Retratos
Por OSVALDO ALVAREZ GUERRERO
Especial para «Río Negro»
En plena campaña electoral, los candidatos difunden sus caras. Acompañando la primavera, los afiches que las exhiben florecen coloridos en las calles, avenidas y muros de los grandes centros urbanos, que es donde mas competidores se presentan. Ahí están los candidatos, nos miran con sonrisas complacientes, como la Gioconda, apenas sugeridas, y otras veces abiertamente dentales. Algunos son archiconocidos que no se fueron. Otras caras, las no frecuentes en los medios desde antes, las advenedizas, son totalmente ignotas. El retrato, se cree, resulta una eficaz propaganda para los pretendientes a ocupar cargos electivos: concejales municipales, legisladores provinciales o diputados y senadores nacionales. El fotógrafo retratista y el maquillador, siguiendo la indicación del agente publicitario, disimulan los defectos fisonómicos, los corrigen, a veces infructuosamente. Las mujeres, desde luego, quieren mostrarse jóvenes y bellas. Se sabe que las campañas políticas son, en gran medida, representaciones teatrales. Las candidatas han de ser, como las actrices, más presentables, siguiendo los criterios vigentes en la farándula televisiva respecto de la estética facial. Las nuevas igualdades de género han dejado muy anacrónica aquella advertencia de Ortega y Gasset: en su tiempo, hace casi un siglo, la culminación de la carrera de un hombre era ser un hombre público, pero llegar a ser una mujer pública significaba la caída en la prostitución más deshonrosa. La vocación esencial de la mujer burguesa estaba dirigida a la intimidad y la discreción.
Uno puede preguntarse en qué medida esta publicidad es efectiva. Hay demasiadas caras, y pocas veces son atractivas. Seguramente, el experto asesor de imagen, simpático y contumaz fabricante de ambiguas engaños, lo desmentirá. Pero tengo para mí que esa difusión del retrato es un alimento para el candidato, en ocasiones patéticamente suficiente, para satisfacer sus instintos narcisistas. Efímera y olvidable, la carrera por la fama, aunque no culmine en una victoria, ayuda provisoriamente a la auto estima del retratado público. «Papá-dice el hijo- te vi en los carteles», y la vecina comenta por el barrio que conoce personalmente al retratado. El fracaso comicial (en estas competencias son más los perdedores que los triunfadores) viene después.
No importa la agrupación a la que pertenece y que lo sostiene. A menudo el partido, por tener una historia, está más desprestigiado que el candidato novel. Esta figura es mucho más importante que el partido o al menos eso es lo que él cree. Los frentes y alianzas o nuevas agrupaciones son cuestiones secundarias y circunstanciales: se sube a él, como si fuera un transporte público, y se baja en la esquina que más le convenga. La persona interesa a los electores pero, a mi juicio, entusiasma aun más a los presumiblemente elegidos. Importa, en fin, la figura y no las ideas, el individuo y no la colectividad política que integra. Aunque en elecciones legislativas, como las que se vienen, la valoración debiera ser inversa. En instituciones colegiadas, en las cámaras y concejos, uno solo poco puede hacer para imponer su criterio, si es que lo tiene. Todo depende de la cantidad de integrantes y la calidad de los bloques que componen el cuerpo institucional.
Sea como fuera, la publicidad política – que por sus cada vez mayores presupuestos es una fuente de ingresos y de trabajo para mucha gente, que se multiplica en tiempos electorales – en la práctica resulta un sistema de comercialización de apariencias. La imagen del candidato, lo que aparenta ser, dice más de él que lo que pueda argumentar verbalmente. He ahí, como ejemplo, la exasperante retahíla de oratoria neurótica del presidente y de su mujer senadora, ambos en iracunda campaña, con sus amenazas, promesas y súplicas de votos para «seguir adelante» pero de penosa indigencia léxica y conceptual. Admitamos que algunas figuras en competencia no les van, en este último aspecto, demasiado a la zaga. Son preferibles, al fin de cuentas, las caras sin sonido, mudas y que no emiten gritos por micrófono.
