Cuando la República democrática entra en acción

Hay tres maneras de entender la división de poderes que caracteriza a una república democrática. La primera visión dice que los tres poderes del Estado deben actuar en sintonía con el gobierno de turno, y cuando no lo hacen la democracia se ve menoscabada. Hemos visto esta teoría prevalecer tanto durante los años 90 con la Corte con “mayoría automática” que acompañó las dos presidencias de Carlos Menem, como en la interpretación de Cristina Kirchner, observando cada decisión de la Corte como guiada por intereses políticos ajenos a la misma: durante su presidencia se le endilgaba actuar como partido opositor; y ahora, como herramienta judicial del Ejecutivo. En el fondo, la división de poderes operaría en esta visión como un velo de encubrimiento de los verdaderos y reales intereses de los factores de poder real que actúan detrás de la escena o en el seno de las instituciones. La base de esta doctrina es la idea “decisionista” de que en una democracia el Gobierno está representado por uno sólo de esos poderes: el Ejecutivo.

La segunda visión dice que los poderes de la república deben frenar los impulsos mayoritarios o circunstanciales y los riesgos de que un poder se imponga sobre los otros, siguiendo la máxima de Montesquieu, “sólo el poder detiene al poder”. Una Corte Suprema que funcione como un poder “contramayoritario” y se atenga exclusivamente al resguardo de constitucionalidad y la correcta interpretación de las leyes a la hora de dictar sentencia, es lo que distingue a un sistema republicano, nos gusten o no los contenidos de dichos fallos y sus implicancias para la sociedad. Esta es la prueba de validez de un Estado de Derecho, la expresión más cabal de la independencia de los poderes: la obligación de los jueces de fallar según la ley, con independencia de toda doctrina o postura política, “con una venda en los ojos”. Es la expresión más tradicional del republicanismo como un contrapeso de la democracia: el poder de las leyes modera el poder de las mayorías.

La tercera interpretación explica que la virtud de una república democrática radica en la particular conjunción entre la división de poderes y la dinámica que permite que éstos, en su funcionamiento independiente generen resultados superadores a los que puede lograr cada uno por separado, en beneficio de la comunidad. En su libro Sobre la revolución, Hannah Arendt explica esta interpretación de la máxima de Montesquieu de este modo: el contenido real de la Constitución no significaba solamente la salvaguardia de las libertades civiles sino también el establecimiento de un sistema de poder enteramente nuevo. La frase “sólo el poder contrarresta al poder” debe completarse del siguiente modo: sin destruirlo, sin sustituir el poder por la impotencia. La única forma de detener al poder y mantenerlo intacto –explica Arendt en su lectura de la tradición fundacional de la República estadounidense- es mediante la interacción con otros poderes, “de tal forma que el principio de la separación de poderes no sólo proporciona una garantía contra la monopolización del poder por una parte del gobierno, sino que realmente implanta, en el seno del gobierno un mecanismo que genera constantemente nuevo poder, sin que, no obstante, sea capaz de expandirse y crecer desmesuradamente en detrimento de los restantes centros y fuentes de poder”.

Las mejores expresiones de la vitalidad democrática suelen ocurrir en el momento menos esperado y cuando alguna situación extraordinaria sacude y moviliza a una sociedad. Y hay que reconocerle al desafortunado fallo de la Corte Suprema del 3 de mayo la virtud de haber permitido que ellas quedaran expuestas con inusual evidencia. Lo ocurrido a partir de entonces exhibe a una República democrática en acción: los tres poderes funcionando a pleno y la sociedad haciendo oír su voz a través de la participación cívica.

La Corte produjo su polémico fallo dividido dando curso a la reducción de penas a criminales de lesa humanidad, con una lectura “positivista” restringida de la legislación vigente y sin atender a las implicancias y reacciones que provocaría. De inmediato se generalizaron las respuestas mayoritariamente adversas y el Congreso tomó cartas en el asunto. Prontamente, en 48 horas, diputados y senadores acordaron legislar para limitar los efectos de la decisión judicial que podría suponer la liberación de torturadores y represores. No se recuerda una muestra más contundente de consenso legislativo en el Congreso Nacional como la manifestada en esta ocasión. La masiva movilización ciudadana del miércoles 10 contra el fallo de la Corte rehabilitó, por su parte, un consenso social en materia de Derechos Humanos que hace tiempo no se veía. Como lo destacaron medios internacionales, Argentina demostró en las calles y en el Parlamento que en temas de memoria histórica sigue siendo un ejemplo mundial. Y ahora la Corte deberá abocarse a la elaboración de un nuevo fallo dando cuenta de estas novedades. La vigencia del Nunca Más no es una bandera partidista sino un pilar ético de nuestra democracia.

La Corte produjo su polémico fallo con una lectura “positivista” restringida de la legislación vigente y sin atender a las reacciones que provocaría.

Como lo destacaron medios internacionales, Argentina demostró en las calles y en el Parlamento que en temas de memoria histórica sigue siendo un ejemplo mundial.

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La Corte produjo su polémico fallo con una lectura “positivista” restringida de la legislación vigente y sin atender a las reacciones que provocaría.
Como lo destacaron medios internacionales, Argentina demostró en las calles y en el Parlamento que en temas de memoria histórica sigue siendo un ejemplo mundial.

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