Partos cordilleranos, Por Osvaldo Alvarez Guerrero 17-11-03

Sería provechoso que los gobernantes actuales leyeran «Los viajes de Gulliver» la utopía satírica del irlandés Jonathan Swift (1667-1745), uno de los grandes de la literatura universal. Esta novela de pedagogía moral tiene la ventaja sobre otras que en el pasado han sido citadas, de que realmente fue escrita y publicada, y se encuentra en las colecciones para niños y adolescentes. No como los aun inhallables y seguramente inexistentes libros de Sócrates presumidos por el ex presidente Menem, cuya incuria literaria es proverbial. La verdad y el conocimiento no se encuentran solamente en los diarios y la televisión, aunque a menudo algunos de estos medios nos informen sobre ciertos asuntos importantes.

Swift, quien escribía con ánimo crítico para los políticos de su tiempo, inventa un país donde sus sabias autoridades, hartas de charlatanería, prohíben el habla. ¡Nunca más las palabras!, ordenan. Esa temeraria legislación, una censura total y absoluta que afectaba a todos sin excepción, incluyendo a los propios legisferantes, tuvo dificultades para su aplicación. Fue tenazmente resistida por las mujeres, que veían coartados sus hábitos parlantes. (Para despejar las acusaciones justificadas de machismo, advierto que me remito a citar solamente el relato de Swift respecto de los hombres de la extravagante sociedad que historia, que no necesariamente comparte el autor de esta nota.). Pero lo más grave fue que para reemplazar el habla de la gente se pretendiera utilizar las cosas visibles y palpables. Los ciudadanos debían ir cargados con bolsas de objetos que se mostraban o se intercambiaban entre sí para entenderse en silencio. Si uno quería decir «mesa», por ejemplo, debía llevarla consigo para exhibirla. Los más ricos podían hacerlo con sirvientes y lacayos, o con burros de carga, pero no los carentes de toda acumulación material, lo que constituía un irritante privilegio comunicativo. Pero aun entre quienes eran felices propietarios, resultaba incómodo tener a mano todos los objetos del mundo, que, como dice el Código Civil son fungibles, no fungibles, movientes, semovientes e inmuebles, entre otras cosas. Si las palabras son insuficientes (o sobreabundantes por su ambigüedad e imprecisión) para describir la realidad, su reemplazo por las cosas es un impedimento alucinante.

Nada hay más complejo que la relación entre los dichos y los hechos, las cosas y las palabras. La coincidencia es infrecuente en la política argentina. Allí suelen esconderse la mentira y la falsa promesa, la incompetencia y la ignorancia, la impotencia y el voluntarismo, la esperanza de lo posible y la resignación de lo imposible, la ficción y la realidad. Entre la palabra y la cosa, el decir y el hacer, el prometer y el cumplir hay siempre un vínculo inseguro, un embrollo inquietante y conflictivo.

Claro que los gobernantes trabajan mayormente con palabras escritas en forma de decretos, resoluciones y leyes, que a veces sí y otras menos o nada, son eficaces a los fines previstos. También los discursos y las declaraciones buscan resultados: cuando un demagogo inflige sus neuróticas arengas, puede despertar entusiasmos, disparar ilusiones, levantar voluntades deprimidas; o bien, más luego, provocar nuevas decepciones e incredulidades. Es que los decires, sobre todo si se dan al viento patagónico, resultan volátiles. Pero la volatilidad, considerada desde la ciencia física, no inhibe y por el contrario puede generar explosiones, o menos dramáticamente, unos chispazos de fosforescencia trivial, que se apagan de inmediato.

El presidente Kirchner tiene sus modalidades de gobierno. No digo «estilo K», porque esta expresión denota aires publicitarios en exceso ficcionales. Estilo, por lo demás, es muy bella palabra que define atributos distinguidos y peculiares que no hace falta discriminar en este caso. A esta modalidad podríamos adjudicarle un nombre: declaracionismo, una especie de gestualidad verbal, tendencia que consiste en reducir la gestión de gobierno a la actividad oratoria.

Ese modo de encarar la vida pública no es, quizá, un error, sino una exigencia fatal de la realidad circundante. En un Estado raquítico, sin sociedad civil actuante pero quejosa, y sometida a las decisiones efectivas del poder real que está fuera del gobierno, es quizá lo único que pueden hoy hacer los gobernantes. Las restricciones que padece la Argentina no son tan virtuales como las declaraciones del presidente: excepto la repercusión de sus discursos, el gobierno carece de los instrumentos de un Estado soberano.

Un ejemplo es el anuncio que los ejecutivos máximos de Telefónica, proclamado, no desde sus propios palacios centrales, sino en el Salón Blanco de la mismísima Casa Rosada. Desde allí, en ese escenario histórico de las potestades de la Nación, el presidente de Telefónica española prometió inversiones para el desarrollo del sistema de comunicaciones bajo su dominio. El hecho de que la decisión y ejecución de semejante obra sean ajenas al gobierno, que en esto no corta ni pincha, no le ha privado al presidente asistir a dicho acto. Oportuno y ubicuo, ya que estaba en su casa, efectuó declaraciones algo banales sobre el desempeño de las empresas. Y, desde luego, de eso se habla todos los días, se refirió a las tarifas -congeladas a niveles que, debe reconocerse, son muy altas para la capacidad de pago de los argentinos.

Como tampoco son rentables para las prestadoras del servicio telefónico, esas tarifas no hacen feliz a nadie, y sería mejor que no se hablara más de ellas.

Lo recomendable es siempre la discreción. El refrán ya lo enseña: el pez por la boca muere. Sería grotesco fantasear con políticos mudos o con la boca cosida, pero las personas que tienen responsabilidades ejecutivas deben medir su oralidad y silencio con cierto rigor. El declaracionismo tiene bemoles peligrosos, aun cuando soplen los trombones y flautines de las viejas bandas municipales de indigentes resonancias épicas. El poeta latino Horacio, diez años antes de Jesús, escribía: «Los montes están de parto, y darán a luz a un ridículo ratón». Se burlaba así de los dramaturgos de su tiempo, que al principio de sus tragedias anunciaban acontecimientos extraordinarios y fantásticas hazañas de sus héroes, pero que terminaban decepcionando al público con pasajes banales y sin significación alguna.

Y esta cita literaria permite retomar la metáfora de Jonathan Swift. Un ciudadano ilustrado no le pide al presidente que no hable, mas bien le exige que deje hablar a los demás. Tampoco que, en vez de discursos, cargue en sus hombros gasoductos o centrales digitales para que el pueblo lo entienda y crea; ni que muestre en la plaza pública a los ladrones que de vez en cuando apresen las fuerzas del orden, con cadenas y enjaulados. El ciudadano ilustrado nada más suplica que no anuncie partos cordilleranos que, al final, generen un pícaro ratoncillo detrás del queso.


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