Partidos políticos, ¿pocos pero buenos?

La Argentina se encamina hacia una reforma política o, para ser más precisos, hacia un cambio en la vida orgánica de aquellas estructuras que aún llamamos partidos políticos y con ello hacia lo más importante de la iniciativa puesta en marcha por el oficialismo: la transformación del actual sistema de partidos. Las exigencias planteadas para sostener el estatus de partido son tan importantes que muchos estiman que se mantendrá con vida uno de cada diez de un sistema que ha permitido la presencia de partidos cuyas calificaciones aun entre los académicos tienen tono despectivo. De allí que refieren a partidos personales, apósitos, colaterales, insignificantes, volátiles, etcétera. Éstas son apenas algunas de las adjetivaciones que señalan la degradación de aquellos conjuntos que antes daban cuenta de estima y orgullo para sus adherentes.

Con estos cambios nuestra dirigencia política -tanto desde el campo oficialista como desde el opositor por haber participado anteriormente de proyectos similares- apunta al reconocimiento de un doble fracaso, fiasco que inicialmente vino de la mano de los acuerdos previos a la reforma de la Constitución nacional y luego de lo resuelto por la nueva ingeniería constitucional de 1994, que reconoce a los partidos como estructuras básicas de nuestro sistema de representación política.

Gran parte de ese fracaso se debe a la institucionalización del balotaje, que apuntó a un sistema de «dos partidos y medio» en el sentido de la presencia de un tercero capaz de jugar su carta decisiva en la segunda vuelta y que por lo tanto no fuera una alternativa cierta para los electores. En los cuatro recambios presidenciales -incluyendo el de 1995- hasta la fecha no se llegó a recurrir a este instituto, pero el sistema se armó con dicho propósito. Lo cierto es que con aquella reforma se pretendía reforzar el lugar ocupado por el PJ y la UCR, aun cuando cada uno de ellos construyera a su modo su sistema de alianzas para evitar la segunda ronda electoral. Mientras, el tercer lugar estaría reservado alternativamente a distintas organizaciones como fueron en su momento el Partido Intransigente y luego el Frepaso, en el campo de la centroizquierda, o, entre la derecha, los lugares que ocuparon alternativamente la Unión de Centro Democrático y, más adelante, Acción por la República.

El segundo fracaso fue pensar una Argentina madura institucionalmente para una reforma en tal sentido. Y que esa mayoría de edad estuviera en condiciones de implantar un «Estado de partidos» como se dio en llamar la situación partidaria de gran parte de Europa Occidental del siglo XX. Esta idea suponía una democracia de partidos orgánicos, sólidos y diferenciados en su identidad que fueran el brazo delegado de vastos movimientos sociales. El corolario de esa democracia era la pretensión del reconocimiento formal de la figura del partido por el Derecho Constitucional. El artículo 38 de nuestra Constitución reformada en 1994 así lo cristalizaba.

Unos de los pensadores centrales del Derecho Constitucional de hace casi un siglo, Hans Kelsen, sostenía que había cierta hipocresía entre los críticos de derecha e izquierda de su tiempo por no entender que sin partidos políticos no hay democracia liberal y que por ende resulta inevitable en términos históricos el arribo de un Estado de partidos. Igual que Kelsen otros siguieron considerando esta forma de Estado como la manera «natural» con la que se organizan los estados democráticos de nuestra época: en otros términos, sin la mediación organizativa de dichas estructuras entre los ciudadanos sería imposible la formación de una opinión y voluntad colectiva. Aquí reside la argumentación de los defensores del Estado de partidos.

Lo cierto es que a pesar del cambio constitucional ese Estado de partidos no pudo prosperar en nuestro país. Un esquema partidario como el argentino, de pocos partidos «viejos» y débiles en su trama organizativa, daba cuenta de esa imposibilidad. Muy distante aún de la situación de otras democracias latinoamericanas como la chilena o la uruguaya -especialmente de esta última, que hizo un recorrido no sin traspiés desde la conformación de una realidad similar basado en un sistema bipartidista y que a pesar de ello dio nacimiento a un tercer partido; hablamos de la presencia del Frente Amplio, que hace cinco años quebró el bipartidismo de colorados y blancos-. Hoy el sistema uruguayo es tripartidista, como ocurre en varias democracias parlamentarias europeas. En el caso chileno la madurez resultó paradójicamente de una herencia del tiempo de Pinochet (la distorsión creada por los distritos binominales), dando paso de un esquema de por lo menos cuatro fuerzas relevantes antes de 1973 a otro bialiancista; con ello anuló oportunidades a las terceras fuerzas. El régimen de balotaje fue el estímulo último para ese sistema basado en dos grandes coaliciones.

Por fuera de las dificultades para institucionalizar un sistema de «dos y medio partidos», la Argentina ha engendrado un esquema no tanto de dos partidos debidamente estructurados sino de dos «sistemas de partidos» en competencia, que a su vez permiten tanto la emergencia de terceras fuerzas desde su seno como la sobrevivencia de sellos electorales sin ninguna base electoral cierta. Es así que contamos con los «sistemas peronistas y radicales». Éstos han sabido repartir los espacios de representación política, aun en el caso de los segundos con su grado de fragmentación que estalló en el período 2000-2003 -inicialmente con la creación del ARI- hasta la actualidad. En tanto, el peronismo ha sabido convivir desde la disidencia hasta la competencia abierta en elecciones generales. Hubo un primer ensayo hace veinte años en la provincia de Buenos Aires entre Herminio Iglesias y Antonio Cafiero. Ése fue un botón de muestra; lo siguieron las diversas fórmulas presidenciales del 2003 hasta la más reciente disputa Kirchner-De Narváez.

La reforma en marcha puede llegar a poner en relativo orden nuestro sistema de partidos, haciéndolo más viable y más competitivo, sobre todo en la necesidad de terminar con ese mundo de partidos insignificantes que juegan como mercenarios o distorsionan abiertamente la oferta electoral. Sin embargo, el mayor desafío sigue estando en la credibilidad de los que sobrevivan a la reforma y en las oportunidades de resolver una crisis de representación de la que sus dirigentes no están ajenos.

GABRIEL RAFART (*) Especial para «Río Negro»

(*) Profesor de Derecho Político en la UNC

GABRIEL RAFART


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