Por la luz que mealumbra: Pedagogía inversa

Papá, ¿por qué somos de Ríver?

Joaquín tenía siete años en 1995 y los «millonarios» eran una máquina de perder.

El padre no sabía explicarle que aquéllo era tan inevitable como el código hereditario en los cromosomas (la oveja «Dolly» se reiría de esta anacrónica analogía). Uno puede cambiarse el nombre o el apellido, puede renegar de sus padres, de su patria y de la sociedad aislándose en una montaña. Puede cambiarse la forma de la nariz, de partido político, de mujer y de religión. Puede hasta cambiar de sexo, pero jamás de los jamases podría uno cambiarse de equipo de fútbol.

El más tonto de los motivos puede hacer que nos hagamos hinchas de un equipo: porque el arquero se parecía a nuestro tío preferido, porque los colores de la camiseta eran los de la remera de la chica que nos gustaba, o simplemente por herencia paterna. Pero una vez que la decisión está tomada no hay marcha atrás. No hace falta ser fanático, sólo es suficiente ser un distraído simpatizante para que aun así aquel compromiso de hierro se grabe en un rincón profundo y misterioso de nuestro afecto.

Es verdad que uno puede hacer lo que quiera con esa decisión: puede ejercerla sufriendo o festejando, puede hacerse el indiferente en las malas y disfrutar las buenas, o puede ignorarla. Pero aquella parcialidad existe aunque más no sea en vida latente, y no admite traición.

Joaquín, es claro, no entendería todo esto y sólo le quedaba resignarse. Quizás como protección se aficionó al básquet de la NBA. Era un deporte lindo de ver y no generaba pasiones que pudieran herir susceptibilidades.

Ningún mal dura cien años y por suerte con Ramón Díaz llegó el tricampeonato. Su padre se sintió aliviado, no tanto por hincha ya que en realidad a él nunca le había interesado demasiado el fútbol, sino por ser responsable de la herencia «gallina». Al ejercer de padre, aquel punto se había transformado en una de esas materias que había que aprobar. Claro que aquella asignatura no era nada sencilla. Es más, había que recurrir a una compleja pedagogía inversa.

En la vida diaria eran importantes los valores de libre elección, libertad y tolerancia. El competir antes que el ganar. Y el respeto al circunstancial contrincante. Sin embargo, en el fútbol los principios se invierten salvajemente y son respetados a rajatabla por el más «pecho frío» de los simpatizantes. A saber:

-La madurez futbolera es más precoz que la sexual, se logra a los 9 años y a partir de allí la elección tomada por un club es un sino.

-La opción de hinchar por un club viene atada a otra de aborrecer a otro equipo históricamente rival (de ahora en más denominado el archirrival).

-El podio es para la gilada, salir segundo no sirve y tercero no existe.

-Es bueno jugar buen fútbol, pero si perdés a nadie le importa.

-Ganar es fun-da-men-tal.

-Es casi tan fundamental como que el archirrival pierda. Incluso cuando éste juega en el exterior. No hay patriotismo que valga.

-Si tu equipo pierde es malo, pero si en la misma fecha el archirrival gana es desastroso (pero si también pierde es un consuelo tonto, pero consuelo al fin)

-La vuelta olímpica en el estadio archirrival es «Lo má grande q»hay».

Acunado con este racimo de salvajes principios, Joaquín, como cualquier niño sano, creció preparado para enfrentar el caballeresco deporte de la pelota y sentirse aceptado por sus pares.

La ilusión de ir a conocer «El Monumental» siempre estuvo presente y significaban dos cosas: el rito de consumación gallina de Joaquín y el examen final del padre. Aunque ese momento se hizo esperar, llegó con un viaje a Buenos Aires un domingo de amenazantes nubes.

Caminaron entre una marea de hinchas y en cada paso se esculpía un perdurable recuerdo en la memoria de aquel niño. Por las calles de Núñez el estadio asomaba inmenso encima de los techos de las casas. Ya adentro, atravesaron un laberinto de amplios y penumbrosos pasillos, subieron escaleras y al final un rectángulo luminoso preanunciaba el espectáculo.

El verde de la cancha encandiló las expectativas y Joaquín miró a su padre como para corroborar lo que veía. Mientras caminaban entre aquellas graderías llenas de banderas que parecían venirse encima, el padre sintió que había aprobado con 9,50 y que no hay mayor regalo que el asombro brillando en los ojos de un hijo.

Alfombras afganas de los años últimos.

Las guerras y sus luchas épicas fueron un tema recurrente en las expresiones artísticas.

Desde los dibujos en las paredes de las cuevas de Altamira, pasando por los relieves egipcios y cerámica griega, hasta la pintura del siglo XIX, han mostrado guerreros triunfantes y batallas sangrientas a las que admiramos sin prejuicio alguno. Los artistas y artesanos eran los que documentaban el paso de la historia en sus obras.

A partir del siglo XX, fue de los medios de comunicación la responsabilidad de pintar el transcurso de la vida. En ellos quedará todo el legado histórico de nuestros últimos años y el «arte» ha sido el reflejo o la herida de aquéllos sobre nuestro espíritu. En este siglo también hemos desarrollado aceptables argumentos para pensar que ser un pueblo guerrero no nos ennoblece como en épocas anteriores.

Cuando observamos las alfombras afganas con motivos bélicos es inevitable sentir una congoja. Los clásicos arabescos se han transformado en un catálogo de armamentos.

Pero nuestro sentir es sólo un gesto de ingenua ética occidental, las ametralladoras de hoy son igual que los arcos de ayer. Desde hace décadas los afganos ven más aviones que pájaros. Las bombas matan más ovejas que los lobos y los tanques dejan huellas más profundas que una estampida de caballos salvajes. Al fin de cuentas esas alfombras son su arte y ellos todavía siguen contando su historia en la trama y los colores de ese tejido.

Horacio Licera

hlicera@rionegro.com.ar


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