¿Qué hubiera pasado si…?
Por Tomás Buch
En el siglo XVI España era la principal potencia mundial, en cuyo imperio no se ocultaba el sol. Su opulencia estaba basada en la explotación de las al parecer inagotables riquezas mineras de las colonias americanas -montañas enteras de oro y plata, en Bolivia, Perú y Méjico. En las colonias españolas abundaban los aventureros y faltaban los artesanos. En la cultura hispánica, el trabajo no era considerado una actividad honorable, y se había establecido una férrea unidad política a fuerza de autocracia, expulsiones, torturas y quemas de herejes. Frente a ese poder hegemónico, Inglaterra era un reino atrasado, con conflictos religiosos y luchas intestinas entre católicos y protestantes.
Sin embargo, Inglaterra estaba comenzando a dominar los mares. Claro que lo hacía de manera muy peculiar, infestando los océanos con piratas y corsarios de fama tan inmortal como la de Hawking, Drake y Morgan, cuyo oficio era la rapiña en alta mar. Su negocio era altamente lucrativo, y como consecuencia de sus servicios a la patria, muchos corsarios fueron elevados a la nobleza. Sus beneficiarios eran la corona inglesa y muchos futuros honorables capitalistas de aquellos que luego invertirían su dinero, no sólo en el tráfico de esclavos, sino también en la revolución industrial. Los pistoleros marítimos no eran todos ingleses, por supuesto, ni sus víctimas eran sólo los buques españoles cargados con las riquezas de América. Las novelas románticas hablan de bucaneros y piratas franceses, portugueses, holandeses, árabes, chinos y malayos, y de mezclas inverosímiles y románticas de nacionalidades, que navegaban ora bajo una bandera ora bajo otra, sin exceptuar la de la calavera y las tibias cruzadas.
Uno de sus centros de operaciones más rendidores era el Caribe, surcado por los barcos que regresaban a España cargados con oro y plata rapiñados en nuestro continente. Los piratas se creían con derecho a robar a los ladrones, y lo hicieron con gran eficacia. El Imperio reaccionó y se dispuso a contraatacar.
En Febrero de 1589 una poderosa escuadra española – llamada la Armada Invencible antes de que se desintegrase sin combatir – se propuso invadir Inglaterra. El resultado es conocido: la flota inglesa, mucho más pequeña pero mucho más movediza, no presentó batalla, sino que hostigó a los pesados galeones españoles desde la retaguardia. Los españoles se desviaron para perseguir a sus enemigos, y fueron a dar a la costa occidental de Irlanda, de la cual carecían de mapas adecuados (¿habrá sido esta falencia un problema político, logístico o tecnológico?). Allí fueron diezmados por una combinación de las tempestades invernales y desconocidos arrecifes. Es interesante consignar que los barcos de Sir Francis Drake, el más famoso de los corsarios ingleses y amigo personal de la Reina, formaron parte de la heteróclita flota inglesa.
¿Qué hubiese ocurrido si los españoles hubieran tenido éxito en su empresa militar? La reina Isabel hubiese sido destronada, la corona hubiese sido impuesta a un príncipe católico y la inquisición hubiese puesto orden en un reino vasallo. ¿Y después? Por ejemplo, ¿hubiese sobrevivido la Magna Carta, sustento medieval de la naciente democracia burguesa que dos generaciones más tarde derrocaría a Carlos I instaurando una república parlamentaria? ¿se hubiese producido el crecimiento de la burguesía inglesa, clase que debería sustentar el capitalismo, invirtiendo en la industria parte de los bienes mal habidos por la piratería y el tráfico de esclavos? Y cien años después, ¿hubiese tenido lugar allí el comienzo de la Revolución Industrial?
Es obvio que no hay respuestas para estas preguntas, pero reflexionar acerca de ellas nos ayuda a comprender algo acerca de cómo opera la historia, inclusive la nuestra.
