Papeles chamuscados
Hay veces en que los hombres parecen niños, pero no lo son…», dice una canción cubana. El conflicto creado alrededor del problema de las papeleras uruguayas tiene rasgos de emperramiento que recuerdan a ciertos juegos de «mojada de oreja» entre niños o adolescentes. Unos tienen miedo y se han fanatizado; los otros dicen que el miedo es injustificado pero no reconocen su justificación y siguen adelante como si nada. Detrás de cada grupo se embanderan sus gobiernos, abandonando su rol natural de mediadores. Las posiciones se han endurecido tanto, que de un problema netamente técnico –de defensa o agresión del ambiente y de su control– se ha llegado a un conflicto internacional sin vías de solución y de imprevisibles consecuencias con nuestro hermano más cercano. Hay que darse un respiro, acallar los gritos y los insultos de ambas partes, liberar los pasos fronterizos, detener el avance de las obras y analizar imparcialmente la situación real de posibles impactos –cuyos estudios están hechos, sólo habría que reevaluarlos superando una frontera que no separa los ecosistemas–. Después, distribuir los impactos equitativamente. Y respetar los miedos de la gente: sin exacerbarlos con mentiras y exageraciones interesadas pero sin negar su legitimidad. Es difícil, pero no veo otra solución al conflicto. El tribunal de La Haya no podrá resolver nada más que si y cuando el daño eventual esté hecho, al margen del daño a las relaciones entre hermanos.
Como ya estamos acostumbrados, los problemas ambientales se niegan o se miran con ojos fundamentalistas y los problemas internacionales se miran con ojos patrioteros y con criterios de soberanía territorial que creíamos superados, como si el ambiente a defender no fuera de todos o como si la creación de industrias y fuentes de empleo genuino no fuese, también, un problema de todos los países, máxime si estamos empeñados en la creación de una región más integrada, en vez de los estrechos criterios de separación y los nacionalismos provenientes del siglo XIX.
Los hechos ya son más o menos conocidos: hace décadas que se plantan eucaliptos en la región litoraleña, con la idea de fabricar con ellos pasta de papel. Hace mucho que Uruguay exporta leña picada obtenida de esas plantaciones, así como en otros tiempos se exportaba lana sucia. Hace mucho que se sabía que algo más iba a ocurrir con esas plantaciones que, por otra parte, constituyen un caso de un monocultivo muy ávido de agua que se usa para desecar pantanos; su sustentabilidad ambiental es por lo menos digna de un estudio de impacto ambiental a su vez, que tal vez se haya hecho o tal vez no. Claro que las plantaciones de árboles absorben más gases de invernadero que los que emiten. Del otro lado de la belicosa provincia de Entre Ríos, sobre el Paraná hay una buena docena de plantas de celulosa, claro que mucho más chicas que las que se están construyendo sobre el Uruguay, pero seguramente más contaminantes. No se sabe que nadie se haya quejado por ellas, aunque vierten sus desechos en el río, de donde pasan frente a las costas del Río de la Plata.
Hace años que existían los planes de construir las fábricas de pasta de celulosa en Fray Bentos. Es decir que no hacía falta esperar a que las chimeneas de las fábricas crecieran a la vista de los habitantes de Gualeguaychú para «hacer algo». Por parte de los uruguayos, hacía mucho que el tema debería haberse discutido racionalmente con nosotros, tal vez creando un organismo técnico independiente, más allá del organismo binacional del Río Uruguay, que es sobre todo política, y de un conjunto de peritos de parte, con instrucciones de cada país, empresa o grupo ambientalista, que evaluara con tiempo el impacto ambiental, sin preconceptos ni parcialidades. Es frecuente nombrar comisiones paritarias de este tipo, eligiendo cada país un técnico internacionalmente reconocido y sin razones para ser parcial en uno u otro sentido; entre estos dos designan un tercero, con iguales criterios. Esta comisión realizaría su análisis, que se haría según las normas internacionales que se aplican para estos estudios de impacto ambiental. Tal vez así se lograra superar la desconfianza que puede inspirar, por ejemplo, el extenso y completo estudio de más de 500 páginas colocado por Botnia en su sitio en internet, al acceso de cualquiera. O los alarmistas comunicados de los fanáticos que gritan «papel = muerte».
Por otra parte, los habitantes de Gualeguaychú también mostraron la hilacha al proponer que las fábricas se hicieran unos kilómetros río abajo: demuestran con ello que lo que les importa realmente no es en absoluto el impacto ambiental en sí, sino solamente sus propios intereses comerciales que son legítimos, por supuesto, pero que tienen poco que ver con una genuina preocupación por el estado del medio ambiente en general.
Casi por definición, no existe ninguna actividad, humana o no, que no tenga un impacto ambiental. Hasta cuando un león caza una gacela o un elefante se come las hojas de un árbol se produce un impacto ambiental. Pero esos impactos milenarios mantienen el equilibrio general de los ecosistemas, que evolucionan sólo muy lentamente. Los que mayor impacto producimos porque modificamos deliberadamente nuestro hábitat somos los humanos. Los impactos ambientales que producimos pueden ser negativos –daño ambiental– o positivos –creación de riqueza–. A veces los efectos negativos no son tenidos en cuenta; así fue tradicionalmente, cuando se volcaba alegremente toda clase de porquerías al aire libre, aun en plena ciudad, en la calle o en los ríos, aprovechando el acostumbramiento de la gente a los hedores y la capacidad de la naturaleza para absorber cierta cantidad de residuos. Buenos ejemplos de que esto se sigue haciendo son las cuencas del Riachuelo y el Reconquista, en la zona más densamente poblada del país.
