Nuestros dolores españoles

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

Nos duele España. ¿El ominoso crimen terrorista de Madrid permitiría su consideración, acaso, como si fuera un problema limitado a los españoles? Por eso, reclama acciones y respuestas en varias direcciones y con distintos sentidos de los gobiernos, naciones y organizaciones de la comunidad internacional, hasta ahora incapaces de moderar el fantástico desequilibrio del mundo actual. Pero el punto inicial ha de ser el enjuiciamiento objetivo que supere los maniqueísmos fáciles en los que está cayendo este naciente siglo. Las situaciones criminales que han tenido como escenario no sólo a España en este proceso de violencias en crecimiento, son complejas, contradictorias y muy difícilmente encausables hacia la paz mundial. En nuestros agitados tiempos globales se registran muchos andariveles de injusticia. Cotidianamente sufrimos demasiados impactos de extrema irracionalidad. Sin embargo, para entender esos trastornos en su cabal significado universal ¿por qué no intentar la reflexión, para empezar y más allá del dolor, desde la incumbencia comprometida de los argentinos sobre lo específicamente español de la tragedia de la Estación Atocha?

El terrorismo es un viejo conocido en la historia de las crueldades, pero adquiere connotaciones peculiares en España. Europa está construyendo su unidad identitaria. Se proyecta el dictado de una Constitución única. Al propio tiempo sus mercados se extienden hacia los Estados europeos orientales, hasta hace poco pertenecientes a la órbita de dominación ruso-soviética. Impulsado por las democracias republicanas de Francia y Alemania, el viejo continente rector de las llamadas 'Culturas de Occidente' quiere mostrarse como modelo de racionalidad política. El Reino de España, que hasta el posfranquismo pocas veces en su historia había mirado hacia Europa, al momento del atentado del 11 de marzo se estaba reinstalando como a contramano de aquel proyecto integrador. Esa contradicción se expresaba en su política de socio menor de Estados Unidos. Sus relaciones conflictivas se agravaban con el mundo árabe (Irak, Marruecos y la inmigración africana y latinoamericana) y con los mismos nacionalismos periféricos al interior de la península (los países vascos, Cataluña y en menor grado Galicia y Andalucía).

A decir verdad, hay varias Europas o, como dice Juan José Saer (ese gran escritor argentino radicado en Francia), «Europa no existe como identidad cultural», si es que estas identidades unívocas existen en pureza en algún sitio de la Tierra. Europa es sólo, pero nada menos, un plan político multinacional y multiestatal todavía en formación. Pero, además, hay varias Españas, y a éstas queremos aludir en esta nota.

Desde la expulsión racista y religiosa de los musulmanes y los judíos en el siglo XV, con la represión cultural consecuente, Castilla había pretendido ser toda España. Combatiendo al pluralismo ibérico (visigótico, árabe y judaico), la denominada Guerra de la Reconquista aniquiló la rica convivencia de seis siglos. Esa pesada carga histórica del centralismo castellano, una suerte de nacionalismo imperialista, en pugna contra otros nacionalismos periféricos, no solamente no ha sido resuelto de raíz: ni siquiera pudo adaptarse como reconocimiento confederado de diversidades y particularismos regionales y culturales. Aquella misma estrategia dominante y excluyente derivó hacia la conquista de América y el genocidio de las culturas indígenas. El colonialismo de la metrópoli hispano-castellana, dominada por dinastías alemanas (los Habsburg) y luego francesas (los Borbones), perduró hasta las guerras de la independencia en Latinoamérica. Desde allí, dice Eduardo Subirats, en un polémico libro en el que critica implacablemente la cultura hispánica tal como ella se ha presentado oficialmente, «se sigue ocultando el trauma de los orígenes remotos de una mítica identidad española forjada a lo largo de siglos de persecución étnica, intelectual y religiosa, ese largo proceso de liquidación de la pluralidad lingüística de la península, l prohibición bajo pena de muerte del hebreo y del árabe en los siglos XVI y XVII, y la liquidación de las culturas históricas de América». Las pugnas de la invertebración española se agudizaron en los últimos años en distintos campos: desde la reivindicación del nacionalismo vasco, (que no es lo mismo que el terrorismo de ETA), en pos de su autodeterminación soberana; y la más pragmática y gradual pero no menos profunda del nacionalismo catalanista, manifiestan explícitamente la cristalización de su viejo drama. De modo tal que cuando el gobierno español cometió el error o especuló con la mentira (para el caso, da lo mismo) de adjudicar el atentado terrorista a ETA, no hacía más que reconocer, plausiblemente, la complejidad del enfrentamiento con los particularismos nacionales. Aún no ha sido sometido a un examen esclarecedor del hecho de que el triunfo del PSOE en las elecciones se alcanzó por el masivo vuelco opositor al centralismo autoritario del PP, en Cataluña y Euskadi. En las autonomías y comunidades de Madrid, en La Mancha, Castilla y León, Cantabria y hasta en Galicia y Asturias, el partido de José María Aznar siguió triunfante en los guarismos comiciales y mantuvo su representación parlamentaria.

