El peso insoportable del Estado


Hay demasiados empleados públicos que no poseen las capacidades y cualidades que deberían tener quienes cumplen funciones que son esenciales en un Estado.


Como siempre sucede cuando la inflación se desboca, está cobrando fuerza la convicción de que, para frenarla, será necesario achicar el Estado. El más vehemente en tal sentido es, cuando no, Javier Milei, un personaje pintoresco cuya popularidad creciente se debe no sólo a su estilo desinhibido sino también a su presunta voluntad de desmantelarlo. En cierta medida, dirigentes del PRO, como Mauricio Macri y Patricia Bullrich, comparten el punto de vista del libertario, y hasta los radicales, que son congénitamente estatistas, coinciden en que convendría adelgazar el Estado obeso que los kirchneristas siguen engordando porque “el país productivo” no está en condiciones de sostenerlo.

Conforme a las encuestas, la mayoría quiere que el Estado cumpla un papel rector en la vida nacional, pero también cree que su desempeño es lamentable. Es una relación de amor-odio. Asimismo, aunque sería de suponer que casi todos estarían a favor de reformas drásticas para hacerlo más eficiente, nadie ignora que cualquier intento de llevarlas a cabo desataría una tsunami de protestas.

Además de los empleados públicos mismos, hay muchos otros que han hecho de sus vínculos con el Estado una fuente muy rica de dinero y poder. No reconocen que la gran crisis por la que está pasando la Argentina es en buena medida una consecuencia lógica de la costumbre de tomar el Estado por un recurso político más, uno que pueden aprovechar los gobernantes de turno para congraciarse con los votantes y, si carecen de escrúpulos, para enriquecerse a costillas de los contribuyentes.

En diversas ocasiones, el pensador francés Alain Touraine ha opinado que aquí el Estado es “un sistema de corrupción”. Puede que exagere un poco, pero es innegable que tanto el tamaño excesivo como las deficiencias notorias del Estado argentino se deben a que, desde hace más de un siglo, todos los movimientos políticos lo han considerado una parte legítima del botín electoral.

Dista de ser nuevo lo que han hecho los militantes kirchneristas al colonizar ministerios, secretarías e instituciones afines, entre ellas las famosas “cajas” que La Cámpora está resuelta a conservar en sus manos a pesar de la decisión de su guía espiritual de abandonar al gobierno de Alberto Fernández a su suerte. Como tantos otros, suponen que el Estado pertenece a la clase política cuyos integrantes están mucho más interesados en la lealtad a su causa particular de los funcionarios que nombran que en su eventual capacidad.

El resultado de tanta despreocupación está a la vista; hay demasiados empleados públicos que no poseen las capacidades y cualidades que deberían tener quienes cumplen funciones que son esenciales en un Estado moderno.

En el fondo, no se trata sólo de una cuestión de más Estado o menos, como dicen algunos, sino de qué tipo de Estado quiere la ciudadanía. Los partidarios del esquema actual afirman que es más “democrático” que las alternativas porque no privilegia a los más talentosos. Sus adversarios dicen que, por ser tan importante el Estado para el país, debería ser lo más apolítico posible y, en cuanto sea factible, rigurosamente elitista.

Lo que éstos tienen en mente es un Estado parecido a aquellos de los países avanzados que, inspirándose originalmente en la experiencia histórica de China, filtran a los funcionarios públicos mediante exámenes muy competitivos que sirven para separar a los idóneos de quienes no lo son. Últimamente, los “mandarinatos” de países como Francia han estado bajo fuego porque a juicio de algunos son demasiado meritocráticos, pero son tales las ventajas para una sociedad de contar con un servicio civil eficaz y poco corrupto que hasta ahora los esfuerzos por “democratizarlo” incorporando a personas de nivel educativo modesto no han prosperado.

De haber contado el país con un servicio civil equiparable con aquellos de los países más prósperos, a sus gobernantes les hubiera sido mucho más difícil cometer los errores groseros que lo llevarían a la trágica situación en que se encuentra. Conscientes del valor de un servicio público de alta calidad, integrantes de gobiernos como los de Raúl Alfonsín y Carlos Menem se propusieron profesionalizar el empleo público por entender que el modelo existente trababa el desarrollo, pero no lograron hacer mucho. Como pudo preverse, los sindicatos presionaron para que se redujeran las exigencias académicas que postergaban, en su opinión injustamente, a sus afiliados, mientras que políticos, preocupados por el probable impacto electoral del desempleo en las provincias y municipalidades que manejaban, seguían repartiendo puestos de trabajo estatal entre quienes no podían encontrarlos en el sector privado.


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