¿Qué hay de bueno en esta elección?

Vinieron tiempos malos para la democracia, con elecciones legislativas «plebiscitarias» donde la voluntad del elector no es mandataria y el pueblo soberano no es más que un aturdido receptor de campañas mediáticas para comicios adelantados por conveniencia. Elecciones ficticias donde muchos de los candidatos, lejos de asumir la voluntad popular del sufragio, van a decidir por su cuenta aceptar o no. Torpe comparsa de gobernantes en ejercicio o de licencia y otros que han renunciado en forma anticipada a los mandatos que debían honrar para proyectarse en nuevos horizontes de sus «carreras políticas», junto a varios que seguramente serán elegidos y que se espera que dentro de un par de años hagan lo mismo. Miseria de candidatos que pretenden «renovar mandato» y el rasgo característico de su paso por el Parlamento ¡ha sido el ausentismo y la falta de proyectos! Asombro de candidatos que se postulan desde la cárcel, cambian de distrito o hacen campañas itinerantes. ¡Qué indignación!, de esta caterva saldrán los próximos legisladores para continuar la ruina de la república. Los mismos de siempre, una vez más.

Y además del evidente descaro y la desvergüenza de muchas de las candidaturas, se afrenta al sistema republicano, representativo y federal con la ausencia de propuestas que signifiquen un compromiso real de quien se propone como representante con las instituciones, con sus electores y sus provincias y que son encubiertas con vaguedades sobre «el modelo» y «la oposición» o cualquier palabrerío político. Sin plataformas, sin planes de trabajo concretos, sin propuestas de largo plazo, nuestro futuro como nación se encuentra seriamente comprometido.

Los partidos políticos, supuestas «instituciones fundamentales de la democracia», que se han apropiado de las elecciones por el Pacto de Olivos de Menem y Alfonsín (con la participación como convencionales constituyentes de ambos Kirchner y de varios otros actuales candidatos), exhiben sus vicios y limitaciones, manipulando y confundiendo con ardides a una sociedad embrutecida y degradada, imponiendo que «así es la política» y que en todo caso siempre hay que «elegir» entre quienes ellos nos proponen en las «listas sábana», rejuntes armados subrepticiamente cuyas «cabezas de lista» supuestamente populares encubren ignotos candidatos impresentables, familiares y cómplices, reinando la «dedocracia», donde unos pocos deciden quiénes van a ser los candidatos. Mera ficción de representatividad de ideales políticos disueltos por confabulaciones en todo tipo de acuerdos, alianzas, frentes y coaliciones identificadas con nombres de fantasía, confusos y rimbombantes, sin principios ni programas y carentes de toda participación colectiva y plural.

En esta falsa democracia, secuestrada por los políticos para su propio usufructo, están pasando situaciones tan repugnantes que el ciudadano común se siente impotente ante esta catarata de ruindad. Sin embargo, en el montón de heces en que se ha convertido la politiquería argentina brilla una pequeña gema, del mismo modo que existen pequeñas ganancias dentro de las enormes pérdidas o la pizca de femenino dentro de lo masculino y viceversa que muestra el símbolo oriental del ying y el yang.

Seguramente el lector se pregunte (utilizando el exótico estilo de la dialéctica política del último año) dónde está lo «no negativo» de esta lamentable situación. Precisamente, en el hecho de que la extrema impostura de estas candidaturas oportunistas indica claramente la necesidad de realizar prontamente una profunda reforma política.

Es evidente que se necesita una reforma en los procedimientos electorales, aquella reforma que los ciudadanos reclamábamos a viva voz en la crisis del 2001 con nuestra emblemática consigna «que se vayan todos» y que la clase política abroquelada en sus privilegios aristocráticos resistió y se encargó de neutralizar. Una reforma completa que vaya más allá de fijar obvias obligaciones y responsabilidades a los candidatos o que evite el fraude o el robo de boletas o el uso abierto de cargos públicos como plataformas de campaña. Nuestro país necesita un verdadero cambio que les permita a los ciudadanos elegir para los cargos representativos gente buena, honesta y capaz, votando por personas con valores cívicos que desplacen a estos políticos profesionales, que ya sabemos lo que son y tememos por lo que son capaces de seguir haciendo.

Con este grotesco escenario se hace evidente que en la República Argentina la formación de listas de candidatos a los órganos representativos del pueblo transita por sus peores épocas. Vivimos una auténtica corrupción electoral similar a la que fuera llamada década infame y de estas listas actuales, en cualquier proporción en que sean elegidos, los futuros diputados no pueden formar otra cosa que lo que actualmente hay: un Congreso ausente, con congresistas de morondanga enredados en su politiquería, sin respeto por la voluntad de los votantes, meras marionetas de sus caudillos cuando no inmorales declarados usurpando fueros.

Los ciudadanos que no adherimos a partidos políticos, los que únicamente tenemos el dudoso «derecho» de votar por alguien de ellos o en blanco y tal vez pensando en apoyar lo menos malo, aceptamos votar-contra-lo-peor sin que nuestra participación electoral represente una esperanza de cambio. Pero hoy más que nunca se advierte con claridad que la farsa del voto en-contra-del-otro que esta dirigencia nos propone no es capaz de abrir un camino para la restauración de la república. Su resultado, cualquiera que sea, quedará digerido por este sistema de partidos (divididos-desunidos-enfrentados) que renace una y otra vez de sus propios desastres con el único propósito de volver a adueñarse del poder.

No queda en ellos un atisbo de bondad, un propósito de colaboración; no cultivan valores como la tolerancia y el respeto. Sus discursos de palabrería altisonante revelan mediocridad. Los políticos profesionales, encumbrados sobre sus historias, doctrinas y militancias no escuchan al pueblo. Dan por sentado que la democracia debe ser la lucha que ellos practican y no la unión que soñaron nuestros próceres.

Por eso, en medio de tanta incertidumbre, frente a un acto electoral vacío de futuro, señalando la evidencia de esta podredumbre, los ciudadanos independientes reclamamos una vez más la reforma del Código Electoral; para que incluya la posibilidad de presentar listas de candidatos no partidarios, para que el pueblo también pueda tener opción de votar por el sentido común y la sensatez.

 

(*) Ingeniero


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