rosada según un testigo – que de las universidades privadas así concebidas puede venir alguna contribución al desarrollo científico y tecnológico que necesita el país, se equivocan. Ellas sólo impulsarán las carreras fáciles, de menor costo y que les rindan más beneficios»). Con esa ecuanimidad – que servía como un puente entre posiciones aparentemente inconciliables – también pudo convencer a Houssay para que financiara la importación de la primera computadora electrónica para el Instituto de Cálculo de la Facultad de Ciencias Exactas que dirigían profesores «de izquierda». Y un último antecedente sobre su sabiduría. Alfredo Lanari recordó que en una carta -contestación a otra suya en la que le reprochaba su benevolencia para juzgar a quienes estaban diametralmente alejados de su pensamiento – Braun le escribía : «No se corrige tanto criticando como tratando de comprender».

Cuando en 1989 se le rindió homenaje a treinta años del accidente de aviación que le costó la vida, un discípulo suyo manifestó la convicción de que ese accidente marcó el comienzo de la declinación de la ciencia en la Argentina. Otro dijo en la ocasión, en el mismo tono, que su muerte señaló el inicio de un diálogo de sordos en la actividad científica de nuestro país. Los dos coincidieron en un pensamiento amargo: «Braun Menéndez nos falta por todas partes».

Vuelvo al periodista y escritor que perdimos. Hay un último libro suyo -«La Patagonia blanca»- que nos permite seguir leyéndolo y recuperar sus crónicas. Allí dejó escrito que en el Sur, en «aquel mundo blanco y limpio» al que se empeñaba en volver, estaba su espejo de libertad, su visión de la Argentina que soñaba.

Muertes paralelas las de Eduardo Braun Menéndez, el científico armonizador, y Germán Sopeña, el periodista armonioso. Jóvenes compatriotas de vidas ricas segadas trágicamente. Ha sido imposible reemplazar a aquél. No será fácil sustituir a éste.


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