Las cadenas de irracionalidad se reproducen en el mundo, aunque con distintas formas y grados de imposible justificación ética. La posguerra de Irak, las prácticas criminales del actual gobierno de Israel, los atentados suicidas de los palestinos y la extensión del extremismo de Al Qaeda están disfrazando, tras las apariencias de una guerra religiosa, un hondo conflicto de naturaleza política. Nadie ha podido traducir de manera unívoca los textos del Corán en relación con el concepto de «Guerra Santa», y con su naturaleza agresiva o defensiva. Teológicamente, en Occidente, pero también en el Islam, hay sobre ellos distintas y contradictorias interpretaciones, como ocurre con todos los libros «sagrados», incluyendo la Biblia, el Torá y los Evangelios. Es una cuestión irreductible a la teología y la filología. Porque en realidad depende de circunstancias e intereses primigeniamente políticos.

Estados Unidos y su política unilateral de guerras preventivas, sus teorías sobre las luchas de civilizaciones y la exacerbación de los imperialismos nacionales, no son los únicos responsables del belicismo desatado y de los errores de apreciación respecto de una globalización más igualitaria. En la reunión en Davos de enero del 2004, el secretario general de la ONU afirmó que «la guerra contra el terrorismo puede aumentar las preocupaciones sobre la protección de los derechos humanos y las libertades». Y agregó que «se comprende que los países más privilegiados estén preocupados con el terrorismo, pero la ONU también tiene el deber de proteger a los millones de personas de las amenazas más familiares de la pobreza extrema». Las tradiciones españolas intolerantes e invertebradas que se han reiterado durante los últimos años pueden considerarse, igualmente, un factor paradigmático del nuevo desorden de injusticia mundial que reproduce sus horrores casi por minutos.

Nos duele España, parafraseando a Miguel de Unamuno. O mejor, nos duelen las Españas. Pero nos duelen, como argentinos, de manera distinta y en distintos flancos. El dolor se dispara desde una filiación genealógica común y una lengua y una cultura también comunes. El crimen cometido en Madrid hiere como si fuera en nuestra propia sangre y en nuestra propia carne. Pero también nos duele desde el lado opuesto a esa emocional solidaridad con nuestros ancestros. España, esa España del súbito enriquecimiento material, sin memoria de su desgarrante historia, nos lastima como un reflejo que se remite a nuestras luchas contra su miopía imperial durante los procesos de independencia. Aquella emancipación fue ferozmente combatida por monarquías retrógradas y oscurantistas. Y nos duele, por ejemplo, porque las modalidades de acción de las empresas para-estatales gestionadas desde España nos recuerdan a los de la vieja y monopólica Casa de Contratación de Sevilla del tiempo colonial. Belgrano denunciaba ese mercantilismo mezquino, hace doscientos años, afirmando que su único mérito era poner dos y llevarse 4. Como otras empresas trasnacionales originadas en cualquier potencia extranjera que no invoca pretensiones de paternidad cultural, las españolas expolian, con frías motivaciones lucrativas, los recursos e instrumentos estratégicos para el desarrollo y bienestar de quienes habitan la Argentina. Pero ése es otro tema, que merece otro espacio y otro tiempo.


Nos duele España. ¿El ominoso crimen terrorista de Madrid permitiría su consideración, acaso, como si fuera un problema limitado a los españoles? Por eso, reclama acciones y respuestas en varias direcciones y con distintos sentidos de los gobiernos, naciones y organizaciones de la comunidad internacional, hasta ahora incapaces de moderar el fantástico desequilibrio del mundo actual. Pero el punto inicial ha de ser el enjuiciamiento objetivo que supere los maniqueísmos fáciles en los que está cayendo este naciente siglo. Las situaciones criminales que han tenido como escenario no sólo a España en este proceso de violencias en crecimiento, son complejas, contradictorias y muy difícilmente encausables hacia la paz mundial. En nuestros agitados tiempos globales se registran muchos andariveles de injusticia. Cotidianamente sufrimos demasiados impactos de extrema irracionalidad. Sin embargo, para entender esos trastornos en su cabal significado universal ¿por qué no intentar la reflexión, para empezar y más allá del dolor, desde la incumbencia comprometida de los argentinos sobre lo específicamente español de la tragedia de la Estación Atocha?

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