Poderes en conflicto
Por James Neilson
Cuando Carlos Menem quería ser reelegido por tercera vez consecutiva, sus amigos protestaron contra la injusticia monstruosa que según ellos sería «proscribirlo» sólo porque ya era presidente de la República. Del mismo modo, Néstor Kirchner y sus partidarios dicen que sería absurdo negarles al presidente y a sus ministros el derecho a criticar con su vehemencia habitual los fallos de los jueces porque, al fin y al cabo, es cuestión de algo que puede hacer cualquier ciudadano. En ambos casos, se trata de un sofisma peligroso. Tanto los límites constitucionales a los períodos presidenciales como el principio de que sería mejor que el jefe de Estado, por humano que sea, dejara tranquilos a los jueces, respetando así la autonomía de la Justicia, se basan en la necesidad de impedir que quien ya sería el hombre más poderoso del país cayera en la tentación de aprovechar las ventajas enormes así supuestas para transformarse en un tirano.
Dicha tentación es siempre muy fuerte, en especial en sociedades que se debaten en medio de crisis confusas en las que puede resultar irresistible la voluntad de simplificar todo entregando la suma de poder al líder. Ya que escasean los políticos que no se creen representantes del bien en su lucha eterna contra el mal, nunca es difícil persuadir a un presidente, aunque su trayectoria anterior haya sido impecablemente democrática, de que al país le convendría mucho que los legisladores y los integrantes del Poder Judicial abandonaran sus intentos de desvirtuar sus iniciativas por motivos presuntamente mezquinos, cuando no corporativos. Asimismo, si el presidente disfruta de cierta popularidad, sus simpatizantes comenzarán a decir, como efectivamente dijeron los alfonsinistas más entusiastas cuando don Raúl gozaba de la aprobación generalizada, que sería absurdo permitir que una Constitución anticuada, propia de la época de los carros de buey, privara a la gente de contar con su liderazgo luego de una fecha determinada.
En la Argentina actual, el desprestigio notorio de la Justicia se debe más que nada a la convicción universal de que, merced a décadas de politización sistemática, carece por completo de independencia. Por eso, el deseo de los dos camaristas que fallaron a favor de la excarcelación de Omar Chabán de excusarse de seguir interviniendo en el caso fue atribuido al miedo a que los kirchneristas se las arreglen para arruinar sus respectivas carreras. Puede que al presidente y a sus amigos no se les haya ocurrido actuar de forma tan burda, pero así y todo es evidente que muchos jueces dan por descontado que les resultaría costoso no tomar muy en serio los puntos de vista del jefe de Estado aun cuando a su entender sean incompatibles con la ley. Bien que mal, el presidente no es un ciudadano más. Cuando opina, muchos tiemblan.
Así las cosas, puede considerarse muy saludable el «conflicto de poderes» que desataron las vicisitudes más recientes de los casos de María Julia Alsogaray y Chabán. Por «insensatos» o «autistas» que fueran los fallos de los camaristas, por lo menos sirvieron para que muchos otros jueces, encabezados brevemente por Eugenio Zaffaroni, reaccionaran frente a un intento desembozado por parte del Poder Ejecutivo de obligarlos a adaptar sus sentencias a lo que se supone es el clima de opinión imperante que hoy en día es llamativamente vengativa.
De todos modos, mientras que por razones patentes la prisión preventiva es necesaria cuando existen buenos motivos para creer que en libertad un acusado no tardará en volver a robar, violar o matar, la posibilidad de que Alsogaray y Chabán reincidan es nula. Tampoco parece muy grave el riesgo de que traten de huir. ¿Por qué, pues, provocaron tanta indignación sendos fallos? Porque la gente quiere verlos sufrir sin que le importen para nada los engorrosos detalles legales. Para muchos, tal actitud resultará comprensible, pero no tiene nada que ver con el respeto por la Justicia. Antes bien, refleja el desprecio que tantos, comenzando con algunos miembros del gobierno nacional, sienten por la ley.
