Todo comenzó en “esa Córdoba”, pero sus efectos llegaron a la Patagonia

Todo comenzó en Córdoba. No podía ser de otra manera. Porque rastrillada desde su historia a Córdoba la atraviesan perfiles muy particulares en relación al resto del país. Formas de protagonizar, de expresar poder largamente amasado. “Está Brasil, pero está San Pablo… Está Argentina, pero está Córdoba”, solía reflexionar Helio Jaguaribe. Y acotaba: “Brasil piensa esto o aquello sobre esto o aquello, pero siempre hay que mirar a San Pablo, que también es Brasil, pero es San Pablo”. Quizá –sólo quizá– como durante décadas lo fue General Roca en relación al resto de Río Negro. Pero ahora, aquí, se trata de Córdoba. Una Córdoba que a poco andar mayo del 10 amagó resistirlo. Amague que terminó con la cabeza de Santiago Liniers destrozada por el arcabuz de Juan José Castelli. Una Córdoba que nunca fue plenamente unitaria. Tampoco plenamente federal.

Pero no se trata siempre de “una Córdoba”. Hubo una Córdoba escolástica, jesuítica, que parafraseando a Antonio Machado era de “cerrado y sacristía”. Tan vital como la otra Córdoba, laica, abierta. Ajena al dogmatismo. Polemista. Y más acá, la Córdoba que nunca fue plenamente radical ni peronista. Y está la Córdoba cuna de la Libertadora del 55. Y a finales de los 60, la Córdoba de Sitrac-Sitran, de calles y avenidas serpenteadas por el Cordobazo. Primer esmerilado fiero al poder de Juan Carlos Onganía. La Córdoba del digno Agustín Tosco. Y del matarife Luciano Benjamín Menéndez.

Y ahí, del seno de esas Córdoba, hace un siglo, nació la Reforma Universitaria. “Una revolución profunda en la vida cultural del país”, la define José Luis Romero. “Insurrección estudiantil”, dice. “Su punto de partida fue la incapacidad de los profesores, su insolvencia intelectual, su tendencia dogmática, su indiferencia frente a los problemas nuevos de la vida y de la cultura”.

Y en ese andar, la Reforma centró su mira en la rémora de la colonia con que se manejaba la universidad. La Religión Católica como fundamento de su contenido académico. Carreras que para llegar al título requerían impregnarse con vocación conventual de catecismos y Biblia. “La universidad llevaba en su escudo el nombre de Jesús y festejaba como propio el 8 de diciembre, Día de la Virgen de la Concepción. El juramento profesional se prestaba obligatoriamente sobre los Santos Evangélicos”, comenta Juan B. Justo que fue testigo directo de aquellos días.

Y las cátedras ¡vitalicias! Todas en manos del patriciado y tradicionalismo cordobés. Logradas por “derecho divino”, recuerda Romero. Textos controlados. Lija inquisitorial sobre todo lo distinto al dogma, “opresión clerical” denunciará el manifiesto reformista del 21 de junio de 1918.

Reformismo que arremetió con mucho de desorden y emoción. Casi como anticipándose a la consigna de aquel muro parisino del 68: “Corre compañero, la vieja sociedad está detrás tuyo”… Reforma que transformó la universidad argentina. Que de cara a los tiempos hoy luce fatigas en mucho de sus contenidos, por supuesto. Pero que se reflejaría en el resto del país. Río Negro y Neuquén no contarían con universidad sino hasta la década de 1970. Pero las ideas reformistas harían carne en los líderes políticos y sociales de la región. Un caso: Norberto Tilo Rajneri, quien llegaría a ser presidente de la Federación Universitaria Argentina, en 1956.

Reformismo que, como reflexiona Alfredo Palacios en su libro “La universidad nueva”, siempre puede empezar de nuevo. Un Palacios que la defendió, pero se quejó de que no eliminara los exámenes… Pero bueno, esa es otra historia.


Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios