«No hay que corregir con rojo los cuadernos»
Docentes y padres no salían de su asombro al enterarse que la antigua corrección en rojo de los deberes no obedecía a una simple razón pragmática sino a la evolución y sofisticación de los métodos de control y disciplinamiento del cochino sistema capitalista, que ya no torturaba al niño descerrajándole un palmetazo con la regla sobre los nudillos de las manos ni haciéndolo arrodillar sobre granos de maíz, como en la época de los abuelos y bisabuelos de los escolares ochentistas, sino por medio de una marca roja en el cuaderno para señalarle en forma indubitable el error cometido, o con varias si el maestro resultaba ser un perverso.
Por otra parte, el color rojo se connotaba ideológicamente. Pero ya no como el temido rojo comunista que durante décadas había llenado las fantasías de los docentes, reproductores naturales de la ideología del Estado, según los sesudos aportes de un polémico marxista llamado Althusser.
En esos años de Alfonsín en el gobierno, el lenguaje de centro izquierda o de socialdemocracia, inundaba las aulas del profesorado junto con la psicología social de Pichon Rivière, los enfoques pedagógicos de Paulo Freire y la animación sociocultural de Ander-Egg, derramando sus efluvios por el resto del sistema. De modo que el rojo del bolígrafo del docente equivalía al rojo sangre de la capa del torero, cuya finalidad es hostilizar y enardecer al toro, mientras representa el preanuncio de su muerte violenta.
El señalamiento en rojo de los erro-res en los cuadernos era un símbolo de muerte, no de vida. Era una agresión gratuita al noble bruto de dos patitas que, si bien no moriría realmente, desarrollaría inevitablemente un trauma psicológico que afectaría la totalidad de su existencia, más tarde o más temprano.
Pero lo más grave según esa… ¿concepción? (¡no será demasiado honor!) era que por esa vía los alumnos incorporarían una matriz pedagógica de dependencia del docente, la cual haría de ellos meros apéndices del poder, dóciles y pasivos intelectualmente.
Y como los ejecutores de esa mediación eran los docentes, éstos no quisieron cumplir nunca más tan nefando cometido.
Nunca más se corrigió en rojo desde entonces. Los directores vigilaron el cumplimiento de la nueva norma que pasó a gozar de un alto estatus pedagógico (no dije científico) y de una adhesión y aval universal por parte del magisterio argentino.
Muchos docentes directamente dejaron de hacer correcciones en los cuadernos de sus alumnos. Los que sí continuaron haciéndolo optaron por el siempre tierno color azul, pero entonces los errores ya no fueron «visualizados» como anteriormente ya que no se diferenciaban en el contexto cromático del azul de los bolígrafos escolares.
En consecuencia, el efecto previsto y deseable del señalamiento se perdió para siempre y al no tener en los cuadernos ningún rojo la actividad pasaba para todo el mundo como que había estado bien realizada. Así lo interpretaba el alumno y sobre todo, sus padres.
El paso siguiente fue, naturalmente, el abandono por parte de los alumnos del hábito de corregir las palabras o las expresiones incorrectas en las tareas escolares, señaladas por los docentes, puesto que el asunto ya no tenía la valoración de otrora en el sistema educativo.
La zoncera descripta funcionaba en estrecha relación con otra que pontificaba que los alumnos descubrirían por sí mismos, sin necesidad de señalamientos ni enseñanza de reglas de ortografía, sintaxis, concordancia o gramática cada uno de los errores que cometían, ¡pero a su debido tiempo!, en algún momento. Por eso había que tener paciencia («señores padres, a bajar esos niveles de ansiedad») pues tal pronóstico se produciría inexorablemente.
Una vez más se había confundido gordura con hinchazón. El rojo es el color que naturalmente más se destaca y que lleva a observar inmediatamente a los alumnos donde han fallado. La percepción se acompaña de una inmediata reacción intelectual de confrontación con la regla aprendida o mal aprendida u olvidada. Practicando la corrección se aprende.
Pero si el color rojo es intrínsecamente maligno no tenemos problemas en que se lo condene y sentencie al ostracismo pedagógico como tantos otros recursos, asuntos y temas.
El rojo era un instrumento que servía como medio, no como fin. El fin es resolver correctamente la actividad solicitada por el maestro para poder aprender.
Para facilitar sus estrategias didácticas existen variados recursos alternativos que en el pasado la injustamente denostada escuela tradicional supo poner en práctica y que hoy han desaparecido del repertorio metodológico, técnico y procedimental del ofi- cio de maestro.
Bien valdría la pena ensayar otros recursos distintos al señalamiento con color rojo de los errores en los cuadernos escolares si la ventaja fuera instalar un nunca más a las oscuras épocas en que, por culpa de aquel color, una gran cantidad de jóvenes argentinos se hicieron comunistas y violentos, pues veían todo rojo, teniendo en cuenta que quienes no padecieron esa desgraciada técnica de corrección se convirtieron en hombres de pro.
Y aunque no fuera con esos fines escatológicos, sería bueno volver a señalar los errores en los cuadernos de los alumnos porque el resultado de la expulsión del rojo no ha sido la disminución de los errores ni la conquista de asombrosas porciones de autonomía intelectual por parte de aquellos. Sino, precisamente, todo lo contrario.
Mientras tanto, llevamos ya más de dos décadas esperando que a los primeros beneficiados de aquella zoncera pedagógica se les produzca el tan mentado clic neuronal y descubran en qué se equivocaron y cómo deben escribir correctamente.
De todos modos, continuamos esperando.
CARLOS SCHULMAISTER (Profesor de Historia y Máster en Gestión y Políticas Culturales en el Mercosur).
Especial para «Río Negro»
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