Entre los preocupados por el estado de las instituciones, se da un consenso en el sentido de que el sistema político argentino es demasiado presidencialista y que por lo tanto deberían fortalecerse los poderes Legislativo y Judicial. Sin embargo, entre los demás se da otro consenso, uno que es un tanto menos teórico, según el cual el eventual desmoronamiento del poder del presidente Kirchner abriría las puertas al caos, razón por la cual les corresponde a los legisladores y a «la corporación» judicial desistir de poner palos en la rueda del Ejecutivo. Los comprometidos con esta segunda postura suelen imaginarse realistas, pero lo que quieren muchos, acaso la mayoría, es que el presidente de turno monopolice las responsabilidades, ahorrándoles a los demás oficialistas la necesidad a menudo desagradable de asumirlas. Será por eso que como consecuencia de la gran crisis que se agravó con la desintegración del «modelo menemista», el Congreso nacional parece haber optado por dar un paso al costado y los representantes del Poder Judicial sencillamente no saben qué hacer frente a la anarquía jurídica que fue causada por el default, la devaluación y la pesificación arbitraria.
Con todo, es forzoso reconocer que el presidente Kirchner se encuentra en una posición incómoda. Si procura permitir que las demás instituciones recuperen el prestigio perdido y por lo tanto su autoridad, a ojos de muchos debilitaría el poder de la presidencia, al multiplicarse las ocasiones en las que no le sería dado obligarlas a respaldar sus iniciativas. En cambio, si sigue marginando al Congreso porque le es más fácil gobernar con decretos y tratando a ciertos jueces como si los creyera idiotas, robustecerá su propia imagen en desmedro de aquella de las instituciones fundamentales de la República. Mientras que en Estados Unidos las derrotas experimentadas por el presidente en el Congreso o en los tribunales no necesariamente hacen pensar que es un debilucho incapaz, aquí suelen tomarse por evidencia de que una vez más el país se ha acercado al abismo.
Virtualmente nadie ignora que el futuro de la Argentina dependerá en buena medida de la capacidad de sus dirigentes para mejorar la calidad de sus instituciones, trátese de, entre otras, los partidos políticos, los diversos parlamentos, la administración pública y, de más está decirlo, el Poder Judicial. Sin embargo, tal es la lógica del presidencialismo, que es natural que el ocupante de turno de la Casa Rosada actúe de tal modo que las instituciones terminan debilitadas. Puesto que no es del interés de Kirchner brindar la impresión de ceder ante las presiones ajenas, sus operadores conspiran constantemente contra las fracciones que no le responden, de esta manera fomentando el internismo en su propio partido y, el transversalismo mediante, tratan de socavar a las agrupaciones opositoras también. Asimismo, consciente de que muy pocos confían en el Poder Judicial, el presidente embiste contra aquellos jueces cuyos fallos «escandalizan» a la gente, con el propósito de conseguir más votos para sus partidarios en octubre o por lo menos algunos puntos adicionales de popularidad para sí mismo.
El que Kirchner se esfuerce por complacer a sus simpatizantes cumpliendo el papel de primer juez, primer economista, primer trabajador, primer piquetero y, desde luego, primer mandatario de la Nación, puede considerarse comprensible, pero es demasiado para un solo hombre. Cuando las responsabilidades son compartidas, un sistema político está en mejores condiciones para superar las etapas difíciles de lo que estará si se ven concentradas en las manos de una persona. Por desgracia, empero, una vez consolidado el presidencialismo es casi imposible diluirlo sin que la reducción del poder relativo del presidente provoque tantos males que a juicio de muchos sería mejor resignarse a convivir con la enfermedad de lo que sería arriesgarse intentando remediarla.
Cuando Carlos Menem quería ser reelegido por tercera vez consecutiva, sus amigos protestaron contra la injusticia monstruosa que según ellos sería "proscribirlo" sólo porque ya era presidente de la República. Del mismo modo, Néstor Kirchner y sus partidarios dicen que sería absurdo negarles al presidente y a sus ministros el derecho a criticar con su vehemencia habitual los fallos de los jueces porque, al fin y al cabo, es cuestión de algo que puede hacer cualquier ciudadano. En ambos casos, se trata de un sofisma peligroso. Tanto los límites constitucionales a los períodos presidenciales como el principio de que sería mejor que el jefe de Estado, por humano que sea, dejara tranquilos a los jueces, respetando así la autonomía de la Justicia, se basan en la necesidad de impedir que quien ya sería el hombre más poderoso del país cayera en la tentación de aprovechar las ventajas enormes así supuestas para transformarse en un tirano.
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