Palabras y hechos

Por James Neilson

Ya son pocos los dirigentes con responsabilidades ejecutivas que se han negado a repetir el nuevo lema nacional, «déficit cero», palabras talismánicas que sirven como una garantía de la seriedad de quienes las pronuncian, pero abundan los convencidos de que una vez cumplido el rito así supuesto, están libres para continuar como antes. Es lo que creen millares de políticos radicales, frepasistas y peronistas, capos sindicales y, de más está decirlo, cohortes enteras de jueces que están esperando con impaciencia la oportunidad para fallar que la realidad económica es nula de toda nulidad y por lo tanto tendrá que ser declarada ilegal. Por ser la Argentina un país nominalista, uno en el que las fórmulas verbales suelen considerarse sustitutos adecuados para los hechos vulgares -de ahí el abismo que siempre ha mantenido bien separados a la Constitución por un lado y lo que efectivamente sucede por el otro-, a muchos les parece evidente que declamar algo los exime de la necesidad de hacerlo.

La conducta de los que están resistiéndose a tomar en serio el «ajuste» que por fin ha anunciado el gobierno se basa en dos presupuestos. Uno es que la crisis financiera también es nominal, un truco astuto de «los mercados» que por motivos siniestros quieren obligar a políticos solidarios a comportarse como neoconservadores, pero que los líderes decentes podrán desbaratar rehusándose a dejarse engañar por los números o por las previsiones lúgubres de los analistas. Otro es que si bien la crisis es auténtica, si uno defiende con tesón suficiente el reducto propio, le será sencillo trasladar a los demás los costos de superarla. La primera tesis es un dislate, lo cual no ha sido óbice para que muchos la reivindiquen aunque fuera de manera indirecta. La segunda es realista pero miope: si todos luchan hasta las últimas consecuencias todos caerán, perdiendo en el colapso generalizado las conquistas antes anotadas.

El presidente Fernando de la Rúa logró la parte inicial de su cometido con facilidad sorprendente. Hasta los radicales más dogmáticamente ilusos se afirmaron conscientes de que puesto que no hay más crédito será necesario reducir el gasto público. Durante un día, el consenso en torno de este principio severo impresionaba vivamente a los escépticos del mundillo financiero que reaccionaron como personas que sospechaban que después de tantos sustos la Argentina estaba lista para reencontrarse con la sensatez. Sin embargo, una cosa es conseguir que los políticos modifiquen su lenguaje y otra totalmente distinta sería persuadirlos a actuar en consecuencia, de modo que luego de pensarlo quienes conforman «los mercados» dieron a entender que en su opinión a juicio de la mayoría de los dirigentes el «déficit cero» siguió siendo nada más que un eslogan publicitario brillante que le convendría festejar, no la introducción a un programa riguroso que tendría que aplicarse a rajatabla.

¿Quiere decir esto que todo ha sido en vano, que la Argentina irá hacia el matadero con sus dirigentes entonando himnos recién aprendidos a la rectitud fiscal con la esperanza de aplacar así a las divinidades mercantiles? Es posible. Desde hace varios años, una proporción muy grande de los dirigentes políticos, estimulada por un coro ensordecedor de intelectuales contestatarios y eclesiásticos comprometidos con la ética de la Edad Media, ha estado proclamando su voluntad de mantener a raya el mundo moderno, con el resultado de que parecería que la mentalidad de buena parte de la clase política nacional se asemeja decididamente más a aquélla de los globofóbicos combativos que están congregados circunstancialmente en Génova, que a la forma de pensar de los azorados líderes de los siete países más desarrollados. Si pudiera concebirse un gobierno conformado por Luis Farinello, Hugo Moyano, Elisa Carrió y un pelotón de piqueteros, estaríamos frente a una «alternativa» interesante, pero sucede que imaginar una administración de este tipo no es fácil. Si tomaran el poder, el país estallaría dentro de dos o tres días. Para que prospere un opositor tenaz e intransigente, ha de existir un orden fuerte al cual oponerse: si lo que hay es un vacío, los especialistas en dar empujones terminarán precipitándose en él, llevando consigo a sus seguidores. Las actividades de los «luchadores» sólo tendrían sentido en un país que funcionara razonablemente bien, porque se inspiran en la convicción de que existe una cantidad de recursos financieros que aún no hayan sido tocados, lo cual, por desgracia, no es exactamente el caso. Como están tratando de explicarnos De la Rúa, Cavallo y compañía, ya no queda más dinero.