El crecimiento de la especie humana se aceleró y se tomó conciencia de que la capacidad de absorción del medio ambiente era limitada, de que muchos de los «nuevos» residuos plásticos y metales no eran absorbidos en absoluto y de que otros causaban daños suplementarios a los sistemas ecológicos y a sus habitantes, como las sustancias artificiales cancerígenas.
Uno de los problemas es que rara vez los impactos positivos se ejercen sobre los mismos grupos o personas que sufren los negativos. Habitualmente, éstos son los pobres, los débiles, que no tienen fuerza para resistirse. Son ellos los que viven a orillas del Riachuelo, no los ricos. Los temas ambientales también dan abundante pasto para actos de corrupción, donde se compra desde la opinión de los peritos hasta el silencio de las autoridades de control, porque las empresas que son las beneficiarias no tienen mayor interés en pagar los costos financieros o políticos de hacer las cosas bien y les sale más barato contribuir a las campañas electorales de todos los partidos. Frecuentemente nacen conflictos, que de alguna manera se resuelven. Si se resuelven por consenso, todo va bien. Antiguamente –y en muchos casos también ahora– se resolvían casi siempre por la fuerza, «de prepo». También se pueden resolver por un arbitraje aceptable por ambas partes.
En el caso de las «papeleras» uruguayas, a esta altura resulta muy difícil saber cuál es la verdad; eso se debe, en particular, a que nunca se ha intentado siquiera actuar objetivamente. El grado real de contaminación que produce una tecnología determinada es un problema técnico: se puede medir. Se pueden instrumentar medidas de mitigación de los efectos negativos como la purificación rigurosa de los desechos antes de devolverlos al ambiente: los problemas técnicos tienen soluciones técnicas. La Unión Europea impone a las empresas de sus estados miembros condiciones ambientales rigurosas aun en el extranjero, y eso de que «exportan su basura» es en gran medida un mito. Lo que no se puede medir es el grado de aceptación o de rechazo que un mismo nivel de contaminación suscita en los diversos actores de esta tragicomedia, factor que es fácilmente manipulable en un sentido o en otro. Eso ocurre a pesar de que existen niveles internacionalmente aceptados en los países más adelantados como son, en primer lugar, los escandinavos. Lo que tampoco se puede medir es el enorme grado de desconfianza en las autoridades de control que existe en la población, desconfianza más que justificada pero que es hábilmente explotada por diversos extremismos, sobre todo el ambientalista. La población de Gualeguaychú se ha dejado llevar a un grado de histeria tal que parecería que cree que las papeleras van a matar toda vida en cien kilómetros a la redonda. Con esa sola actitud, están ayudando fuertemente a producir el efecto que temen, es decir, la disminución del nivel de su afluencia turística. Por otra parte, los uruguayos dicen que las plantas NO contaminarán, lo cual también es falso, por lo dicho más arriba. Van a contaminar: la cuestión es saber y evaluar serenamente cuál será el nivel de contaminación, hasta dónde llegará y cuáles serán las medidas que las empresas tomarán para que los niveles de contaminación no superen los valores aceptados, por ejemplo, por las normas finlandesas. Y cómo se controlará el cumplimiento de esas normas. El grado de contaminación de las vías de agua del Gran Buenos Aires que, no olvidemos, comparte el Río de la Plata con el Uruguay –que también podría quejarse por su estado actual–, con la que conviven millones de habitantes, difícilmente pueda ser igualado por dos docenas de papeleras finlandesas, por enormes que sean.
Claro que también surge, como en todas las actividades industriales, la pregunta acerca de si se necesitan otras dos fábricas de pasta de papel en el mundo, en el que cada vez menos se usa para leer y escribir y más para publicidad de productos superfluos y para envoltorios tan suntuosos como inútiles. En el sistema imperante, esa pregunta es contestada por el mercado: alguien está dispuesto a apostar 1.800 millones de dólares a que la respuesta es afirmativa y los uruguayos necesitan industrias que agreguen valor a sus productos agrarios. De todos modos, la alternativa podría ser mucho más contaminante: el papel se puede reciclar; los plásticos, que serían la alternativa probable, además de basarse en recursos no renovables, son casi eternos o tan caros para destruir como para reutilizar. La queja se desplaza entonces hacia el eterno tema del estilo de desarrollo insostenible en el largo plazo en el que estamos embarcados sin alternativas a la vista. Pero ésa es otra historia, como reza la famosa frase.
TOMAS BUCH
Especial para «Río Negro»
Hay veces en que los hombres parecen niños, pero no lo son...", dice una canción cubana. El conflicto creado alrededor del problema de las papeleras uruguayas tiene rasgos de emperramiento que recuerdan a ciertos juegos de "mojada de oreja" entre niños o adolescentes. Unos tienen miedo y se han fanatizado; los otros dicen que el miedo es injustificado pero no reconocen su justificación y siguen adelante como si nada. Detrás de cada grupo se embanderan sus gobiernos, abandonando su rol natural de mediadores. Las posiciones se han endurecido tanto, que de un problema netamente técnico –de defensa o agresión del ambiente y de su control– se ha llegado a un conflicto internacional sin vías de solución y de imprevisibles consecuencias con nuestro hermano más cercano. Hay que darse un respiro, acallar los gritos y los insultos de ambas partes, liberar los pasos fronterizos, detener el avance de las obras y analizar imparcialmente la situación real de posibles impactos –cuyos estudios están hechos, sólo habría que reevaluarlos superando una frontera que no separa los ecosistemas–. Después, distribuir los impactos equitativamente. Y respetar los miedos de la gente: sin exacerbarlos con mentiras y exageraciones interesadas pero sin negar su legitimidad. Es difícil, pero no veo otra solución al conflicto. El tribunal de La Haya no podrá resolver nada más que si y cuando el daño eventual esté hecho, al margen del daño a las relaciones entre hermanos.
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