Río Negro Online / opinión
El 15 de junio de 1918 sesionaba la asamblea universitaria de la Universidad Nacional de Córdoba con el fin de elegir al nuevo rector. Los candidatos eran por un lado Enrique Martínez Paz, apoyado por los estudiantes que pedían profundos cambios en la enseñanza universitaria (muchos de ellos alcanzados por los triunfos comiciales de elección de decanos y consejos directivos), y por el otro lado Antonio Nores, vinculado con la tradición colonial y con el statu quo. Cuando todo indicaba que el triunfo sería del proyecto reformista, se produjo el cambio en algunos votos que le dieron la victoria a Nores, producto de las vinculaciones conservadoras de la congregación de caballeros católicos enrolados en la logia ‘Corda Frates’. Ese mismo 15 de junio de 1918, antes de proclamar el resultado, los estudiantes invadieron el salón de graduados y allí mismo se decretó la huelga general de los estudiantes y se constituyó la asamblea universitaria. El 21 de junio esos hechos se tradujeron al manifiesto titulado “La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica – Manifiesto de la FUC de Córdoba -1918”. Quedaba claro que la huelga tenía origen en “El espectáculo que ofrecía la asamblea universitaria era repugnante. Grupos de amorales deseosos de captarse la buena voluntad del futuro rector exploraban los contornos en el primer escrutinio, para inclinarse luego al bando que parecía asegurar el triunfo, sin recordar la adhesión públicamente empeñada, en el compromiso de honor contraído por los intereses de la Universidad. Otros -los más- en nombre del sentimiento religioso y bajo la advocación de la Compañía de Jesús, exhortaban a la traición y al pronunciamiento subalterno. (¡Curiosa religión que enseña a menospreciar el honor y deprimir la personalidad! ¡Religión para vencidos o para esclavos!). La mayoría expresaba la suma de represión, de la ignorancia y del vicio. Entonces dimos la única lección que cumplía y espantamos para siempre la amenaza del dominio clerical. La sanción moral es nuestra. El derecho también. Aquéllos pudieron obtener la sanción jurídica, empotrarse en la ley. No se lo permitimos. Antes de que la iniquidad fuera un acto jurídico, irrevocable y completo, nos apoderamos del Salón de Actos y arrojamos a la canalla, sólo entonces amedrentada, a la vera de los claustros. Que es cierto, lo patentiza el hecho de haber, a continuación, sesionado en el propio salón de actos de la Federación Universitaria y de haber firmado mil estudiantes sobre el mismo pupitre rectoral, la declaración de la huelga indefinida”. Nació el movimiento universitario bajo un espíritu de humanismo liberal imbuido en espíritu científico, que la historia la denominó la Reforma Universitaria de 1918. En su profunda filosofía democrática, el voto universitario se utilizó como una decisión de política de educación. Se cambió un régimen autoritario por uno democrático a fuerza de lucha y pluralismo ideológico. Surgió como una concepción política de cambio cultural. Había comenzado el siglo XX con la revolución radical de 1905, había estallado la Primera Guerra Mundial y la revolución rusa de 1917. Había llegado la conquista del voto popular con la ley Sáenz Peña; y con ello la llegada al gobierno de un partido político con proyecto nacional y popular: la Unión Cívica Radical. En 1916 asume la presidencia Hipólito Yrigoyen. El mundo cambiaba y la ciencia brindaba asombrosos avances como el teléfono, el cine, el automóvil y el avión. Mientras todo eso sucedía, la Universidad de Córdoba era un bastión de la élite conservadora y autoritaria. Por ejemplo el juramento profesional se prestaba indefectiblemente sobre los evangelios. Los estatutos establecían que los cuerpos directivos no se renovarán -eran vitalicios-. Sus integrantes eran designados por las denominadas academias dominadas por elementos del clero y la élite, profundamente vinculada con el arzobispado era quien tutelaba de hecho a la casa de estudios. La reforma no fue sólo el producto de una elección de rector, tiene su antecedente en 1917 cuando se suprimió el internado del Hospital Nacional de Clínicas por razones de economía y moralidad, que obviamente no existían. En abril de 1918 el Poder Ejecutivo Nacional intervino la Universidad, a pedido del comité de pro-reforma. El interventor Nicolás Matienzo produjo importantes y grandes cambios en los estatutos universitarios. Se terminó la inmovilidad de los cuerpos directivos de las facultades y declaró vacantes los cargos de rector, decanos y académicos con antigüedad superior a los dos años. En mayo de 1918 nació la Federación Universitaria de Córdoba, en reemplazo del comité pro-reforma. Desde el 20 al 31 de julio de 1918 deliberó el primer congreso nacional de estudiantes de la Federación Universitaria Argentina. Una vez más, en agosto de 1918, Yrigoyen resolvió intervenir la Universidad de Córdoba, desplazando al rector Nores. Fue nombrado interventor el ministro de Justicia e Instrucción Pública, José Salinas, quien al hacerse cargo de sus funciones el 12 de setiembre de 1918 emprendió una reorganización de la universidad cordobesa, según los lineamientos propugnados por los estudiantes reformistas. Al mes siguiente tres estudiantes se hicieron cargo de las facultades de Derecho, Ingeniería y Medicina, ellos fueron Horacio Valdez, Ismael Bordabehere y Enrique Barros. La reforma trajo en su esencia la autonomía de la Universidad, el cogobierno de las casas de estudios, la asistencia libre y la libertad de cátedra bajo un régimen de concursos para designación de profesores y periodicidad de su renovación. Trajo la publicidad de los actos académicos, la extensión de la labor universitaria al campo social y la libertad de elección en la fórmula de juramento de los graduados. Fue un cambio en favor de la universidad libre y autónoma, abierta a todas las ideas y teorías, métodos y concepciones; enfrentó así a un “ régimen universitario -aún el más