La Revolución Industrial fue el fenómeno que dio inicio a la conformación del mundo actual, globalizado y tecnodependiente. Fue la conjunción de tres movimientos: el capitalismo, que es el sistema económico más dinámico e insaciable que conoció la humanidad; la democracia, que creó las condiciones políticas para que ese sistema desarrollase sus posibilidades; y la tecnología, que permitió una carrera cada vez más veloz y desenfrenada hacia la innovación permanente y la creación de soluciones novedosas para problemas reales o inventados. A la conjunción de esas tres fuerzas se unió pronto la ciencia, aventura del pensamiento sin límites, que rompió las barreras intelectuales milenarias para descubrir qué son las estrellas, los átomos y la vida.
La ciencia también sirvió para permitir la expansión de la tecnología en todos los ámbitos, mejorar el funcionamiento de las máquinas, comunicarnos mejor de varias maneras, encontrar curación a muchas enfermedades, crear materiales nuevos y manejar cantidades de información inimaginables.
Pero la tecnología y la ciencia no se desarrollan en el vacío. De eso trata, justamente, la pregunta que formulamos más arriba. La Revolución Industrial fue no sólo tecnológica sino también, o ante todo, económica, y tuvo profundos impactos sociales. Por su parte, también tuvo causas militares, económicas, tecnológicas y sociales, y se reflejó sobre todos los aspectos de la realidad. Hoy amenaza al ambiente y afecta el clima global.
La ciencia sólo pudo prosperar en un ambiente intelectualmente abierto, y frecuentemente se vio acorralada por el poder de los dogmas religiosos. En esto se manifestaron frecuentes situaciones dilemáticas, ya que los que un par de siglos antes hubiesen quemado vivo a Darwin estaban dispuestos a aprovechar los resultados de las tecnologías derivadas de sus teorías. Esta situación, curiosamente no se ha superado totalmente, ya que hay fundamentalistas cristianos que aún hoy procuran impedir que se enseñe la evolución de las especies en las escuelas. Y hubo que esperar mucho más allá de la llegada del hombre a la Luna para que Galileo fuese reivindicado por la Iglesia católica.
Es indudable que las cosas no hubiesen ocurrido del mismo modo si España hubiese destruido el poder naval inglés a fines del siglo XVI. La idiosincrasia española no se avenía a la avaricia burguesa, que era reacia al despilfarro tan característico de la nobleza. Los burgueses ingleses preferían invertir su dinero en actividades que les darían más dinero, realimentando el ciclo de la acumulación necesaria para realizar las importantes inversiones productivas que motorizaron la revolución industrial. Tal vez los españoles y sus herederos de las colonias hubiesen continuado viviendo con el boato que les permitían las riquezas americanas hasta que éstas se hubiesen agotado, tal como lo muestran las ruinas de esas riquezas saqueadas y devastadas sin provecho para los dueños originarios ni para los propios herederos: la plata de Potosí, el salitre chileno, el caucho brasileño, el petróleo venezolano. Y las vacas argentinas.
Tal vez nuestros bisabuelos hicieron bien en atarse al carro británico. Donde fallaron, fue en no aprender de su historia: aceptaron las prédica del capitalismo maduro, el libre cambio -la versión inicial de la globalización- sin estudiar cómo ese capitalismo había logrado madurar: mediante la rapiña y el proteccionismo más absoluto. Y aún ahora no hemos logrado superar esa etapa, de hacer lo que nos dicen que hagamos, en vez de hacer lo que hicieron ellos cuando eran pobres como nosotros: que fue todo lo contrario.
En el siglo XVI España era la principal potencia mundial, en cuyo imperio no se ocultaba el sol. Su opulencia estaba basada en la explotación de las al parecer inagotables riquezas mineras de las colonias americanas -montañas enteras de oro y plata, en Bolivia, Perú y Méjico. En las colonias españolas abundaban los aventureros y faltaban los artesanos. En la cultura hispánica, el trabajo no era considerado una actividad honorable, y se había establecido una férrea unidad política a fuerza de autocracia, expulsiones, torturas y quemas de herejes. Frente a ese poder hegemónico, Inglaterra era un reino atrasado, con conflictos religiosos y luchas intestinas entre católicos y protestantes.
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