La aparición reiterada de un rostro otorga presencia y sobre todo, existencia. Retratar es nombrar y difundir el retrato es nombrar por todos lados. Cuanto más profusa y omnipresente sea la figura, habrá menor posibilidad de variantes en la imaginación de los electores. Porque lo que nos da esa imagen arreglada y corregida es sólo artificio, no es imaginación sino irrealidad. Quizá por eso, el retrato siempre estuvo vinculado al poder. La repetición ad infinitum del ícono teocrático, solemne e imponente en su majestad, está dirigida a jerarquizar al sujeto retratado, aunque no se lo merezca. Los dictadores como el emperador Napoleón, el Generalísimo Franco, los camaradas Stalin o Mao Tse Tung, adoraban ser retratados y verse a sí mismos reproducidos por donde anduvieran. Ejemplar fue el caso del general Perón y su esposa: sus retratos y sus nombres se repetían en cada muro, en cada impreso, en los nombres de calles, avenidas, ciudades y puentes, en los afiches y en los sellos de correo, en los noticieros cinematográficos (la televisión era casi inexistente), en los libros de textos, en los periódicos, en todos los edificios públicos.
En la medida en que la moderna sociedad de masas está más cohesionada y disciplinada, también se fueron regulando las expresiones de los retratados. Por eso se borra en ellos todo lo que manifieste pasión. Los retratos de campaña, si bien miramos, respetan un canon y un estilo standard, de tal modo que el público no pueda interpretar o imaginar sino las expresiones fisonómicas más simples. Los candidatos se muestran afables y sonrientes, serenos y seguros. Las cualidades complejas que podrían registrarse en cada rostro no pueden así ser leídas de manera más o menos sutil.
Julio César, que siempre se inquietó -justificadamente- por las conspiraciones, juzgaba que el peligro de sus enemigos se descubría por su fisonomía: tienen la cara flaca y pálida. Es que, como decía su contemporáneo Cicerón, la cara es una imagen del alma, suelen expresar emociones y sobre todo, caracteres y personalidades. Le Brun, pintor de la corte de Versailles en 1668, asimiló la psicología de los humanos según su parecido con los rasgos de animales: el hombre cerdo, el hombre gato, el hombre mono, o águila, o serpiente. El conde Mirabeau, el gran político por antonomasia, acusado de seducción de damas y doncellas, ofreció como única defensa su retrato: era demasiado feo. Y Borges en algún texto cuyos datos bibliográficos no podría ahora recordar, decía que los réprobos no tienen cara, o bien las tienen casi inutilizadas y atroces, pero se creen hermosos. El ejercicio del poder y el odio recíproco son su felicidad. Viven entregados a la política, en el sentido más iberoamericano de la palabra, es decir, viven para conspirar, mentir e imponerse.
Al retratado expresivo se le podrían formular algunas preguntas: en qué piensa, qué es lo que siente, cuánto miente y en que medida es sincero. Pero eso no puede ocurrir con esos rostros amables y confiables que se difunden en las campañas electorales más costosas. Son sólo metáforas del beneplácito del candidato, sin respuestas para el preguntón inquieto. El retrato oficial del jefe llegado al poder, el que se ve en los despachos y oficinas de la administración, es otra cosa: busca transmitir la autoridad del poder del retratado, la sangre fría, la mirada firme que transmite determinación. Por cierto, ese significado que guió al retratista oficial, como ha ocurrido en casos que cualquier lector recordará, permite que la faz del retratado sea paradojalmente asimilado a la impávida, casi estúpida máscara de quien no entiende nada. Es impávido, precisamente, porque no sabe, o quizá hipócrita, porque simula no saber.
Por OSVALDO ALVAREZ GUERRERO
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