Recuerden a Weimar

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

En los primeros días del año una invitación académica nos llevó a Weimar, una pequeña, histórica y elegante ciudad de la ex Alemania comunista. Desde allí, en un invierno blanco de nieve, por los diarios y la televisión seguíamos angustiados por los vaivenes de la mayor crisis económica y política de toda la historia argentina: corralito, pesificación, default, cambio de gobierno y fuertes convulsiones sociales que golpeaban al estío húmedo y afiebrado de los argentinos. En esos días se inauguraba el euro como moneda única de curso legal para toda la Comunidad Europea, y nuestro desastre competía con el exitoso euro el protagonismo de los titulares.

Por su parte, los alemanes de Weimar y del oriente germánico, que durante tres generaciones de comunismo rígido y totalizador habían soñado con acceder al deutche mark de la Alemania Occidental, estaban desorientados y un poco nostálgicos. Aunque el billete euro es casi idéntico a la vieja moneda alemana. Cuando apenas habían comenzado a gozar del marco capitalista, después de la unificación, se encontraron con que esos billetes no servirían más y debían ser de inmediato reemplazados por la nueva moneda europea. La disciplina tradicional del pueblo alemán supera con cierta facilidad el trauma monetario. En principio no entienden en qué se verá directamente beneficiado con el cambio, pero ésa es otra cuestión.

Como verá el lector de «Río Negro» que padece de los males argentinos, si tiene la paciencia de continuar leyendo el relato que sigue, Weimar viene al caso. Es la ciudad de Schiller y Goethe, de las luces de la ilustración y las inquietudes del romanticismo, el símbolo de las tradiciones humanistas, de la tolerancia y la intelectualidad armoniosa, el corazón de la cultura democrática alemana. Toda la ciudad honra con monumentos, plazas, calles, cafés y restaurantes, bibliotecas y archivos, teatros y museos, a esos dos titanes de la filosofía, la ciencia y las letras universales. Allí está además la Bauhaus, una escuela de creadores que en la década del veinte revolucionaron la arquitectura, el diseño y las artes plásticas, con ese estilo riguroso y despojado que le es tan peculiar. En una plaza que presiden las estatuas de Schiller y Goethe, justo enfrente de la Bauhaus, se erige el Teatro de la Ciudad, un hermoso edificio neoclásico en el que se han exhibido con gran jerarquía desde principios del siglo XIX las mejores expresiones del arte lírico y dramático.

En ese Teatro, en 1919, se reunió la Convención Constituyente que dictó la famosa Constitución de Weimar, la más moderna y «social» para su tiempo, completa y demasiado perfecta, una obra que se pretendía seria y perenne, a la alemana. Allí debatieron grandes juristas, filósofos, cientistas sociales y políticos del momento durante siete meses, dando fundamento institucional a la nueva República. (No encontré ni una sola placa recordatoria de ese acontecimiento ni en el teatro ni en ningún otro lugar de la ciudad: es una porción de la historia que, como otras, parece haber sido amputada por los alemanes).

Esta experiencia republicana, democrática e ilustrada no pudo contra la crisis económica y social de la primera posguerra. Y, como se sabe, cayó con el ascenso al poder de Adolf Hitler. La debilidad de la clase política, burguesa y moderada, el feroz embate entre comunistas y nacional-socialistas y, sobre todo, la pesada deuda externa de Alemania para con Francia, Inglaterra y especialmente Estados Unidos, aniquiló las buenas intenciones de la República de Weimar. Sumida en el desprestigio, fue reemplazada en 1933 por la irracionalidad bélica y racista del Tercer Reich.

Ahora bien: un poco antes, en 1930-31, la República de Weimar tuvo también su «corralito». Gobernaba por entonces el canciller (primer ministro) Heinrich Brüning, un experto en economía y finanzas, austero hombre público, organizador de los sindicatos católicos, que había combatido en el frente durante la guerra del 14. Se le reconocía honestidad y patriotismo, capacidad de negociación con el poder financiero y la banca extranjera, buenos contactos con el establishment alemán, el ejército y los grandes terratenientes e industriales.

El canciller era escéptico en cuanto al régimen parlamentario, tecnócrata y apolítico, fue aceptado como mal menor por los partidos de centro izquierda caídos en el desprestigio y aborrecido por los sindicatos comunistas y por una clase media sufriente de la crisis, asustada demandante del orden y seguidora de Hitler. Los signos de la Gran Depresión económica mundial se abatían sobre ese país al borde del desquicio y el caos. El desempleo y la violencia eran las realidades evidentes.

