PALIMPSESTO: Agonías II

Vivimos en la era de la imagen. Esta afirmación de Perogrullo sirve para ilustrar una carencia, lo poco habituados que estamos a la oralidad artística. Si leer nos cuesta, cuánto más escuchar. Parece que quienes tuvimos el privilegio en nuestra infancia de oír cuentos (sólo los niños lo conservan durante un tiempo), hemos ido perdiendo esa mágica costumbre a lo largo de los años y hoy fijar nuestra atención auditiva por más de dos minutos suele ser un empresa dificultosa.

Es sabido que la literatura nació oral y que a lo largo de los siglos los hombres y las mujeres mantuvieron el goce de oír historias en prosa y verso. El antecedente más ilustre, Homero y sus dos obras magnas: «Ilíada» y «Odisea». Estas obras las recitaba un rapsoda durante varios días en los palacios y en las plazas de toda Grecia. El rapsoda era semejante a un payador actual que dominaba las técnicas de narración y versificación y que memorizaba e improvisaba grandes cantidades de versos.

En la Península Ibérica, allá por los siglos XIII y XIV circulaban unos poemas que se acompañaban con música y eran recitados o cantados por los juglares en las plazas y castillos de cada pueblo. Esos poemillas eran los romances y servían para rescatar historias y referir hechos de guerras e incluso algunos funcionaban como verdaderos noticieros ante un público ávido de oír novedades.

Muchos de ellos todavía los oímos en los juegos de las niñas: «Estaba Catalinita/sentada bajo un laurel,/con los pies en la frescura/viendo las aguas correr…».

Creo que uno de los últimos casos masivos de concentración ante un hecho sonoro literario ha sido el del radioteatro. Las obras que se emitían, en la gran mayoría de los casos provenían de personajes populares tratados desde una vertiente romántica exagerada. Así, había historias sobre los gauchos Juan Moreira, «Hormiga Negra» y Juan B. Bairoletto; también, sobre una serie de figuras teñidas de religiosidad como la Difunta Correa, Ceferino Namuncurá y el Gauchito Gil. Además estaban las historias adaptadas de obras literarias de renombre y otras cuyo tema central era el amor.

El radioteatro provocaba la reunión con el solo objetivo de escuchar, de imaginar por el timbre de voz la belleza de Julieta, el coraje de Bairoletto o la bondad de Ceferino. Cada uno de los y las oyentes tenía una representación diferente de lo que oía y por espacio de media o una hora el mundo era puro sonido e imaginación.

De mi infancia, cuando el radioteatro estaba herido de muerte, recuerdo algunos nombres que durante años colmaron de fantasías las horas del descanso de mi gente. Oscar Ubriaco Falcón, Omar Abué y sus compañías me abrieron una puerta a una dimensión diferente de mis días rurales, en noches frías junto a la cocina de leña, la misma sensación de libertad que quizá experimentaron los que hoy recuerdan en el Alto Valle a Jorge Edelman.

Todo eso pertenece a un mundo ya alejado y sin embargo próximo, un mundo en el que la palabra dicha era un diapasón de misterios, fantasías y ensueños.

 

Néstor Tkaczek

ntkaczek@hotmail.com


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