El daño

Redacción

Por Redacción

Cuándo empezó este daño cultural que hoy emerge con tanta fuerza que parecería que hubiéramos vivido siempre así? ¿Desde cuándo hibernan estos odios? ¿O es que siempre vivimos de esta manera?

Tal vez sea la forma en la que uno ordena lo que lee y escucha. La relación entre escenas que haré podrá parecer amañada. Pero en todo caso responde a un sedimento en mi memoria y en mi experiencia, en lo que vivo como alguien que estudia a su pueblo y piensa que desde la palabra y la acción, dentro de sus posibilidades, debe intervenir y decir lo que piensa. La relación entre dos momentos de nuestra actualidad puede ser arbitraria, pero no lo es el humor social que los unió, que intenta desplegar ni siquiera una reflexión, apenas una advertencia, desde cierto cansancio y también, por qué no, hastío moral.

Las crisis hacen asomar lo mejor y lo peor de nosotros. A veces al mismo tiempo. En una semana tuvimos ejemplos de nuestras posibilidades y limitaciones. El papá de Micaela García, la joven violada y asesinada en Gualeguay, acaba de dar una sorprendente lección. Esperemos que el bombardeo mediático no deje pasar estas palabras, que son tan profundas como el dolor que seguramente esta familia atraviesa: “Más allá de lo que uno sienta, se debe seguir el orden institucional, por lo que no se debe hacer justicia por mano propia. Vamos a vivir para tratar de lograr una sociedad más justa, como pretendía Micaela. Tengo una tranquilidad rara, porque sé que Micaela nos va a seguir guiando. El dolor no tiene que impedir que uno esté agradecido a la gente. El dolor nos tiene que servir para cambiar la sociedad”.

Esperemos tener tiempo de reflexionar sobre estas palabras. Parecerían ser días en los que no hay tiempo para hacerlo, justamente ahora que sería tan urgente hacerlo. Porque jugamos una carrera contra nosotros mismos.

Unos días antes de esas palabras, el 6 de abril, fecha del primer paro general durante este gobierno, un personaje radial y televisivo, “Babi” Etchecopar, lanzó al aire un exabrupto espantoso. Al hablar del desalojo de un piquete en la ruta Panamericana y la 197 (provincia de Buenos Aires) dijo que “hoy estamos muy felices, por lo menos en lo que a mí respecta, que voté a Macri. Cada vez que veía que bajaba un machete de la Gendarmería, yo ponía el himno nacional”.

Oscilamos entre las dignas palabras del señor García, que despidió a una hija hermosa y viva para recibirla de la peor manera, y la frase despreciable del periodista al que evidentemente la muerte que dispensó no le enseñó nada (quizás lo reforzó en sus convicciones) nos dan la pauta del momento en el que estamos. Ante nosotros está la posibilidad de aprender de nuestra experiencia (de “cambiar la sociedad”) o de reforzarnos en la intolerancia.

Porque las dos frases fueron lanzadas en un contexto de gran polarización. Es necesario que nos preguntemos si es posible construir algo a partir de una cultura democrática basada en el desprecio, en la ignorancia e infravaloración sistemática del otro. “Choriplanero”, “basura”, “yegua”, “golpista”, “grasa”, “oligarca”, “cipayo”, “vendepatria”, “populista”; descalificaciones sistemáticas que sacan de la cancha del acuerdo posible al compatriota. Si alguien viaja en micro desde el Conurbano a una marcha y la organización lleva la comida, carece de ideas propias; pero si llega a Plaza de Mayo en colectivo con la SUBE es un ciudadano con ideales republicanos. Si alguien votó a Macri es un desclasado; si su vecino quiere que vuelva Cristina es un pichón de Mussolini. Simplificaciones que impiden el diálogo en forma directamente proporcional al incremento de la estigmatización.

Los círculos de amigos se disuelven, o pactan temas tabú para preservar el encuentro semanal. Si se rompen es para reunirse solamente con los que piensan igual o muy parecido, lo que produce el efecto de reforzarnos en nuestra verdad. Nada más tranquilizador que el terreno conocido, nada que refuerce más la exclusión de lo diferente y antagónico. El diálogo y las discrepancias se traducen en mero cañoneo de consignas: y ya se sabe, gana el que grita más fuerte, o aquel cuyos gritos circulan con mayor frecuencia, para no ignorar la enorme responsabilidad que los medios de comunicación tienen en esta situación. El resultado es una cacofonía hiriente.

Hemos dejado crecer un odio que evidentemente nunca se había ido del todo. De clase, basado en prejuicios, alimentado por heridas y frustraciones añejas, racista, homofóbico, sexista, con el que estamos marcando la frente de nuestros hijos. Es una belicosidad retórica pero que en un país como el nuestro debería alertarnos, porque las palabras matan y construyen como profecías auto cumplidas.

Todos tenemos el deber de bajar la intensidad de la discusión y hacerla crecer en profundidad. Pero la beligerancia verbal, hermana de la pobreza conceptual, es doblemente grave cuando la ejercen personas con poder: gobernantes, dirigentes, funcionarios, comunicadores. El papá de Micaela solamente tuvo voz porque violaron y mataron a su hija. El salvaje reivindicador de la golpiza disciplinadora la tenía antes, probablemente la tenga después. Se condolerá por el asesinato, pedirá mano dura, síntoma de nuestra hipocresía y cinismo.

Es necesario que nos preguntemos si es posible construir algo a partir de una cultura democrática basada en el desprecio e infravaloración sistemática del otro.

El diálogo y las discrepancias se traducen en mero cañoneo de consignas: y gana el que grita más fuerte, o aquel cuyos gritos circulan con mayor frecuencia.

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Es necesario que nos preguntemos si es posible construir algo a partir de una cultura democrática basada en el desprecio e infravaloración sistemática del otro.
El diálogo y las discrepancias se traducen en mero cañoneo de consignas: y gana el que grita más fuerte, o aquel cuyos gritos circulan con mayor frecuencia.

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