Prusia, el águila bicéfala, cuna del militarismo y del Estado moderno

Por Esteban Bayer

Alemania inició hace unos días los festejos de los 300 años de Prusia con la ambivalencia de lo que este desaparecido Estado representa para la historia alemana: cuna del militarismo y del autoritarismo absolutista, y al mismo tiempo forjador de unidad alemana y creador de un estado eficiente y moderno.

Prusia tiene sin dudas una historia modernista cultural: es la cuna del esclarecimiento alemán, el germen de los grandes filósofos, la sociedad tolerante, receptora de perseguidos en otros países y abierta en lo religioso, donde convivían calvinistas, luteranos, judíos y hugonotes. Es el apogeo del mecenazgo de la nobleza para la cultura, la literatura, la música y, especialmente, la arquitectura.

Prusia era también el Estado moderno y de derecho, con una incipiente administración burócrata que regulaba y administraba con eficiencia la vida social, pero que jamás permitió la democratización de la sociedad y combatió a sangre y fuego cuanta revuelta social generó. Fue el Estado abierto, pero desde el absolutismo, no desde la igualdad de la sociedad.

Pero Prusia tiene, por encima de todo, una historia militar y autoritaria, de un verticalismo intransigente con el absolutismo monárquico a la cabeza, apoyado en la nobleza latifundista convertida en oficiales del ejército, los “Junker”, comandando a sus campesinos tanto en la labranza de la tierra como en la guerra.

Es la Prusia que los militares del mundo perpetuarán a través de las teorías de estrategas como Clausewitz, Gneisenau, Scharnhorst, von Moltke.

Fue fundada por las circunstancias de una guerra europea en los albores del 1700, creció y se fortaleció en innumerables campañas militares continentales a lo largo de tres siglos y desapareció en su ley, borrada del mapa tras la derrota militar del Ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial.

El reino de Prusia nació indirectamente por la situación en España, cuando allí se desató la Guerra de Sucesión entre la Casa de Austria y la de Borbón. El Imperio Austríaco, una de las grandes potencias europeas de la época, buscaba aliados para defender la corona que detentaba en España y que finalmente perdería en manos de Felipe V de Borbón. Por obra y gracia de Austria, el entonces Ducado de Prusia, una mediana potencia militar, se convirtió en reino y Federico I se coronó, el 18 de enero de 1701, primer rey de Prusia, en Knigsberg, la oriental capital del reino que hoy es el Kaliningrado en el enclave ruso entre los países bálticos.

Desde ese mismo momento, se inició la expansión territorial a base de campañas militares y constantes cambios en la política de alianzas de sus regentes. De la mano militarista de Federico II (“El Grande”, entre 1740 y 1786), al mismo tiempo uno de los mayores mecenas de la cultura, Prusia se convirtió en el Estado más poderoso, en lo económico, en lo militar, en lo político, del heterodoxo mapa de principados, ducados y condados que cubría el resquebrajado territorio de incontables estados en regiones alemanas.

Alcanzó su apogeo tras recuperarse de la categórica derrota austro-prusiana en la invasión napoleónica y dar vuelta la historia con la victoria en las batallas de Leipzig (1813) y de Belle-Alliance (Waterloo) en 1815, bajo el mando del general Bluecher y el inglés Wellington.

El Congreso de Viena en 1815, encargado de reorganizar Europa tras la caída de Napoleón, le entregó a Prusia grandes territorios, como por ejemplo las zonas de Renania y el Ruhr, base de materias primas para la inminente revolución industrial.

Sofocado el movimiento emancipador republicano de 1848, cuando la sociedad buscaba una salida democrática-parlamentaria, el propio rey de Prusia se puso a la cabeza de la reforma del Estado y permitió la constitución de una monarquía constitucional, con un parlamento elegido por voto calificado, con tres clases de votantes diferentes.

En 1871, tras breves pero cruentas guerras “de asociación” contra Austria, Dinamarca y Francia, el entonces canciller “de hierro” Otto von Bismarck, el jefe de gobierno designado por el rey prusiano Guillermo I, logró que en el Palacio de Versalles francés se proclamara el Imperio Alemán, logrando la ansiada unidad del país y el rey prusiano fue coronado “Káiser” (emperador) de Alemania.

Pocos años después, el militarismo prusiano, artífice de las conquistas coloniales en Africa e influyente patrocinador de la formación institucional de ejércitos en América Latina -como en Chile y Argentina y en menor grado en México- fue sin embargo también el protagonista de la desaparición de la monarquía en Alemania.

A raíz de la derrota en la Primera Guerra Mundial (1914-1918), el Káiser Guillermo II fue depuesto, desapareció la monarquía y del fervor emancipatorio nació la Primera República, la de Weimar, en la que Prusia perdió su poder político y pasó a ser un Estado más en la federación republicana alemana, status que mantuvo bajo el régimen nazi de Adolfo Hitler, dictador que se sentía heredero de lo militar prusiano.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el territorio de Prusia quedó definitivamente reorganizado y pasó a ser incorporado en parte por Rusia y por Polonia. Las tropas aliadas ganadoras en 1945 dispusieron dos años después la disolución y desaparición, por decreto, de lo que en su momento había sido Prusia.

Hoy sólo queda el recuerdo y el debate histórico, así como los principios de un orden por el que durante muchos años se quiso identificar a los alemanes: ordenados, obedientes, autoritarios, pulcros y eficientes. (DPA)


Alemania inició hace unos días los festejos de los 300 años de Prusia con la ambivalencia de lo que este desaparecido Estado representa para la historia alemana: cuna del militarismo y del autoritarismo absolutista, y al mismo tiempo forjador de unidad alemana y creador de un estado eficiente y moderno.

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