Pesadillas patagónicas

Por James Neilson

A muchos europeos y norteamericanos, la mera palabra Patagonia suena tan misteriosa como Tíbet. En el idioma inglés, ha dado pie a un género literario sin duda menor, pero bastante respetable, en el que el narrador civilizado describe con humor benévolo las rarezas que según él encontró a cada paso cuando la visitaba. Sin excepciones, los viajeros la han tomado por una región exótica y desconocida en la que cabe virtualmente cualquier cosa: animales extraños, gentes pintorescas, ciudades perdidas, manadas de dinosaurios, riquezas subterráneas, reinos por fundar y ¿por qué no? una nueva y acaso gloriosa nación. Será en parte por eso que los directivos del «New York Times» decidieron ubicar en la tapa de su diario nada sensacionalista una nota de su corresponsal Larry Rohter sobre la posibilidad de que los patagónicos, enfurecidos por la ineptitud crónica porteña y convencidos de que la Argentina seguirá siendo ingobernable, opten por independizarse.

La reacción fue inmediata. Gobernadores y diputados patagónicos juraron que nunca jamás se les había ocurrido pensar en tamaña barbaridad. La Legislatura neuquina en pleno se movilizó para descalificar la idea. Jorge Sobisch, es de suponer consciente de que la alusión a su «ascendencia croata», podría hacer pensar que como buen descendiente de yugoslavos le encantaría la balcanización, afirmó que la hipótesis de una secesión «no existe en mi cabeza, ni en la de ningún argentino». Personajes citados por Rohter lo acusaron de haber tergiversado sus palabras.

El escozor que sintieron los patagónicos mismos puede entenderse. La división de un país en dos o tres es un asunto serio. Puede significar guerra y muerte, éxodos y hambrunas, familias despedazadas, odios que duren generaciones. Los costos de una aventura de este tipo podrían ser enormes y los beneficios muy escasos. Incluso si el país que se desintegre es tan monstruoso como era la Unión Soviética, los desastres provocados son a menudo atroces, y nadie en sus cabales equipararía la Argentina con aquella dictadura asesina. Para colmo, un eventual conato independentista se inspiraría en un malentendido: el gran problema argentino es político y no hay motivo alguno para creer que los políticos patagónicos son tan diferentes de sus congéneres del resto del país. Con todo, a los preocupados por el futuro les hubiera convenido tratar el tema con menos pasión evidente: tanto aquí como en otras partes, oponerse con vehemencia a una idea puede servir para alimentarla, sobre todo cuando los más resueltos a aplastarla antes de que eche raíces conforman un establishment político desprestigiado.

Ahora bien: tal y como ha sucedido en diversas ocasiones en el pasado, gracias en cierta medida a quienes dicen creer maligna la fantasía de una Patagonia independiente, dueña de sus recursos naturales y libre de la corrupta burocracia porteña, está flotando en el aire. Por lo pronto, la nube así supuesta es tenue: el independentismo del sur brasileño, para no hablar de la «Padania» noritaliana, de la Escocia británica, el Quebec canadiense y del País Vasco español es incomparablemente más fuerte. Pero andando el tiempo podría consolidarse. Para impedir que esto ocurra, será necesario algo más que denuncias indignadas formuladas por políticos. De más está decir que la mejor forma de ahuyentar al espectro consistiría en reformar las instituciones gubernamentales argentinas para que no existieran motivos, auténticos o imaginarios, para que alguien, trátese de un periodista norteamericano o un aspirante a libertador patagónico, se sintiera tentado a jugar con la noción de que la independencia sería «la solución» para los problemas de una región determinada.

¿Por qué dio tanta importancia el «New York Times», un diario serio e antiimperialista, a un asunto que dista de estar a la cabeza de la lista de preocupaciones argentinas, y ni hablar de las internacionales? Una razón consistiría en que el tema de la secesión es de por sí impactante y, de todos modos, es más fácil comprenderlo de lo que es entender otros aspectos del fenomenal embrollo criollo. Asimismo, visto desde Nueva York parecería lógico que el fracaso de «la Argentina» provocara movimientos secesionistas: al fin y al cabo, es lo que ha sucedido en muchas otras latitudes. Claro, en Europa los independentistas pudieron aprovechar diferencias religiosas, étnicas y lingüísticas, además de bibliotecas enteras de agravios históricos imperdonables, mientras que en la Argentina dichos factores escasean porque es mínimo el peso de los pueblos indígenas que sí estarían en condiciones de redactar una proclama independentista plausible, pero tales detalles no parecerán demasiado importantes a los seducidos por la idea de volver a trazar el mapa de América del Sur.

