Noche salvaje al ritmo de la «Aplanadora»

En Cipolletti, Divididos ofreció lo mejor de un repertorio cargado de nostalgia.

SEBASTIÁN BUSADER

El chico, uno más en el maremoto de cuerpos que se embisten y lo embisten, hizo el último esfuerzo. Sacó la cabeza de un pogo salvaje, cargó su escuálido brazo derecho y lanzó una prenda negra. Ricardo Mollo recogió la remera, pequeña, gastada, casi andrajosa, y con suspenso dejó ver la cabeza rapada, el gesto adusto, los cristales negros que escondían, cómplices, un par de ojos cargados de resaca a ginebra y noches de incomprensión. Mollo, con una sonrisa que embalsamó a lo largo del show, bromeó nostálgico: «A este pibe lo conozco, qué pibe… nenes de antes».

Ése sería el preludio de un recital cargado de reminiscencias. Luca, impreso en una remera de un puñado de pesos, colgada sobre una caja de sonido, posará su alma maldita durante dos horas de rock y sudor. Rostro melancólico, espejo del vicio escudriñándolo todo, el silencioso cuarto integrante.

La «Aplanadora del rock» volvió en el año de los regresos, de los encuentros legendarios, revisionismos caprichosos, retornos que en la mayoría de los casos se pusieron en práctica para alimentar cuentas bancarias ya

obesas.

Lo hizo a pocos días de que se cumplan dos décadas de la muerte del demonio italo-argentino (22 de diciembre del '87) que descabezó al rock nacional para ser la cabeza del incipiente movimiento underground. Ese que de muerto reencarnaría en leyenda de bandera y paredón. Lo hizo a casi 20 años de haber puesto los pies por última vez en Cipolletti, en un recordado festival en la Isla Jordán, donde Sumo fue el plato fuerte, un 6 de diciembre de 1986.

Mollo, Diego Arnedo y Catriel Ciavarella son el ABC del rock en versión mejorada. Las nuevas generaciones deben agradecer lo que hicieron los años con este power trío que parece purificado por las aguas del Jordán.

Sólo la teoría de la limpieza de cuerpo y espíritu explica los 132 minutos de adrenalina que se vivieron en la noche del sábado-madrugada del domingo, en un campo a cielo abierto y estrellado, encallado junto al boliche Kimika (organizador del cuarto «K4 Start Your Engine»).

No dan respiro, y ese es el secreto del trío.

En cualquier otro país del mundo Mollo podría ser sólo un tipo común, que hace gimnasio, practica yoga y una vez por semana saca de shopping a su bonita esposa. Pero aquí,

en las tierras donde el rock es pan y vino, en el podrido país donde «las vaquitas son ajenas», Mollo es el mejor líder que pueda tener una banda. Por esencia y virtuosismo, porque es sosiego y furia a la vez, porque es líder pero también sabe ceder el protagonismo.

Suena «El arriero» y sus dedos son garras dúctiles, precisas y agresivas. Aparece «El 38» y dispara punteos con los dientes, mientras Ciavarella, encerrado por dos acrílicos laterales como el animal salvaje que es, hace una de sus primeras descargas a tierra. Podría ser la reencarnación sana del tóxico Federico Gil Solá, ¿por qué no?

Arnedo mira y sonríe, descansa el bajo en su pronunciada barriga y agrega ajustados acordes a una sesión instrumental digna de sí mismos. Pensará Arnedo que Catriel es pulsión sanguínea, una vena con extremidades que bombea y bombea, un mutante de ocho brazos y rostro aniñado. O algo así. O todo eso. El viaje hace costa en el sugestivo «Vida de topos», la ferocidad de «La era de la boludez», «Acariciando lo áspero» y «Qué tal!», la nostalgia de «La rubia tarada» y «Cielito lindo».

El público, en una cantidad que pocas veces se vio por aquí, es una melange de niños-adolescentes nutridos (esa noche) a cerveza y bebidas energizantes, y jóvenes entrados en las tres décadas. Vibra y se entrega esta marea humana ante los caprichos de un grupo que nada hace por capricho.

Cae «Ala Delta» y el hormiguero humano apresta las tenazas para ir en busca de las últimas dosis de azúcar. Mollo, el Mollo siempre sonriente, le larga un guiño a una chiquita que pierde la inocencia detrás de sus pechos, improvisa, disfruta de Arnedo y su faceta encorvada de duende estilo Tolkiens.

La música se acelera, las niñas saltan, ellos se chocan, Ciavarella escapa de la jaula y le pega a los platillos con la agresividad de un adolescente indómito. Arnedo lo mira, lo siente, se prende en su competencia adrenalítica y Mollo, el sonriente, ése que podría ser tu mejor vecino, baja al llano para saludar.

El cuadro se mantiene varios minutos mientras la leyenda, la génesis de todo ello, espía desde una gastada remera negra.


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