Noticias vaticanas

Por Jorge Gadano

En diciembre pasado, el Papa, suprema autoridad “ad vitam” de todo el mundo católico, recibió en audiencia privada al líder ultraderechista austríaco Joerg Haider. Después de que su partido ganara el segundo lugar en las elecciones de su país, Haider alcanzó triste fama mundial cuando se divulgaron sus elogios a Adolfo Hitler y a las tropas de asalto nazis conocidas por la sigla SS.

Las noticias divulgadas por fuentes vaticanas intentaron disminuir la importancia de la entrevista. Se dijo que la conversación privada entre Juan Pablo II y Haider “sólo” duró diez minutos, y que el Papa leyó un discurso en el que no mencionó a su visitante.

Pero a nadie escapa que la Iglesia siempre está dispuesta a abrazar a todo fascista exitoso. El papa Pío XII dejó una huella imborrable de los coqueteos de la Iglesia con el nazifascismo triunfante. Lo demuestran rigurosas investigaciones publicadas por John Cornwell y Saul Friedlander en sus libros “El Papa de Hitler” y “Pío XII y el Tercer Reich”.

El pretexto para conceder la audiencia fue que el gobierno de Carintia -una provincia austríaca- que preside Haider, le regaló al Vaticano un pino de 33 metros. Acompañaron al pino unas 250 personas, entre ellas los integrantes del coro de Gurk, la ciudad tirolesa que aportó la conífera.

Los coros tiroleses no se distinguen por su vocación democrática. Como uno de los cuestionamientos a la xenofobia predicada por Haider alude a su oposición al ingreso de inmigrantes a Austria, un integrante del coro dijo que las críticas han sido exageradas por los medios, y explicó: “No tenemos problemas de racismo en Carintia”. Le faltó decir que allí no tienen conflictos raciales porque los extranjeros saben cuál es el lugar que les corresponde.

En el fin del milenio, Juan Pablo II se acerca a Pío XII, después de haber dado, en los años últimos, algunas muestras de enmienda que aparentaban arrepentimiento por el pasado inquisitorial y sectario de la Iglesia romana.

Después de, en octubre de 1998, condicionar un pedido de perdón por los crímenes de la Inquisición a que “la ciencia histórica tenga el modo de establecer la verdad de los hechos”, el papa Wojtyla anunció, un año después, que haría un público “mea culpa” por los que llamó “tres pecados históricos”, a saber: la división entre los cristianos, la imposición de la fe católica por la fuerza y la falta de defensa de los derechos humanos fundamentales.

Este año, con motivo de la celebración del Año Nuevo judío, unos 170 rabinos y eruditos judíos norteamericanos parecieron celebrar la autocrítica eclesial con una declaración, la Dabru Emet (“decir la ver-dad”), en la que sostuvieron que judíos y cristianos adoran al mismo Dios, acatan la autoridad de un mismo libro, la Biblia, y aceptan los principios morales de la Torá.

Uno de los rabinos firmantes, el ortodoxo Irving Greenberg, dijo que la declaración “es una respuesta al arrepentimiento y la autocorrección de los cristianos, lo cual ha sido uno de los grandes acontecimientos religiosos de la historia”. Greenberg lamentó que esa reacción del Vaticano se haya debido al Holocausto, “pero aun así es impresionante”, dijo.

A su vez, se habrá arrepentido después de haber firmado la declaración, criticada por otros rabinos, convencidos de que cristianismo y judaísmo son “dos creencias irreconciliables”. Es que, cuando el espíritu ecuménico parecía marchar viento en popa, el Vaticano difundió, en setiembre del 2000, un documento titulado “Dominus Jesus”, que notifica a todo el mundo que la única Iglesia que salva es la que tiene su domicilio en Roma.

El texto lleva la firma del cardenal Joseph Ratzinger, jefe de la hoy denominada Congregación para la Doctrina de la Fe, sucesora de la Inquisición y el Santo Oficio. En su parte medular aplasta al ecumenismo, al sostener que “existe una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos, en comunión con él”.

Las confesiones protestantes están en falta porque “no han conservado un episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del ministerio eucarístico”. Por tal razón no son iglesias sino “comunidades”.

En algunos círculos católicos se consideró que la declaración de la Congregación no era obligatoria porque no contaba con el aval del Papa. Fue necesario, para que no quedaran dudas, que el secretario de Ratzinger, arzobispo Tarsicio Bertone, saliera a decir que el documento proviene del magisterio de la Iglesia en forma “infalible”, por lo cual debe ser aceptado por todos los feligreses, unos mil millones, como “definitivo e irrevocable”.

Tres meses después, en diciembre, Juan Pablo explicó que “están llamados al Reino de Dios todos los justos, incluso los que no conocen a Cristo y a su Iglesia, y que bajo la influencia de la gracia buscan con el corazón sincero”.

Así es que todos, menos los malvados y los ateos, pueden ingresar al Paraíso. Pero para iniciar el trámite hay que sacar número en el Vaticano.


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