Plasma
A mediados de los '60 el legendariamente incorrecto William Burrough proclamaba en una entrevista con «París Review»: «Es hora de dejar el cuerpo humano atrás». Los '60, un momento propicio para una declaración semejante. En la misma entrevista aseguraba que también había llegado el tiempo de abandonar la esclavitud de las palabras para adentrarse en una libertad presuntamente radicada en las imágenes.
La profecía de Burrough se cumplió al revés y de una manera oscura. Casi 40 años después de sus afirmaciones la sociedad contemporánea (o la que suponemos vive en cierto grado de contemporaneidad) está bien aferrada al cuerpo como motor de ilusiones y alucinaciones, y aunque ha dado paso a un infinito número de imágenes (en un ida y vuelta constante entre la mente y la pantalla y viceversa), en su conjunto se trata más bien de una pintura brutal y poderosa.
La era de la imagen se halla emparentada al eslogan publicitario y no a la supraconciencia de un maravilloso «afuera» como quería el escritor de «Almuerzo desnudo». Tampoco se han hecho realidad sus anhelos de que las grandes plumas de la literatura fueran los guionistas de los mejores comerciales del futuro. Burrough se lo imaginaba a Norman Mailer escribiendo las líneas de un aviso de un yogurt descremado.
La verdad es que si alguna esclavitud mental existe es la que surge de la asociación obsesiva entre cuerpo e imagen. El ser humano como la proyección tridimensional de un hecho carente de palabras. Desencajado. Vaciado de fondo. Una imagen, por lo tanto, indiscutible. El hombre y la mujer permanecen atados a los reflejos y a las expectativas puestas sobre ese cuerpo.
Cinco orgasmos al hilo, el cruce en bicicleta por el desierto de Atacama, receptor neuronal de la nueva droga de moda, estómago abierto a las inquietudes golosas de su dueño o a los calvarios establecidos por las dietas, percepción disciplinada a los detalles de un filme en DVD. Hay una suerte de desinhibida exigencia, una rara forma de masoquismo en todo esto.
La propia significación de la palabra imagen está hoy en día enraizada con otra que la ha absorbido casi por completo: publicidad. No se trata de que una familia utilice tal o cual detergente, sino de las condiciones estéticas que soporta la visión de una familia. La normalidad no es propia de la imagen publicitaria, pero en la actualidad tampoco parece serlo del convenio periodístico, o de las vinculaciones informales que se dan entre amigos y parientes. La imagen tiende a una seudo perfección que apuntala el prejuicio.
El mundo ya no es el territorio de los sueños sobre el que escribió y pensó William Burrough. Sin embargo, estamos muy lejos de vivir en la era de la realidad. Esta más bien debería ser admitida como una hiperrealidad que, al igual que un globo gigantesco, nos eleva sobre los techos de nuestras casas.
Se han vuelto inadmisibles cierto pecados: engordar, deprimirse, desfallecer, disentir. Y la ausencia de los debates teóricos fuera de los ámbitos académicos es un signo de los tiempos que resalta entre muchos. Por diversos motivos registrados: porque, se dice, no conducen a nada, porque, aseguran, cada cual tiene su verdad, porque, en definitiva, para qué hacerse mala sangre. La ausencia de discusión de temas profundos (o temas a secas) revela en el mejor de los casos una profunda ignorancia y en el peor, el miedo a que las ideas que pudieran aflorar de tal situación perforen la escala de valores probada y conocida.
La imagen viene suplir estas carencias y le permite a cada cual tener su bastión desde donde combatir la duda. Con una remerita recién planchada basta para conjurar el mal, con un título alcanza para denotar sabiduría, con un gesto, con una monedita y, por qué no, con el color de los cabellos o el tamaño de los tríceps.
Todo un bendito aleluya cultural dedicado a esos hijos y nietos del no pensamiento, sin conflictos en la superficie de la piel. Personajes de colores danzando en una inmaculada pantalla de plasma.
Claudio Andrade
candrade@rionegro.com.ar
A mediados de los '60 el legendariamente incorrecto William Burrough proclamaba en una entrevista con "París Review": "Es hora de dejar el cuerpo humano atrás". Los '60, un momento propicio para una declaración semejante. En la misma entrevista aseguraba que también había llegado el tiempo de abandonar la esclavitud de las palabras para adentrarse en una libertad presuntamente radicada en las imágenes.
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