Río Negro Online / Opinión
José Ortega Spottorno era hijo de José Ortega y Gasset y perteneció a una familia de grandes periodistas. En 1976 fundó en Madrid «El País», considerado hoy entre los mejores diarios del mundo. El año pasado, poco antes de morir, dio cima a «Los Ortega», un libro que cuenta la historia de su familia. El centro del relato lo ocupa, naturalmente, su padre, el más grande ensayista en lengua hispánica del siglo XX, quien a lo largo de su vida fue casi el único caso de un filósofo que haya publicado en periódicos varios de sus más famosos trabajos (desmintiendo el aserto de que «el periodismo es la tumba del talento literario») y se gloriaba de «haber nacido arriba de una máquina de imprimir». Ortega y Gasset fue autor de obras importantes: «Meditaciones del Quijote», «La rebelión de las masas», «España invertebrada», «El tema de nuestro tiempo», «El hombre y la gente» e innúmeros ensayos sobre temas como la misión de la Universidad, Goethe, Galileo, la Historia, el Arte, la Política, la Filosofía de la Tecnología. En relación con esta última está considerado como el primer filósofo profesional que encaró el problema (en su libro «Meditación sobre la técnica» y artículos publicados en Buenos Aires con un punto de vista existencial y en cierta correspondencia con el pensamiento de Heidegger). Todas ejercieron en nuestro país una influencia extraordinaria -especialmente las filosóficas, políticas y sociológicas consustanciadas con una ideología exigente, de tipo elitista en el mejor sentido- sobre varias generaciones cultas. Ortega estuvo tres veces en la Argentina. La primera en 1916 cuando ya era -como profesor de Metafísica en la Universidad de Madrid desde 1910- el filósofo y humanista más influyente de España. Sus conferencias -tenía el don del pensamiento y de la palabra en grado superlativo- tuvieron un éxito enorme y su fama se expandió por Sudamérica. Volvió en 1928. Uno de los temas que expuso, su «Meditación de un pueblo joven» -reflexión señera sobre nuestro país con su famosa caracterización del argentino como «un hombre a la defensiva»- del país como quizá destinado a la grandeza y su exhortación de «Argentinos a las cosas», produjo -en el marco de un «Orteguismo» ya notorio- un impacto extraordinario en las élites culturales y las generaciones jóvenes. Pero es la tercera y última visita suya (1939-1942) la que convoca esta nota. Resulta que en el libro aludido al principio consta un hecho importante que ignorábamos y que, en general, se desconoce aquí debido en parte a los años transcurridos desde entonces, pero también quizá a un velo social de mala conciencia. Dice J. Ortega Spottorno que su padre se sintió herido en lo profundo por la acogida poco amistosa que fue hallando entonces en la Argentina, un país que amaba y donde tenía tantos discípulos. Y dice, concretamente, que la Universidad de Buenos Aires, por último, conociendo la circunstancia de que el filósofo estaba enfermo y pobre, le dio la espalda: se rehusó a ofrecerle -a él, el mayor pensador en nuestro idioma- una cátedra. Así debió abandonar el país y devolverse al Portugal de Salazar que le disgustaba, antes de retornar a España en 1945. Allá murió diez años después. Claro está, la curiosidad nos llevó a querer aclarar -sin exigirnos averiguar nombres ni fechas exactas, dado que cosas de este tipo no quedan documentadas- el fondo de esta historia casi secreta con el auxilio de algún testigo que todavía queda y algunas referencias periodísticas soterradas. El párrafo que sigue es el resultado de esa inquietud. Ortega, exiliado a causa de la guerra civil de su patria, había sido convencido en 1939 de instalarse en Buenos Aires por Victoria Ocampo quien, como todo el grupo de la revista «Sur», era antifranquista. Pero él, ya en el país, se negó a un posicionamiento explícito. Aunque era uno de los fundadores de la República, se había opuesto después a sus excesos y ahora, aquí, se negaba a enrolarse en uno de los bandos. Quería -quizá se pueda traducir- escapar a aquel dilema del verso de Antonio Machado (más conocido a través de la trova de Serrat): «Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios./ Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón….» Así perdió, en ese tiempo de furiosas pasiones políticas importadas y propias, el mecenazgo de «Sur», la simpatía de los españoles republicanos exiliados y la adhesión de los círculos liberales porteños. El absurdo rechazo de la Universidad colmó la copa de su amargura. Dejando de lado el gesto de los responsables del desaire (algo que sin embargo nos enseña mucho sobre nuestras pasiones idiotas), uno podría imaginarse (sabiendo, claro está, que «lo-que-pudo-haber-sido» no es más que un ejercicio, un juego intelectual) los frutos que la lucidez de un Ortega afincado y comprometido en la Argentina de aquel tiempo hubieran brindado a nuestros dirigentes, desde entonces tan patéticamente desorientados. No hay más que pensar en lo que su magisterio significó antes y después del franquismo para la actual España monárquico-republicana, abierta a Europa y el mundo, democrática y próspera que, como muchísimos españoles cultos han reconocido y reconocen, él tanto, tantísimo, ayudó a alumbrar.
