“Nosotros”, la Humanidad
TOMÁS BUCH (*)
Ante los cambios climáticos que no sólo nos amenazan sino que ya se hacen sentir concretamente, hay varias maneras de posicionarse. Se los puede negar, se puede considerar que juntando un poco de basura en las montañas se ayuda a resolver el problema, se puede tomar una actitud pasiva y entregarse a lo inevitable, postergar toda acción a cuando ya sea demasiado tarde –si no hemos traspasado ya el umbral de lo irreversible–, mandar cadenas de correos electrónicos para salvar las ballenas o los osos polares o escribir artículos de alerta en los diarios, que algunos leerán sin saber tampoco cómo enfrentar la situación. Pero hay millones de humanos que ya sufren las consecuencias de los cambios, agravados por la cada vez más numerosa “Humanidad”, una gran parte de la cual no tiene agua potable ni alimentos en cantidad y calidad suficiente y ve cómo los desiertos de arena o de soja avanzan sin pausa sobre sus escasas tierras de pastoreo o de cultivo –lo que, a su vez, los empuja hacia las selvas, que ya se han reducido a la mitad por doquier, para que no falte combustible para las 4×4 del 5% de la “Humanidad”–. ¿Qué hay de común entre unos y otros? ¿Existe, verdaderamente, esa Humanidad de la cual siempre hablamos? Un ciudadano francés de clase media –o aun un argentino de clase media– ¿tiene los mismos “derechos humanos” que un toba formoseño o que un tutsi ruandés? Es muy evidente que la respuesta teórica es “sí”, aunque la respuesta práctica es un enorme “no”, tanto que es asombroso cómo aún jugamos a creer que existe una entidad llamada “Humanidad” y algo inclusivo que llamamos “Nosotros”, si no lo hacemos limitando ese pronombre a aquellos que son, más o menos, como cada uno de nosotros –los que leen estas líneas tanto como el que las escribe–. O que queramos hacer a los desposeídos cómplices de nuestros desmanes ecológicos. Una de las consecuencias de la ausencia de una humanidad con un mínimo de solidaridad es el hecho de que los países más pobres son los que están más expuestos a las nefastas consecuencias del cambio climático. Mientras los africanos morirán de hambre y de sed, algunos sectores de los habitantes de los países ricos podrán incluso sacar ventaja de esos cambios: en Alemania, los viñateros se frotan las manos al ver que los límites de las zonas aptas para las viñas avanzan cada vez más hacia el norte… aunque las consecuencias del derretimiento del océano Ártico y del permafrost también habrán de afectarlos. Pero eso está en un futuro tan lejano como dentro de treinta o cincuenta años. Que se arreglen nuestros nietos. Nosotros, en cambio, jugamos a ser Dios y en dos siglos hemos logrado los cambios y extinciones que antaño tardaban millones de años. Como no existe el “Nosotros” del que hacemos alarde y la “Humanidad” es una abstracción cada vez más lejana de la especie humana en el sentido biológico, podemos olvidarnos de la suerte de los demás, los “Otros” –o explotarlos, robarles sus recursos, matarlos en lo que se puede llamar holocausto o limpieza étnica, expulsarlos de sus tierras al desierto o a la muerte–, pero no sin antes explicarles que el aborto es más terrible que la pedofilia y que, cuantos más seamos, cuanto más crezcamos –“Nosotros”, no “Ellos”, los demás humanos, como hipócritamente insistimos en llamarlos–, mejor estaremos y más contento estará Dios o quién sabe quién. Mientras tanto, leemos con horror o con indiferencia que en Sudán del Sur la parte selvática ha sido destruida y reducida a la mitad, que lo único que motiva el reconocimiento internacional de la separación entre el norte musulmán y el sur que no lo es el petróleo, que hace cien años los alemanes ensayaban el genocidio –claro, sin tanta tecnología– contra los habitantes herero de Namibia o que los chinos nos van a alcanzar en su “progreso” y ya han comenzado a comprar nuestro territorio y a dotarse de autos mayores que los nuestros –¡y son tantos!–. Ni siquiera existe un “Nosotros” cuando un alto ejecutivo, en pos de su propio beneficio y la avaricia de sus mandantes, toma decisiones que han de afectar la vida y las expectativas de sus propios nietos a través de sus consecuencias ambientales. Sin embargo, existe un “Nosotros” que se pone de manifiesto de la peor manera cuando somos xenófobos, cuando miramos atentamente y con asco el diferente color de la piel de nuestro vecino –aunque se acaba de demostrar que ese color ni siquiera depende de todo un gen sino de una sola base en un gen–. Pero no existe una Humanidad, salvo para los biólogos cuando estudian la genética humana. La consecuencia directa de estas actitudes, a menudo tradicionales y que desaparecen de la conciencia común, sumadas a la insoportable y creciente densidad demográfica de cada vez más ambientes, no hace más que excitar la violencia hasta más allá de lo imaginable –como ocurre en tantos genocidios en los que el “Otro” deja totalmente de ser visto como humano–. Hasta en las ratas de laboratorio se observa cómo el hacinamiento excita los peores instintos violentos. Pero los instintos violentos se cultivan. En los medios se habla todo el tiempo de la “inseguridad” y se fomenta el miedo con morbosos fines políticos. En la visión popular, Argentina es el segundo país más violento del continente. Los datos muestran, en cambio, que es uno de los que tienen menos homicidios –menos que Uruguay y Chile–, muchos de los cuales, además, son domésticos. (1) Así se fomentan la morbosidad, el odio social y el deseo de “orden”. (1) Fuente: Oficina de la UN para el Control de las Drogas y la Prevención del Crimen, 2008 (*) Físico y químico
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