Policiales

Policiales Por Osvaldo Alvarez Guerrero La información policial (en especial la de los homicidios dolosos y otros crímenes graves) abruma y hechiza al lector y al televidente compulsivo. En los periódicos y los servicios informativos representa un tercio del total de las noticias. Sabemos de los secuestros y las violaciones, aunque no de sus autores, sí bastante sobre sus víctimas famosas. Carecemos del mismo detallado anoticiamiento mediático sobre los celulares, automóviles, bicicletas y otros objetos que se hurtan regularmente. De estas vulgares ofensas a la propiedad tenemos experiencia directa o transmitida por vecinos, parientes y amigos. Pero el conocimiento actualizado de la realidad delictiva no es confortable para los tiempos de holganza y buena vida que se supone busca el veraneante con hábitos lectores bajo la sombrilla, junto al mar o ante el paisaje de bosques y montañas. Durante las vacaciones la información sobre la inseguridad diaria conviene que se reemplace -o en todo caso, que se adorne con una moderada imaginación- leyendo buena literatura policial. Paradojalmente, algunos libros detectivescos pueden resultar un antídoto, o acaso un bálsamo para los neuróticos efectos con que nos bombardea la realidad violenta, tal como es recogida por los medios de prensa, que de nada se privan. La ventaja positiva de leer los libros de misterio que ostenten cierto prestigio literario, y siempre que no sean esas burdas copias de sangre, sexo y droga de la así bien llamada "novela negra", es que nos distraen con elegancia y nos divierten sin asustarnos. Para ello recomiendo la lectura de las viejas novelas policiales de la escuela británica. Combinaban fina psicología, personajes pintorescos e inteligentes. Describían un mundo adaptado a una moral firme, en el que hasta la sordidez que la perturbaba tenía un cierto encanto snob. La ficción estaba claramente diferenciada de la realidad, no como ahora. La ley se imponía. Los crímenes se develaban, merced a la inteligencia y la astucia del investigador, no por la violencia y el poder del gatillo. Era un mundo de imaginarios dicotómicos, que no volverá, y por lo tanto es imprescindible recordarlo con la nostalgia que endulza las almas. La celebre colección "El Séptimo Círculo", que en los años 40 del pasado siglo fundaron y dirigieron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, está siendo reeditada y se encuentra en las librerías. Algunas de esas novelas son verdaderas maravillas de ingenio y estilo literario. No se reducen a la mecánica de la policial con problema del tipo ¿quién es el asesino?, como aquellas geométricas trampas que constituyen la monotonía de Conan Doyle y Agatha Christie. Por ejemplo, aconsejo "La torre y la muerte", de Michael Innes (1944), que mezcla ironía, erudición literaria, una bella historia de amor y una colorida pintura de las clases sociales en la Escocia rural de los castillos y las leyendas. Borges compara a Innes con Robert Stevenson por la limpia sutileza de su estilo. Innes, cuyo verdadero apellido era Stewart, era en realidad un afamado académico, autor de estudios críticos sobre Shakespeare y la literatura clásica latina. Vivió unos meses en Buenos Aires en tiempos de la Segunda Guerra, trabajando, presumiblemente, para el servicio de espionaje británico y allí conoció a Borges y a Bioy, sinceros antinazis y anglófilos. Otra excelente novela de la colección es de Eden Phillpotts (1862-1960), se titula "El señor Digweed y el señor Lumb" y data de 1945. La pulcra versión del español es de Leonor Acevedo, la mítica madre de Borges, y esa circunstancia es un regalo para el lector que se complace en hurgar por las peripecias de las traducciones y los arcanos de la relación filial. Borges elevó a Phillpotts a la selecta cumbre de los grandes, quizá con exageración, junto con Rudyard Kipling y Joseph Conrad. Phillpotts ubica sus ficciones en el sudeste de Inglaterra, tierras bajas de niebla y soledad que guardan un confuso atractivo. Allí teje misterios, con estrafalarios personajes y honestos policías provinciales. El numero uno de la colección del Séptimo Círculo escapa sibilinamente al modelo tradicional. Es la conmovedora historia de una venganza frustrada, "La bestia debe morir", de Nicholas Blake, seudónimo de Cecil Day-Lewis, un gran poeta de izquierda que figura en todas las antologías de poesía inglesa. Los no expertos lo podrían conocer más bien por ser el padre del famoso intérprete cinematográfico Daniel Day Lewis. El libro, escrito en 1937, comienza con una frase célebre para el género policial, cuyas reglas el autor traiciona con maestría: "Voy a matar a un hombre; no sé cómo se llama, no se dónde vive, no tengo idea de su aspecto; pero voy a encontrarlo y lo mataré". Y lo concluye con una insondable cita del Eclesiastés, 3, 19: "La bestia debe morir, el hombre muere también, sí, ambos deben morir". Quizá estas novelas, además del placer estético que otorgan, dejen ocasionalmente enseñanzas prácticas para defenderse en la selva indócil de la cotidianidad. Tengo un amigo, culto y eficiente político familiarizado con las deducciones detectivescas. Le hurtaron, en una fiesta de bodas, sus dos miniteléfonos celulares. Luego de seis meses de prolija investigación personal -la policía no se ocupa de estas minucias de la ilegalidad-, entre los sospechosos de su entorno social descubrió que el ladrón no era un político, ni un vigilante privado, ni un sindicalista, como creía. Fue su mujer, que deseaba comprobar infidelidades conyugales. El matrimonio subsiste un poco deteriorado. Mi amigo, cautamente, ya no usa celulares, pero sigue leyendo buenos policiales.

