Otra frivolidad de Juan Forn

El escritor acaba de publicar una nueva versión de su libro “Frivolidad” con un tono más desencantado que el anterior.

El escritor sostiene que las crisis de identidad fuertes son elementales para la literatura.

Juan Forn dice que una crisis de identidad, por una pérdida, dolencia o una separación, en algunos escritores o artistas provoca un efecto catastrófico que reformula no sólo su vida sino también su estilo, literatura y por supuesto, su relación con la muerte. La nueva versión de “Frivolidad”, acaso su novela más comentada, dejó de lado “la excitación maníaca” que fue su motor a mediados de los 90, “durante el menemismo”, esa época que a la distancia, el escritor es capaz de ver “con otros ojos, desde otro lugar”. Forn publicó “Corazones”, en 1987; “Nadar de noche”, en 1991; “Puras mentiras”, en 2001; “La tierra elegida”, en 2005; “María Domecq”, en 2007; y “Ningún hombre es una isla”, en 2009. “Frivolidad” –publicada por el sello Emecé– relata, para empezar, la historia de Manú Pujol, un ex heroinómano convertido en periodista de un día para el otro, encargado de rescatar a su hermano Iván de un neuropsiquiátrico para emprender juntos una extraña forma de cura. Los tópicos “familia disfuncional”, “novela familiar del neurótico”, etcétera, no se agotan en la anécdota sino que abren un campo de investigación nada frívolo, que hacen de esta versión, otra, distinta por completo de la publicada en los 90, cuando Forn era editor de la casa Planeta. Punto de inflexión En diálogo con Télam, el escritor sostiene que quizá el origen del giro que afectó a su escritura pueda encontrarse “en el cuento ‘Nadar de noche’ (del libro homónimo)”, donde por primera vez la muerte es convocada sin anestesia. Forn dirigió durante años el suplemento Radar del diario “Página/12”, y en la actualidad es el responsable de la contratapa de los viernes. Afectado por una pancreatitis que casi lo mata, se fue a vivir a Villa Gesell, de donde va y viene a Buenos Aires. La experiencia de su enfermedad (en dos oportunidades) es uno de esos puntos de inflexión cuyos efectos no se alcanzan a representar. “Es que hay cosas que ocurren casi con independencia de uno. En otras, uno es el responsable directo. En ‘María Domecq’ creo que podría fechar cómo enfrentarme a la posibilidad de morir, produjo un cambio en mi literatura”, dice. Forn fue padre a los 40 años y asegura que “‘Nadar de noche’, el cuento, lo escribió de un tirón. Fue lo más fácil de escribir que recuerdo. Extraños fueron los efectos que tuvo”. Efectos oraculares. “Cantidad de personas me ha dicho que ese texto representaba lo que les había pasado con sus padres. Decían: es como si contaras lo que me pasó con mi padre. Eso también me pasó con ‘María Domecq’. Y eso tampoco depende de uno”. De pronto, Forn, el arquetipo de los 90, el editor, escritor eufórico, creador de la Biblioteca del Sur, autor de “una novela escrita en estado de manía completa”, terminó su testimonio y algo lo derrumbó. “Eramos jóvenes. Nos queríamos comer el mundo. Pero nadie es lo que va a ser hasta pasados los 40. Antes, hacés lo que podés con esa suma de anhelos, aceleres, juvenilias. En los 90, todos fuimos una banda de boludos importante”, dispara. Es cierto, “yo me enfermé. Pero si nunca te ponés a hurgar qué cosa es tu familia, qué heredaste, quiénes son tus amigos; si no pasaste una crisis fuerte de identidad, difícil que la literatura se convierta en una de las actividades más interesantes que existe”, dice el escritor. Porque “uno se convierte en una especie de canal, en la expresión de algo que es más bien universal, y que es lo que permite, sin tremendismos, conseguir una empatía con el lector”. Forn empezó a sentirse cerca de “personas que habían pasado por un trance de enfermedad, o de haber estado muy cerca de la muerte, o de quienes descubren un secreto de familia y empiezan a investigar”. Y agrega: “Para mí, a esta altura de la vida, la literatura como fin tiene poco atractivo. Escribir un poco mejor o un poco peor, no es tan importante”. Pasó mucho tiempo para que el escritor se diera cuenta que su retiro a Villa Gesell, empujado por la enfermedad y por el afán de criar a su hija, también era “una suerte de autocastigo o autoexilio”, dice. “Yo tenía que hacer una purga, cambiar ciertas cosas de mí que me molestaban; cambiar de piel; convertirme en otro”. Y entonces “hice eso: me encerré a leer como no leía desde que tenía 20 años. Y de pronto empecé a creer en cierta clase de hermandad, de fraternidad a la que antes le prestaba menos atención. Porque en la única hermandad en la que creía era en la generacional”. El cambio habrá sido brutal. “Empezaron a ser importantes otra clase de hermandades, la de los enfermos, esa cosa que tenés con alguien que pasó por una situación tan grave como la tuya”. Pero también con “los descastados de clase, los que se eligen ir a vivir a otro lado y reformular su vida. Eso es común en Gesell”, cuenta, “un lugar anárquico donde muchos quieren empezar de nuevo, y donde a nadie le gusta que le digan lo que tiene que hacer”, resume. Y lo más luminoso, el reencuentro con la lectura, los lectores, la escritura. “Eso lo celebro, lo practico. Lo que traté de armar es un dispositivo narrativo que sirva para hacer circular esa clase de fraternidad. Algo que no sea un ensayo, una crónica, una biografía, pero que cruzara un poco de todo eso”. “Y que permitiera hablar de política, amor, amistad, historia, hablar de las cosas que importan”, sostiene. “Esta ‘Frivolidad’ tiene un tono más desencantado. Lo bajé a clave menor. Es otra cosa: uno de los valores del libro es que al final el lector se entera que quien cuenta está muerto”. Se trataba “de hacer mínimos ajustes en determinados lugares, y así cambiar la coloratura de cada una de las escenas, sumado al tono crepuscular que trabajo hace tiempo”, concluye ese que acaso sabe que es el de antes y es otro. (Télam)

“Esta ‘Frivolidad’ tiene un tono más desencantado. Uno de los valores del libro es que al final el lector se entera de que quien cuenta está muerto”, dice Forn.


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