Raúl Soldi, un pintor poético de lo cotidiano

Sin grandes muestras que lo recuerden, hoy se cumplen los cien años del nacimiento de Raúl Soldi, un artista con un papel importante en la derogación del academicismo en la Argentina. Durante años la crítica lo enfrentó a Antonio Berni, pero los dos se respetaban y se negaron a ingresar en antinomias estériles, a pesar de sus diferencias artísticas. Más allá de su éxito en la pintura, tuvo también exitosa carrera de escenógrafo de teatro y cine.

BUENOS AIRES (Télam).- Mañana se cumplirán cien años del nacimiento de Raúl Soldi (1905-1994), un artista que cumplió un papel importante en la derogación del academicismo, pedestre y hueco, que imperaba en la plástica argentina en la tercera década del siglo XX.

En su vida y en sus pinturas Soldi hizo prevalecer los aspectos que aportan belleza a la atribulada existencia humana. Pero esta disponibilidad a procurar felicidad ha opacado el valor de su obra a los ojos de la crítica actual. Una objeción que se confirma en la falta de muestras que lo recuerden en su centenario.

Hay que recordar que Soldi fue un artista de máxima visibilidad para los mismos -público, críticos, coleccionistas- que hoy parecen confinarlo al olvido.

Como tantos contemporáneos (Berni, Forner, Gómez Cornet, Pettorutti) Soldi se había formado en Europa. A su regreso al país en 1933 debió concertar los aprendizajes en la Academia Brera (Milán 1923-1932) su aproximación a las vanguardias italianas del grupo Novecento y la experiencia signada por la estética del grupo Nueva objetividad (Alemania, 1921-1923).

Estos años de formación no incluyeron el tópico clásico para los argentinos de su tiempo -que tenían a París como Meca. La Alemania de entre guerras -poco conocida entre nosotros- y los rigores de Brera, unidos al fermento revulsivo de Giacomo Manzú, Birolli, Dal Bon y Tomea conformaron una mixtura singular en la evolución del artista.

Su reinserción en el país, en 1933, exigió al artista metabolizar experiencias en términos de obra personal. El medio porteño había estigmatizado el cubismo introducido por Emilio Pettorutti. Más prudente, Antonio Berni había infiltrado la disidencia surreal o metafísica desde imágenes de aparente figuración.

Una antinomia del tipo Borges-Sábato, Troilo-Piazzolla o Boca-River se estableció también con Berni y Soldi. Esa rayuela con adjudicaciones polares, maniqueas, entre cielo e infierno, anacrónicos y avanzados, son formuladas más allá de la razón crítica por el fervor caníbal de la hinchada futbolera.

Los dos artistas conocían la divergencia de sus miras pero se respetaban, negándose a entrar en antinomias estériles. Ambos sabían que más allá de sus méritos serían utilizados -ya lo eran- como estandarte de causas menores, ajenas al arte.

Lo mejor de Soldi nació de su formación europea en contraste con la tenebrosa década del 30 en la que se reintegró al país. En Europa había experimentado los horrores de la guerra y avizoraba su repetición. Por casa las cosas no andaban mejor durante la década infame. Soldi eligió la memoria y la mirada selectiva.

Se refugió en el mundo de los afectos, en la vida cotidiana y a esa época pertenecen sus obras más sólidas, donde la pincelada construye la forma a partir del color bien afinado, sin efectismos ni grandilocuencia. Aparecen allí los primeros blancos matizados, esos famosos blancos de Soldi en los que la pintura venecian dejó marca indeleble.

Los modelos son niñas, mujeres atareadas en quehaceres domésticos, transfiguraciones de Celestina Guglielmino, su madre. Y también posaron vendedores ambulantes, lavanderas y costureras, músicos y partiquinas. Los pintó con síntesis casi arcaica que evoca a Campigli pero la flexibilidad de la forma y la luminosidad del color fijan la identidad del pintor argentino.

Soldi estaba habituado a transitar entre la realidad y la ficción, esa peculiar realidad del mundo del teatro. Había nacido en un inquilinato próximo al teatro Politeama. Allí y en el Marconi asistió a los ensayos de «La Boheme» y de «Tosca», donde su padre oficiaba de violoncelista. Y se deslumbró con el «Juan Moreira» de los hermanos Podestá.

Tales experiencias le valieron forjar una exitosa carrera de escenógrafo de teatro y cine. Los primeros coleccionistas de su pintura fueron Luis Saslavsky, Daniel Tinayre, Luis Sandrini, Luis César Amadori. Poco a poco el mundo de bambalinas se filtró imponiéndose en sus obras de caballete.

En la pintura de Soldi la vida cotidiana convive con la transfiguración de amable poética. Está en sus paisajes de Glew, en los murales para la capilla de Santa Ana donde las gallinas picotean los pies de la Virgen. Y también en el plafond que pintó en el Teatro Colón. Allí cerró con salvas el ciclo iniciado en el viejo circo criollo.

Con los años y el éxito Soldi fue ganado por la exuberancia de sus dotes de colorista. Las superficies de su pintura se tornó lujosa, matizada al infinito, rica en arabescos proclives a lo ornamental. El pintor está presente pero la prodigalidad de los recursos banaliza la gracia sensible de sus primeras obras.

Rafael Alberti advirtió que Soldi sentenció al destierro a la tristeza y a la fealdad para que «la belleza consuele el corazón del hombre». Raúl Soldi ajustó su obra a la premisa del poeta español.

Elba Pérez

Nota asociada: Huellas del artista en Nazaret

Nota asociada: Huellas del artista en Nazaret


BUENOS AIRES (Télam).- Mañana se cumplirán cien años del nacimiento de Raúl Soldi (1905-1994), un artista que cumplió un papel importante en la derogación del academicismo, pedestre y hueco, que imperaba en la plástica argentina en la tercera década del siglo XX.

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