La información policial (en especial la de los homicidios dolosos y otros crímenes graves) abruma y hechiza al lector y al televidente compulsivo. En los periódicos y los servicios informativos representa un tercio del total de las noticias. Sabemos de los secuestros y las violaciones, aunque no de sus autores, sí bastante sobre sus víctimas famosas. Carecemos del mismo detallado anoticiamiento mediático sobre los celulares, automóviles, bicicletas y otros objetos que se hurtan regularmente. De estas vulgares ofensas a la propiedad tenemos experiencia directa o transmitida por vecinos, parientes y amigos.

Pero el conocimiento actualizado de la realidad delictiva no es confortable para los tiempos de holganza y buena vida que se supone busca el veraneante con hábitos lectores bajo la sombrilla, junto al mar o ante el paisaje de bosques y montañas. Durante las vacaciones la información sobre la inseguridad diaria conviene que se reemplace -o en todo caso, que se adorne con una moderada imaginación- leyendo buena literatura policial. Paradojalmente, algunos libros detectivescos pueden resultar un antídoto, o acaso un bálsamo para los neuróticos efectos con que nos bombardea la realidad violenta, tal como es recogida por los medios de prensa, que de nada se privan. La ventaja positiva de leer los libros de misterio que ostenten cierto prestigio literario, y siempre que no sean esas burdas copias de sangre, sexo y droga de la así bien llamada «novela negra», es que nos distraen con elegancia y nos divierten sin asustarnos.

Para ello recomiendo la lectura de las viejas novelas policiales de la escuela británica. Combinaban fina psicología, personajes pintorescos e inteligentes. Describían un mundo adaptado a una moral firme, en el que hasta la sordidez que la perturbaba tenía un cierto encanto snob. La ficción estaba claramente diferenciada de la realidad, no como ahora. La ley se imponía. Los crímenes se develaban, merced a la inteligencia y la astucia del investigador, no por la violencia y el poder del gatillo. Era un mundo de imaginarios dicotómicos, que no volverá, y por lo tanto es imprescindible recordarlo con la nostalgia que endulza las almas.

La celebre colección «El Séptimo Círculo», que en los años 40 del pasado siglo fundaron y dirigieron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, está siendo reeditada y se encuentra en las librerías. Algunas de esas novelas son verdaderas maravillas de ingenio y estilo literario. No se reducen a la mecánica de la policial con problema del tipo ¿quién es el asesino?, como aquellas geométricas trampas que constituyen la monotonía de Conan Doyle y Agatha Christie.

Por ejemplo, aconsejo «La torre y la muerte», de Michael Innes (1944), que mezcla ironía, erudición literaria, una bella historia de amor y una colorida pintura de las clases sociales en la Escocia rural de los castillos y las leyendas. Borges compara a Innes con Robert Stevenson por la limpia sutileza de su estilo. Innes, cuyo verdadero apellido era Stewart, era en realidad un afamado académico, autor de estudios críticos sobre Shakespeare y la literatura clásica latina. Vivió unos meses en Buenos Aires en tiempos de la Segunda Guerra, trabajando, presumiblemente, para el servicio de espionaje británico y allí conoció a Borges y a Bioy, sinceros antinazis y anglófilos.

Otra excelente novela de la colección es de Eden Phillpotts (1862-1960), se titula «El señor Digweed y el señor Lumb» y data de 1945. La pulcra versión del español es de Leonor Acevedo, la mítica madre de Borges, y esa circunstancia es un regalo para el lector que se complace en hurgar por las peripecias de las traducciones y los arcanos de la relación filial. Borges elevó a Phillpotts a la selecta cumbre de los grandes, quizá con exageración, junto con Rudyard Kipling y Joseph Conrad. Phillpotts ubica sus ficciones en el sudeste de Inglaterra, tierras bajas de niebla y soledad que guardan un confuso atractivo. Allí teje misterios, con estrafalarios personajes y honestos policías provinciales.

El numero uno de la colección del Séptimo Círculo escapa sibilinamente al modelo tradicional. Es la conmovedora historia de una venganza frustrada, «La bestia debe morir», de Nicholas Blake, seudónimo de Cecil Day-Lewis, un gran poeta de izquierda que figura en todas las antologías de poesía inglesa. Los no expertos lo podrían conocer más bien por ser el padre del famoso intérprete cinematográfico Daniel Day Lewis. El libro, escrito en 1937, comienza con una frase célebre para el género policial, cuyas reglas el autor traiciona con maestría: «Voy a matar a un hombre; no sé cómo se llama, no se dónde vive, no tengo idea de su aspecto; pero voy a encontrarlo y lo mataré». Y lo concluye con una insondable cita del Eclesiastés, 3, 19: «La bestia debe morir, el hombre muere también, sí, ambos deben morir».

Quizá estas novelas, además del placer estético que otorgan, dejen ocasionalmente enseñanzas prácticas para defenderse en la selva indócil de la cotidianidad. Tengo un amigo, culto y eficiente político familiarizado con las deducciones detectivescas. Le hurtaron, en una fiesta de bodas, sus dos miniteléfonos celulares. Luego de seis meses de prolija investigación personal -la policía no se ocupa de estas minucias de la ilegalidad-, entre los sospechosos de su entorno social descubrió que el ladrón no era un político, ni un vigilante privado, ni un sindicalista, como creía. Fue su mujer, que deseaba comprobar infidelidades conyugales. El matrimonio subsiste un poco deteriorado. Mi amigo, cautamente, ya no usa celulares, pero sigue leyendo buenos policiales.


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