Otro tiro por la culata

Tienen razón los que señalan que el dinero que manejaban los fondos de jubilación pertenece a los aportantes. Esto quiere decir que lo que se ha propuesto hacer la presidenta Cristina Fernández de Kirchner no es expoliar a una manga de financistas rapaces, como pretenden sus simpatizantes más entusiastas, sino despojar a casi diez millones de personas que, con razón o sin ella, confiaban más en las AFJP que en el Estado nacional. Aunque los treinta millones restantes habitantes del país aplaudieran el zarpazo porque no les gustara para nada el capitalismo liberal y por lo tanto se regocijaran toda vez que crean que un político le ha dado un buen puntapié en el estómago, las consecuencias de esta nueva confiscación masiva serán con toda seguridad nefastas.

Asesorado por su marido todopoderoso, Cristina se las ha ingeniado para asestar otro golpe brutal a una parte muy significante de la maltrecha clase media argentina, que ya está preguntándose si sus depósitos bancarios están a salvo de un gobierno resuelto a mantener rebosante la caja cueste lo que costare a los demás, para sembrar pánico en el mercado local y en el español, para perjudicar a todos los países latinoamericanos cuya imagen colectiva se ha visto afectada por las torpes extravagancias kirchneristas y para convencer a medio mundo de que la Argentina sí está deslizándose hacia el enésimo default y que por lo tanto hay que mantenerse bien lejos de ella.

¿Previeron los Kirchner el impacto que tendría la medida antes de anunciarla rodeados por la claque de aduladores vociferantes que suele acompañarlos en tales ocasiones? Todo hace pensar que no. Por el contrario, parecería que supusieron que los mercados, es decir, los agentes económicos tanto argentinos como extranjeros, harían gala del mismo espíritu complaciente que manifestaron frente a las nacionalizaciones parciales y pasajeras de muchos bancos en Estados Unidos y Europa. Si fuera así, se equivocaron por completo. Hay una diferencia enorme entre medidas tomadas a fin de asegurar la supervivencia del sistema bancario mundial, atacado por el virus de la desconfianza y la apropiación permanente de decenas de miles de millones de dólares ajenos. Mientras los gobiernos primermundistas actuaron como hicieron con el propósito de restaurar la fe de los depositantes en la fortaleza de los bancos principales, la iniciativa de Cristina sólo ha servido para difundir más angustia.

Ya antes de que a Néstor Kirchner se le ocurriera que sería una idea genial apoderarse de la plata de las AFJP y de este modo expeditivo ahuyentar el espectro de un default, era evidente que el estilo sumamente personal de gobierno que se había instalado en la Argentina era inapropiado para los tiempos confusos que corren. Puesto que todas las decisiones son tomadas luego de reuniones privadas entre dos o a lo sumo tres personas de mentalidad populista que nunca han manifestado mucho interés en lo que sucede fronteras afuera, es sin duda natural que con cierta frecuencia se perpetren errores fenomenales. Los Kirchner cometieron uno cuando trataron de madrugar a los productores rurales con aquellas malhadadas retenciones móviles, sin prever que pondrían en marcha un movimiento que casi les costaría el gobierno.

Y hace un par de días cometieron otro cuyas secuelas podrían resultar catastróficas, ya que han demolido el incipiente mercado de capitales del país y por lo tanto han privado a una multitud de empresas grandes, medianas y chicas de una de las escasas fuentes de recursos financieros que aún les quedaban. Dicen que la reacción de los mercados tomó por sorpresa a los Kirchner, pero en vista de lo ocurrido el pánico que sintieron los inversores fue comprensible: temen que el gobierno, es de suponer sin quererlo, haya asegurado que los años de crecimiento brioso de los que hemos disfrutado se vean seguidos por una recesión, cuando no una depresión, de fabricación netamente local.

Apenas un año atrás, casi la mitad del país confiaba en que Cristina lograría gobernar conservando lo presuntamente bueno de la gestión de su marido sin repetir los excesos más urticantes, de ahí las alusiones que durante su campaña formulaba la candidata a su compromiso con la calidad institucional y a su deseo de que la Argentina se asemejara un poco más a países como Alemania. Merced tanto al olor a corrupción sistemática que emana del gobierno como del manejo asombrosamente desatinado del conflicto con el campo, una puja que Cristina y su marido procuraron en balde transformar en un capítulo más de su relato de una lucha épica entre el pueblo y una oligarquía golpista, o sea, entre el bien y el mal, la reputación del matrimonio está en ruinas. A juzgar por los sondeos, en opinión del grueso de la población los dos son ineptos soberbios que viven en una burbuja. Aunque es de presumir que, lo mismo que la idea de pagar de golpe la plata adeudada a los miembros del Club de París y de intentar negociar con quienes se negaron a entrar en el canje, la expropiación del dinero que administraban las AFJP se inspiró en la voluntad de convencer a todos de que la Argentina seguiría siendo solvente y que prestarle dinero no sería riesgoso, la mayoría la ha tomado por evidencia de que el país podría caer en bancarrota en cualquier momento. Es decir, los Kirchner se las han arreglado para borrar con el codo lo que semanas antes escribieron con la mano. No dan pie con bola.

Las teorías conspirativas que son tan caras a Cristina y Néstor ya estarán dando vuelta en sus cabezas respectivas. No sorprendería a nadie, pues, que para tratar de escapar de la trampa en la que se ha precipitado por impericia y por no preparar con el cuidado debido una medida de importancia fundamental, la pareja gobernante se esforzara por politizar al máximo el asunto hablando pestes de las AFJP, exaltando los méritos -los que, por desgracia, en el caso de la Argentina son meramente teóricos- de los sistemas jubilatorios de reparto y proclamándose dispuestos a ir a cualquier extremo en defensa de los derechos de la gente amenazada por una horda de neoliberales despiadados de ambiciones golpistas. Si bien tal forma de interpretar la realidad colmaría de satisfacción a los personajes que durante la pelea con el campo contribuyeron tanto a destruir el capital político del kirchnerismo, entre los demás sólo serviría para intensificar el fastidio que sienten hacia una presidenta cuya gestión ha resultado ser todavía peor de lo que pudieron prever los más escépticos cuando su marido le pasó los símbolos del poder.

 

JAMES NEILSON


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