Negros

En la esquina, céntrica, el hombre, un distinguido comerciante neuquino, contemplaba ceñudo el espectáculo. De pronto, reconoció a un periodista parado a su lado y soltó un comentario contundente, que remataba en un feroz «negros de mierda». Muy disgustado, enojado, casi fuera de sí, se refería a un grupo de gente pobre, muy pobre hombres, mujeres, niños; unos de piel morena, tal vez descendientes de mapuches, algunos blancos ennegrecidos por la pobreza, que estaba cortando las calles. La policía, al contrario de lo que hizo con Fuentealba, miraba.

Esa gente pobre reclamaba viviendas dignas.

La noche anterior habían muerto cinco negros incinerados, quemados, reducidos a huesos. En la misma mañana uno podía leer en la tapa de este diario, en grandes caracteres, «El fuego se llevó cinco vidas», que unos días después fueron seis, pero tanto da. Eran vidas ya no lo son que vivían en unas casillas precarias, fácilmente combustibles, cerca del barrio Parque Industrial de Neuquén, en esta tierra de promisión.

El fuego es vida, pero también puede ser muerte cuando encuentra víctimas fáciles. ¿Podríamos señalarlo ante la justicia cualquier justicia, la de Dios, la terrena como autor material del crimen? ¿Se puede llevar al fuego ante un tribunal? ¿O tal vez hacerlo responsable político de esos crímenes?

El Código Penal trata en un capítulo de los «incendios y otros estragos». Y castiga con pena de prisión «al que causare incendios». La más grave, de ocho a veinte años, «si el hecho fuere causa inmediata de la muerte de alguna persona».

El hecho consistiría en tener como vivienda unos improvisados albergues miserables que se incendian con una chispa movida por el viento, menos seguros que las cavernas en las que vivieron Adán y Eva cuando Dios los echó del paraíso. Eran insalubres esas cavernas, pero no se incendiaban.

Entonces: ¿hay alguna responsabilidad penal del poder político por esos incendios? Es improbable que la Justicia neuquina diga que sí. Si dijera algo podría culpar a quienes habitan esas «viviendas». Y aun condenarlos, de no haber sido que, para escapar de la acción de la Justicia, murieron en el estrago.

Lo más apropiado para la circunstancia sería culpar a la fatalidad, esa inasible criminal que viene matando gente desde el principio de los tiempos.

En la Argentina hay muchos negros legítimos, de África, pero no tantos como en Brasil o en Estados Unidos, adonde fueron llevados en cadenas sobre el mar e incorporados como mano de obra esclava al algodón, al café o al caucho.

Aquí los negros fueron los de Indias, los originarios de América, los «cabecitas negras», el «aluvión zoológico» para un diputado antiperonista que en los cuarenta expresó así, con tanta brutalidad, su disgusto porque el aluvión le había dado el triunfo electoral a Perón en febrero de 1946. Desde entonces pasaron 60 años, fíjense, y todo igual o peor en materia de odio racial. Tanto odio que a los blancos pobres también se les dice «negros», y «de mierda», para mejor odiarlos.

Desde hace medio siglo la Constitución neuquina, sancionada por la Honorable Convención Constituyente el 28 de noviembre de 1957 y reformada por otra que presidió Jorge Sobisch, tiene establecida una multitud de normas protectoras de la vida, la salud, la educación y el bienestar de los habitantes negros, blancos o amarillos de la provincia. Estaría mal dicho que son cincuenta años de vida de esas declaraciones de derechos, porque en realidad son normas muertas. Como, por ejemplo, las que dicen que «la familia… debe ser amparada por el Estado» o que «la provincia reconoce a las niñas, niños y adolescentes como sujetos activos de derechos y les garantiza su protección y su máxima satisfacción integral y simultánea, de acuerdo a la Convención Internacional de los Derechos del Niño, la que queda incorporada a esta constitución en las condiciones de su vigencia». Qué bien. En el incendio murieron tres niños.

En estos días la Legislatura inauguró su nuevo edificio. Son 18.000 metros cubiertos que costaron 48 millones de pesos, lo que da 2.666 pesos por metro. Hay una diferencia considerable con lo que puede costar una vivienda popular, pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que un legislador es quien, dentro de la estructura del Estado, tiene la responsabilidad de dictar la ley que rige nuestro comportamiento en la sociedad. Debe, por lo tanto, contar con las comodidades necesarias para cumplir esa alta función. Si las leyes no se cumplen es materia de otro análisis, que debería responder a la pregunta ¿para qué sirve la Constitución?

 

JORGE GADANO

tgadano@yahoo.com.ar


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