Política precaria

El fracaso de la política como instrumento de decisión pública queda, en ocasiones, expuesto en su máxima expresión. Ello sucede cada vez que nos encontramos frente a situaciones de fuerte gravedad institucional que afectan al común de la sociedad, ante las cuales se intentan tan sólo medidas que apuntan a reducir la ansiedad colectiva suscitada.

Esas medidas no se dirigen, como sería razonable esperar, a abordar los aspectos nucleares de tales eventos. Tampoco a revisar cuánto de estructural y crónico existe en su conformación. Se ocupan, en cambio, de ejecutar la primera ley del programa gatopardista: “Cambiar algo para que, en realidad, nada cambie”.

La política precaria consiste en una modalidad fallida de la política a raíz de la errónea aproximación epistemológica al problema que se tiene enfrente. En primer lugar porque no pretende resolverlo y, más luego, debido a que deja librada su complejidad al desencadenamiento de factores posteriores e imprevisibles.

De modo que la crisis cuyo tratamiento hoy se pretende evitar habrá, muy probablemente, de volver mañana potenciada.

Se trata de una política de cosmética fácil que distrae la atención de los aspectos centrales del problema. Es decir, desplaza su foco del centro a la periferia y, de ese modo, articula una lectura de los sucesos que no se condice con la práctica institucional problemática.

Esas prácticas institucionales, en tanto ajenas a las dinámicas democráticas, al debate público y a los controles, prefieren ser dejadas de lado por la política precaria. Operan a modo de tabú autodestructivo, en la medida que contienen consigo el germen de conflictos aún irresueltos y no detonados.

Tal modalidad de la política esconde un profundo desprecio por los representados, en tanto entes cosificados, sumidos en la previsible lógica de la contabilidad estadística. Ellos sólo cuentan como objeto de manipulación y no en tanto sujetos de los que emana la fuente inequívoca del poder soberano.

Corrompe el pacto entre gobierno y gobernados, además, porque frustra la ejecución de medidas que deberían servir para minimizar los efectos negativos que ciertas prácticas institucionales presentan en cuanto tales.

No se trata de un quehacer neutral, ni tampoco de una actividad de riesgo cero, puesto que la política precaria evita hacerse cargo de la responsabilidad que le cabe en tanto causa generadora de las crisis institucionales que pretende esconder. Y ello es así porque en su evitación aumenta el poder lesivo de la complejidad y el conflicto.

Dicha precariedad aspira a la supervivencia de los funcionarios que la manipulan y no, en cambio, a la gestión o resolución de los problemas que se enfrentan. Ellos suelen ser crónicos o estructurales, inherentes a ciertas costumbres y prácticas institucionalmente establecidas.

Así, el fracaso de gestión que se disfraza con maniobras que pretenden denotar actividad y decisión no tarda en quedar expuesto ante los ojos del gran público. Por ello, la política precaria tiene asegurado su fracaso: si bien se desconoce la hora y fecha de su desplome, lo cierto es que aquél finalmente acabará sucediendo.

Lo que resulta profundamente desalentador es el tiempo y la energía que sus operadores consumen para lograr su propia supervivencia y, simultáneamente, el muy elevado costo que tal perfil de la política trae aparejado en término colectivos.

Sus artífices de turno incurren así en un pecado político capital. Aquél radica en no aprovechar las oportunidades para ejecutar los cambios y las transformaciones que un escenario de crisis trae consigo.

Pretenden, de ese modo, sortear el conflicto sin siquiera poner pie en el campo problemático. Y así pierden la oportunidad que toda frustración implica, en tanto acontecimiento no deseado que puede ser capitalizado para refundar convicciones y sortear obstáculos.

Un ejercicio sensato de la ciudadanía debería interpelar seriamente a esa modalidad de la política.

*Profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)

Se trata de una política de cosmética fácil que distrae la atención de los aspectos centrales del problema. Es decir, desplaza su foco del centro a la periferia.

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Se trata de una política de cosmética fácil que distrae la atención de los aspectos centrales del problema. Es decir, desplaza su foco del centro a la periferia.

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