Pese a la propensión acaso natural pero no por eso reconfortante de tantos dirigentes a aferrarse a sus rutinas ruinosas, se dan algunos motivos para la esperanza. De reflejar algo más que los deseos de De la Rúa, Domingo Cavallo y Patricia Bullrich los presuntos resultados de las primeras encuestas de opinión, «la gente» se siente harta de las promesas huecas de políticos voluntaristas y de sindicalistas descerebrados que hablan como si creyeran que la mejor forma de mejorar las perspectivas de sus conciudadanos consistía en hacer del país un aquelarre. Sabedora de que la anarquía está acercándose a pasos de gigante, quiere que haya un gobierno con agallas que sea capaz de tomar medidas firmes sin dejarse intimidar por matones o ser desmoralizado por la prédica sensiblera de demagogos que están más preocupados por las elecciones de octubre que por el futuro de la Argentina. Si esta «mayoría silenciosa» realmente existe, los que preferirían enfrentarse con «la crisis» a continuar rehuyéndola, intentando salvarse gritándole consignas populistas furibundas, contarán con un aliado muy poderoso con tal que logren movilizarlo. En cambio, si los dirigentes opositores -es decir, el grueso de los integrantes de la clase política nacional- son tan representativos como suponen, para que el país salga de las arenas movedizas en las que se ha internado será preciso que «el mercado», o sea, la realidad económica, deje atrás la etapa de las amenazas para entrar en aquélla de los hechos contundentes, lo cual para millones de personas sería un desastre.

En un intento de apaciguar a la oposición, el gobierno ha estado difundiendo el mensaje de que si todos trabajáramos juntos el país saldría para adelante. Dadas las tradiciones nacionales en la materia, no extraña que haya asumido esta actitud, pero sucede que el problema no consiste tanto en «las divisiones» cuanto en la pusilanimidad de los muchos que saben muy bien que la Argentina será agresivamente capitalista o no será nada. A diferencia de todos los demás países del mundo occidental, la Argentina no cuenta con un gran partido que sea indisimuladamente procapitalista cuyos jefes nunca vacilen en dar batalla en favor de su credo, contestando con vigor y hasta crueldad a los planteos de los tradicionalistas. Por razones que es de suponer son tácticas, ni siquiera Cavallo está dispuesto a propagar con entusiasmo el evangelio de la modernidad poscomunista, mientras que De la Rúa sigue desempeñándose como un hombre que de poder hacerlo estaría marchando hacia un destino muy distinto del exigido por «los mercados».

Además de insistir en procurar acercarse al ígneo fatuo del «consenso», el gobierno se siente constreñido a afirmar que quiere que los sacrificios sean repartidos con equidad. Que haya optado por este discurso es comprensible, pero dadas las circunstancias es poco realista: al fin y al cabo, está tratando de reducir el gasto público no meramente porque se le han agotado los subsidios provenientes de «los mercados», sino también por entender que sólo así será posible dar más aire al «sector privado» que, claro está, es el «sector» en el que vive la mayoría de los habitantes del país. Así las cosas, lo ideal sería que los estatales pronto tuvieran buenos motivos para quejarse de la prosperidad de sus compatriotas, contrastando su propia frugalidad con la opulencia consumista de los empleados por empresas privadas. Aunque tamaña «injusticia» se suavizara con el tiempo, si el país logra recuperarse de su letargo actual se deberá exclusivamente a la pujanza del «sector privado» que, lejos de practicar la austeridad, tendrá que invitar a la población a entregarse a una orgía consumista con fervor suficiente como para dejar horrorizados tanto a los moralistas de la izquierda como a sus equivalentes aún más severos de la Iglesia Católica.


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