José Ortega Spottorno era hijo de José Ortega y Gasset y perteneció a una familia de grandes periodistas. En 1976 fundó en Madrid "El País", considerado hoy entre los mejores diarios del mundo. El año pasado, poco antes de morir, dio cima a "Los Ortega", un libro que cuenta la historia de su familia. El centro del relato lo ocupa, naturalmente, su padre, el más grande ensayista en lengua hispánica del siglo XX, quien a lo largo de su vida fue casi el único caso de un filósofo que haya publicado en periódicos varios de sus más famosos trabajos (desmintiendo el aserto de que "el periodismo es la tumba del talento literario") y se gloriaba de "haber nacido arriba de una máquina de imprimir". Ortega y Gasset fue autor de obras importantes: "Meditaciones del Quijote", "La rebelión de las masas", "España invertebrada", "El tema de nuestro tiempo", "El hombre y la gente" e innúmeros ensayos sobre temas como la misión de la Universidad, Goethe, Galileo, la Historia, el Arte, la Política, la Filosofía de la Tecnología. En relación con esta última está considerado como el primer filósofo profesional que encaró el problema (en su libro "Meditación sobre la técnica" y artículos publicados en Buenos Aires con un punto de vista existencial y en cierta correspondencia con el pensamiento de Heidegger). Todas ejercieron en nuestro país una influencia extraordinaria -especialmente las filosóficas, políticas y sociológicas consustanciadas con una ideología exigente, de tipo elitista en el mejor sentido- sobre varias generaciones cultas. Ortega estuvo tres veces en la Argentina. La primera en 1916 cuando ya era -como profesor de Metafísica en la Universidad de Madrid desde 1910- el filósofo y humanista más influyente de España. Sus conferencias -tenía el don del pensamiento y de la palabra en grado superlativo- tuvieron un éxito enorme y su fama se expandió por Sudamérica. Volvió en 1928. Uno de los temas que expuso, su "Meditación de un pueblo joven" -reflexión señera sobre nuestro país con su famosa caracterización del argentino como "un hombre a la defensiva"- del país como quizá destinado a la grandeza y su exhortación de "Argentinos a las cosas", produjo -en el marco de un "Orteguismo" ya notorio- un impacto extraordinario en las élites culturales y las generaciones jóvenes. Pero es la tercera y última visita suya (1939-1942) la que convoca esta nota. Resulta que en el libro aludido al principio consta un hecho importante que ignorábamos y que, en general, se desconoce aquí debido en parte a los años transcurridos desde entonces, pero también quizá a un velo social de mala conciencia. Dice J. Ortega Spottorno que su padre se sintió herido en lo profundo por la acogida poco amistosa que fue hallando entonces en la Argentina, un país que amaba y donde tenía tantos discípulos. Y dice, concretamente, que la Universidad de Buenos Aires, por último, conociendo la circunstancia de que el filósofo estaba enfermo y pobre, le dio la espalda: se rehusó a ofrecerle -a él, el mayor pensador en nuestro idioma- una cátedra. Así debió abandonar el país y devolverse al Portugal de Salazar que le disgustaba, antes de retornar a España en 1945. Allá murió diez años después. Claro está, la curiosidad nos llevó a querer aclarar -sin exigirnos averiguar nombres ni fechas exactas, dado que cosas de este tipo no quedan documentadas- el fondo de esta historia casi secreta con el auxilio de algún testigo que todavía queda y algunas referencias periodísticas soterradas. El párrafo que sigue es el resultado de esa inquietud. Ortega, exiliado a causa de la guerra civil de su patria, había sido convencido en 1939 de instalarse en Buenos Aires por Victoria Ocampo quien, como todo el grupo de la revista "Sur", era antifranquista. Pero él, ya en el país, se negó a un posicionamiento explícito. Aunque era uno de los fundadores de la República, se había opuesto después a sus excesos y ahora, aquí, se negaba a enrolarse en uno de los bandos. Quería -quizá se pueda traducir- escapar a aquel dilema del verso de Antonio Machado (más conocido a través de la trova de Serrat): "Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios./ Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón...." Así perdió, en ese tiempo de furiosas pasiones políticas importadas y propias, el mecenazgo de "Sur", la simpatía de los españoles republicanos exiliados y la adhesión de los círculos liberales porteños. El absurdo rechazo de la Universidad colmó la copa de su amargura. Dejando de lado el gesto de los responsables del desaire (algo que sin embargo nos enseña mucho sobre nuestras pasiones idiotas), uno podría imaginarse (sabiendo, claro está, que "lo-que-pudo-haber-sido" no es más que un ejercicio, un juego intelectual) los frutos que la lucidez de un Ortega afincado y comprometido en la Argentina de aquel tiempo hubieran brindado a nuestros dirigentes, desde entonces tan patéticamente desorientados. No hay más que pensar en lo que su magisterio significó antes y después del franquismo para la actual España monárquico-republicana, abierta a Europa y el mundo, democrática y próspera que, como muchísimos españoles cultos han reconocido y reconocen, él tanto, tantísimo, ayudó a alumbrar.
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