Restos, despojos y algo más

por MARIA EMILIA SALTO

bebasalto@hotmail.com

Para cuando usted lea esto, ya habrán pasado las dos olas que amenazaban dejar de mí sólo restos y despojos: el aniversario del golpe militar de 1976 y el de la muerte de mi viejo, el 31 de marzo de 1971. ¡Vaya mes! Pero pasó algo notable: la ola de mi padre produjo como un anticlímax. Puedo encontrar razones a esta percepción de estar más o menos entera, tal como que una ola de pérdidas y muerte, dolor y sufrimiento personal, absolutamente provocados desde la más eficaz maldad institucional, haya sido neutralizada por otra, la de una pérdida provocada por una enfermedad. O quizás sea –y ésta es mi íntima convicción– que desde donde esté, mi viejo me ha cuidado, como corresponde a un padre.

Dicho lo cual, y después de esta tremenda semana de la memoria, creo que puedo compartir con usted lo que quedó, algo de lo que empiezo a atisbar de los restos y despojos de mi alma, que dada mi historia personal, fue torturada mil veces, secuestrada mil veces, llorar mi hermana desaparecida mil veces, al compás de una avalancha de testimonios, información, opiniones, golpeando en forma directa en mis fantasmas.

Así que ¿qué queda? Primero, que la memoria sesgada según la conveniencia política, no alcanza. El golpe de estado no inició la violencia masiva, y lo digo con la más profunda y triste honestidad intelectual, inevitable por otra parte, dado que me detuvieron en los estertores de un gobierno constitucional, y de los tres que fuimos detenidos, uno engrosa la lista de desaparecidos. Tampoco comenzó allí, y de nuevo la experiencia, cantando la justa: tres meses después de la muerte de mi viejo, me detuvo, torturó y encarceló otra dictadura, la que comenzó en 1966, y antes que eso toda nuestra historia registra los datos del autoritarismo de estado y de los otros autoritarismos.

Presentar la violencia institucional como surgida cierto día de marzo del '76, no ayuda, creo, a las nuevas generaciones. Le da cierto aire de gesto mágico, de pesadilla irrepetible, tan sólo por el ejercicio de la memoria. La memoria es indispensable, pero no basta. Tengo muy presente las expresiones de pibes y pibas enterándose de los horrores que no vivieron: una ominosa mezcla de miedo y odio. Corremos el riesgo de transmitir el larvado mensaje de que la lucha por las convicciones trae costos altísimos: ergo, mejor no te comprometas. O un sentimiento de impotencia destructora sin raigambre alguna con el hoy de las nuevas generaciones.

Así que si realmente queremos producir un «nunca más» operante, posible, más vale que les ayudemos a detectar las matrices que dan continuidad al autoritarismo. Si los docentes, los medios de difusión, los sobrevivientes que damos nuestro testimonio no trabajamos sobre esto, el pasado se convierte en algo irreal, horrible pero sin anclaje en la vida actual.

En una no agotada lista, sería bueno trabajar sobre todas las experiencias donde el poder, cualquier poder, genera miles de dañinas semillas no sé si de un futuro golpe de estado, pero sí de sociedades autoritarias, aunque votemos cada tanto. Cuando un sector avanza sobre otro, imponiéndole sus condiciones; cuando un grupo se convierte en mafia apañándose entre sus integrantes; cuando se pide sacrificios desde la más escandalosa ostentación de riqueza; cuando un docente usa su poder para «disciplinar» mediante el aplazo o la sanción a un adolescente que no sabe contener; cuando un grupo de pibes disfruta humillando, golpeando a un par indefenso; cuando un jefe logra de su grupo de trabajo la adulación y la delación; cuando patovicas, policías, guardiacárceles, disfrutan dando rienda suelta a su violencia; cuando un niño es abusado, una mujer es maltratada y lo tomamos como cuestiones privadas, estamos detectando algunas, sólo algunas, de las matrices del autoritarismo. Y quizás si cada vez que se acerca el 24 de marzo trabajamos sobre la experiencia personal y colectiva, sincerando y admitiendo el lado oscuro de nuestras conductas, consigamos que sea algo más que un feriado que no tiene la menor relación con el aquí y ahora, sino con la calidad de la democracia.


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