Hitler lideraba un importante pero no mayoritario número de parlamentarios. Aunque sus enemigos mortales y declarados eran el comunismo y los judíos, coincidía con el Partido Comunista Alemán en la exigencia de nacionalizar la banca y denunciar para siempre la deuda externa. Claro que se oponía a la estatización de los medios de producción y a la colectivización de la tierra, como pretendían los marxistas ortodoxos.

Muchos bancos quebraron, entre otros el Darmstadt-Bank, segundo más importante. Las huelgas y los enfrentamientos callejeros eran cotidianos. Los políticos alemanes eran execrados por la mayoría de la población. Ya no había inflación, pero los sucesivos ajustes deflacionarios habían agravado la situación social. Brüning obtuvo la promesa de Hoover, el presidente norteamericano, de establecer una moratoria internacional, sin plazos rigurosos para el pago del capital y una condonación de los intereses. Hoover declaraba ante la prensa mundial la importancia de sostener la democracia alemana y sus políticas de libre mercado.

Entre otras medidas de ajuste y de control, para arribar a ese acuerdo con las potencias extranjeras, y ante la abierta quiebra financiera, a Brüning se le concedieron facultades extraordinarias. Dictó varios decretos de necesidad y urgencia. Uno de ellos, el congelamiento de los depósitos bancarios, con la excepción de los retiros para el pago de impuestos y salarios, las jubilaciones, el seguro de desempleo y otros servicios sociales. ¡Un verdadero «corralito», prolijo y equilibrado!

Brüning quería ganar tiempo: su meta era resolver el gigantesco problema de la deuda, que hiciera viable una recuperación autosustentada. Se entrevistó con Hitler intentado llegar a una tregua política. Fue inútil. «¡Qué tipo cargoso!- dice Brüning en sus memorias- Durante una hora y media me espetó su programa revolucionario de gobierno, y no hubo diálogo posible». Al poco tiempo cayó el gobierno. «Me faltaban cien yardas para la llegada, y si llegaba hubiera salvado a Alemania», confiesa, y tal vez esa ilusión alentadora y frustrada tendría visos de realidad.

Se sucedió un par de gabinetes cada vez más reaccionarios, hasta que el Partido Nazi se hizo cargo. El Estado y las instituciones se licuaron, y todo el poder radicó en el Führer.

Soy un apasionado estudioso de la República de Weimar, de su decadencia y caída, de sus dificultades e impotencias, de su vitalidad creadora, de sus prodigiosos artistas e intelectuales, de su música, su cine, su literatura y sus artes plásticas. A mi regreso de Weimar, en medio de los cacerolazos, los paros, los escraches y el caos de la economía argentina, fijé en una pared de la oficina de la Fundación Arturo Illia, que presido, un cartelito que dice: «Recuerden a Weimar». Pocos son los visitantes de ese centro de estudios que lo entienden. A veces, este desconocimiento sirve para relatar episodios menores (como el corralito del Sr. Brüning) de un tiempo crítico que dio origen a la tragedia nazi, ese nihilismo mesiánico de muerte y destrucción sin parangón en la historia del siglo pasado. Este tejido de rememoraciones es excusa para ir trazando algunos paralelos con el drama que nos conmueve a los argentinos. No sé, pero quizá sea un gesto muy modesto que contribuya a la racionalización de nuestras conductas ante la crisis que ahoga al país, en los procelosos tiempos que nos corren.


En los primeros días del año una invitación académica nos llevó a Weimar, una pequeña, histórica y elegante ciudad de la ex Alemania comunista. Desde allí, en un invierno blanco de nieve, por los diarios y la televisión seguíamos angustiados por los vaivenes de la mayor crisis económica y política de toda la historia argentina: corralito, pesificación, default, cambio de gobierno y fuertes convulsiones sociales que golpeaban al estío húmedo y afiebrado de los argentinos. En esos días se inauguraba el euro como moneda única de curso legal para toda la Comunidad Europea, y nuestro desastre competía con el exitoso euro el protagonismo de los titulares.

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Certificado según norma CWA 17493
Journalism Trust Initiative
Nuestras directrices editoriales
<span>Certificado según norma CWA 17493 <br><strong>Journalism Trust Initiative</strong></span>

Comentarios