Río Negro Online / Opinión

Por Jorge Gadano

Siempre bajo el peso de la incertidumbre, a las puertas de la asunción de un presidente que hasta hace un par de meses era poco más que un desconocido, la ciudadanía argentina asiste al final de una época cuyo capítulo principal fue un acuerdo político, el llamado «Pacto de Olivos».

En su edición del 14 de diciembre de 1993, hace casi una década, la portada de este diario decía, en grandes caracteres, «Se firmó el pacto». Ilustraba una foto del abrazo entre los firmantes del acuerdo, Carlos Menem y Raúl Alfonsín.

El núcleo duro del arreglo consistía en la convocatoria a una asamblea constituyente que acortaría el mandato presidencial de seis a cuatro años y autorizaría la reelección por un período. En el capítulo de las «disposiciones transitorias» el Congreso General Constituyente reunido en la hoy desdichada ciudad de Santa Fe incluía una cláusula que le abría a Menem el camino a perpetuarse en el poder. Era la novena, que decía lo siguiente: «El mandato del presidente en ejercicio al momento de sancionarse esta reforma será considerado como primer período». Quedaba así habilitado para reelegirse por cuatro años más, de 1995 a 1999, tal cual lo logró.

La reforma abarcó, por cierto, muchos otros asuntos. Pero se trató de aderezos para hacer más atractivo el plato principal. Por ejemplo, dentro del capítulo titulado «Nuevos derechos y garantías», el mandato al Congreso de la Nación para que dictara una ley de ética pública (nada menos), o las normas destinadas a la protección del medio ambiente. La nueva Constitución creó asimismo la Jefatura de Gabinete, una estructura que sólo sirvió para engrosar el presupuesto de la Presidencia de la República.

Hubo declaraciones de los protagonistas. Pero esta rememoración no puede dejar de incluir una publicada en la contratapa del 13 de diciembre de 1993. Era del hoy vicepresidente electo, Daniel Scioli, quien calificaba como «muy positivo» al balance anual de su temporada en el off shore de motonáutica.

Como Ramón Ortega y Carlos Reutemann, fue también Scioli uno de los productos que, lanzados por Menem al mercado, singularizaban entonces la frívola levedad de la política. El producto principal fue el pacto, éste con la colaboración de Alfonsín, un político ya en una fase de decadencia que, lamentablemente, pocos advertían en aquellos años.

En el texto que acompañaba a la foto de la portada, «Río Negro» presentaba los más auténticos sentimientos de Menem respecto de la reforma constitucional. Decía que «desbordado de alegría» el presidente declaraba que «ahora hay que pelear duro para ganar las internas en el justicialismo y después ganar las elecciones generales». Era todo lo que le importaba.

Alfonsín dijo que el pacto era «un paso adelante en la profundización de la democracia, que establecerá un nuevo diálogo político». Eduardo Duhalde, a la sazón gobernador de la provincia de Buenos Aires a quien Menem birlaba la posibilidad de ser candidato a la presidencia, no asistió a la ceremonia. En La Plata, comenzaba a planear su venganza.

De la profundización de la democracia y del diálogo político hablan los años que siguieron, frescos en la memoria, mejor que cualquier crónica. Con su aspiración a una segunda reelección Menem ensució las relaciones políticas más de lo que lo estaban (lo que es mucho decir), y el trágico destino del gobierno encabezado por Fernando de la Rúa hizo el resto. Como en marzo de 1976, el país quedó nuevamente al borde del abismo, despedazadas las esperanzas que habían renacido en 1983 con la recuperación de la democracia.

Ahora, con el derrumbe de Menem, caen con él los últimos fragmentos del Pacto de Olivos. Aquellos dos protagonistas que hace casi diez años decidían el destino político de la Argentina son hoy dos más entre tantos políticos deshilachados, que si todavía pueden ejercer alguna influencia es porque la escena que ocuparon está, si no vacía, escasamente poblada.

Néstor Kirchner, quien por esas cosas de la vida será el presidente «en ejercicio» dentro de ocho días tendrá, no obstante, que romper el cerco que lo aprisiona para «ejercer» el poder que la Constitución le asigna, porque el Partido Justicialista al que pertenece, aún feudalizado, sobrevive. En los gobernadores de provincias, en los diputados, en los senadores, en los intendentes, en los operadores y los punteros, es un muestrario de las prácticas más viciosas de la política argentina. Kirchner las conoce y las usó en su provincia. Por ejemplo, la de elevar el número de miembros del más alto tribunal provincial para poder controlarlo.

Cuesta creer que se resigne a continuar como un pupilo de Eduardo Duhalde. Pero la pregunta es si, para ampliar el escaso caudal político que lo sustenta en su llegada a la presidencia, buscará alianzas dentro del aparato partidario o si se decidirá a saltar el cerco y las hará por fuera, en pos de una nueva fuerza política. No pasará mucho tiempo sin que se sepa qué rumbo tomará. Tampoco hará falta mucho tiempo para saber de su capacidad para empuñar el timón de este errático y frágil navío que es la Argentina.


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