También hay otro factor que es preciso tomar en cuenta. Muchos norteamericanos y europeos que en cierto modo se sienten responsables por la evolución de un mundo «globalizado» dan por descontado que la situación argentina es tan angustiante que es inevitable que sus elites terminen tomando medidas espectacularmente drásticas a fin de remediarla. A juicio de algunos, tales medidas tendrán que ser «revolucionarias»: supondrían una rebelión masiva contra el capitalismo, la injusticia social y la globalización que desembocara en una «alternativa», sea ésta algo totalmente inédito o, lo que sería más probable, una suerte de Cuba conosureña. Otros, empero, imaginan que «la solución» se encuadraría en el contexto preexistente y que, con la colaboración extranjera, la Argentina, se adapte al «mundo». La propuesta del recién fallecido Rüdiger Dornbusch de que el país renunciara su soberanía económica por algunos años para que una junta internacional, que vendría con muchísima plata para anestesiar a la gente mientras se sometiera a las operaciones quirúrgicas requeridas, restablezca el orden financiero, entraba en esta segunda categoría.

Por diferentes que parezcan, los planteos de ambos tipos tienen en común algo que es fundamental: la convicción de que la ciudadanía argentina sencillamente no tolerará el deterioro constante de su país y que por lo tanto estará más que dispuesta a intentar revertirlo tomando medidas realmente drásticas. Sin embargo, a juzgar por lo que ha sucedido a partir de la caída inducida del gobierno del presidente Fernando de la Rúa y la toma de poder del duhaldismo bonaerense, dicha ciudadanía no se siente atraída ni por una revolución izquierdista ni por un esfuerzo formalmente conjunto con los europeos y norteamericanos destinado a salvarla. Antes bien, parece haberse resignado a la decadencia por suponer que por malo que podría ser el continuismo, una ruptura sin que haya ninguna idea clara de lo que le convendría hacer sería infinitamente peor. Puede que la actitud pasiva -se habla mucho, pero se hace muy poco y los cambios que se dan se deben a nada más que la inercia-, así supuesta haya tenido la ventaja de ahorrarnos muchas calamidades, pero también ha constituido un obstáculo insuperable en el camino de una eventual recuperación.

Como era previsible, muchos creen que detrás de Rohter y el «New York Times» están «intereses creados» yanquis y europeos deseosos de apoderarse de las riquezas patagónicas, pero, aparte del hecho de que al Times no le gusten en absoluto las grandes empresas energéticas, si fuera así éstas ya hubieran sacado más ventaja de las oportunidades brindadas por los últimos gobiernos argentinos para apropiarse de la región. La Patagonia les es atractiva, qué duda cabe, pero no tanto como para exponerse a los riesgos tremendos que les supondría el desmembramiento de un país.

Lo que es innegable, empero, es que en las metrópolis principales del mundo el desafío planteado por los «estados fracasados», agrupación deprimente a la que la Argentina a veces parece resuelta a sumarse, sí se ha convertido en una cuestión prioritaria y por lo tanto no debería sorprendernos que hayan comenzado a proponerse «soluciones» forzosamente novedosas. Los dirigentes locales pueden repudiarlas por considerarlas grotescamente inaceptables, pero sería positivo que reconocieran que la crisis se ha hecho tan grave como dicen los emisarios del Primer Mundo que, con realismo imaginativo o con ligereza irresponsable, están tratando de prever cómo será el porvenir de un país como la Argentina que, por una multitud de razones, se las ha ingeniado para perderse en un laberinto de túneles oscuros. Así las cosas, lo pasmoso no es que periodistas y economistas de Estados Unidos hayan tratado de ubicar una «salida» factible, es que la clase dirigente nacional no ha actuado con el vigor suficiente como para que nadie en el exterior se sienta constreñido a perder el tiempo confeccionando desenlaces apocalípticos para el drama trágico nacional.


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