reciente- anacrónico”. Está fundado sobre una especie del derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario. Se crea a sí mismo. En él nace y en él muere. -Del manifiesto liminar-. El movimiento estudiantil de aquella época tuvo su correlato en la política de Latinoamérica. Así el llamado del Manifiesto “a los pueblos libres” de América fue conocido y divulgado en las universidades latinoamericanas y en Perú, Víctor Raúl Haya de la Torre incorporó sus postulados al programa de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA). Pero lo que nadie imaginaría es que los jóvenes franceses 50 años después se expresaran en aquel mayo francés de 1968 del mismo modo. Así Sartre afirmó que “Los estudiantes no son una clase: se definen por una edad y una relación con el saber. Deben dejar de serlo algún día, no importa en qué sociedad, aun aquella en la que soñamos”. También nos cuenta y muestra nuestra época contemporánea de un mismo espíritu de rebeldía universitaria. Fue en Pekín en abril de 1989, donde los estudiantes chinos realizaron peticiones para lograr el fin de la corrupción en la administración del Estado y reformas políticas. Obtuvieron un apoyo social sin precedentes. Ese movimiento estudiantil sufrió una brutal disolución de sus manifestaciones pacíficas por libertad y democracia durante el 3 y 4 de junio de 1989, cuando el ejército de la República Popular de China mató a centenares de civiles al irrumpir en la plaza de Tianammen. Nuestra Universidad Nacional tuvo su época de oro en la década de 1956/1966 forjada en el gobierno tripartito (profesores, egresados y estudiantes), con una casa de estudios autónoma, donde se reimplantaron los principios básicos de la reforma, en un clima de libertad que rindió óptimos frutos. El presidente Illia días antes de ser derrocado en los festejos de la reforma en la ciudad de Rosario les dijo a los estudiantes “vuelve la reforma, pero no la esperen; luchen por ella”. Fue una lucha por ideas, principios y un proyecto de educación. Una lucha contra una universidad elitista y retrógrada. Fue una lucha por la libertad, por el pensamiento no dogmático. Así se reflejaba en el Manifiesto Liminar: “Los métodos docentes estaban viciados de un estrecho dogmatismo, contribuyendo a mantener a la universidad apartada de la ciencia y de las disciplinas modernas. Las lecciones, encerradas en la repetición interminable de viejos textos, amparaban el espíritu de rutina y de sumisión. Los cuerpos universitarios, celosos guardianes de los dogmas, trataban de mantener en clausura a la juventud, creyendo que la conspiración del silencio puede ser ejercitada en contra de la ciencia”. En esa época de oro, Wernher von Braun en 1963 -en la Universidad de Córdoba- afirmó que el hombre llegaría a la Luna antes de 1970. Y fue Warren Ambrose, profesor del Massachusetts Institute of Technology (MIT) -de visita en nuestro país- quien el 30 de julio de 1966, a través de una carta publicada en “The New York Times”, le contó al mundo cómo la dictadura del general Onganía intervino la Universidad Nacional de Buenos Aires a balas, palos y gases lacrimógenos aquella triste noche argentina que conocemos como “La noche de los bastones largos”. Apocalípticamente la carta terminaba diciendo: “Esta conducta del gobierno, a mi juicio, va a retrasar seriamente el desarrollo del país, por muchas razones, entre las que se encuentra el hecho de que muchos de los mejores profesores se van a ir del país”. Y así fue, los docentes emigraron y si bien muchos regresaron en 1983 al presente, nuestra Universidad no volvió a tener el vuelo académico y cientificista de aquella década. En Córdoba en ese mismo convulsionado 1966, también, la dictadura de Onganía asesinaba al estudiante Santiago Pampillón, por luchar en favor de la autonomía universitaria. La reforma universitaria le ganó la batalla al conservadurismo de la época, porque los hombres de la clase media acceden a la universidad como estudiantes y como profesores. Es el ingreso de los hijos de clase media en la estructura educacional argentina. Ahora los dirigentes serían los hijos del pueblo, los hijos de la movilidad social ascendente de principios de siglo. Nos falta aún la universidad que investigue, que proponga. Que se haga escuchar por sus planteos científicos y no por sus escándalos en la renovación de sus claustros y elección de sus autoridades. Precisamos contar con una universidad con un presupuesto dedicado para la capacitación e investigación y no para cargos burocráticos que sostienen estructuras políticas reñidas con los fines de la educación. Una universidad con dirigentes de calificaciones superiores. Una universidad que no sea una isla, ni el botín de guerra de un rector más preocupado en su proyección personal. Todavía tenemos los testimonios de la lucha de 1918. Que en los próximos 15 años no se cumpla un centenario para recordarla con frustración. Que en el proyecto nacional de país la educación esté prevista como una inversión y no como un costo. Discutamos de una vez por todas -entre otros temas- la política de ingreso y sus planes de enseñanza. La lucha estudiantil de 1918 fue un sacudón antiautoritario, quedando en claro que la concepción reformista es incompatible con el totalitarismo, del mismo modo que es incompatible con el facilismo. La reforma se forjó para contar con mejores profesionales universitarios en función de la calidad de la educación. Si ésta pierde calidad, es decir se ‘desmejora’ y los estudiantes reciben una deficiente formación, el destino del país es exactamente proporcional a ello. Nuestras riquezas naturales son muy importantes, pero mucho más lo es el conocimiento. Esa materia gris, tan nuestra, que gobierno tras gobierno deja en la agenda de su plataforma. Existió, a no dudarlo, una actitud de lucha. La actitud de lucha del progreso de la mejora, de una mejor calidad de vida, del desarrollo de la educación para un bienestar superior, todavía no concretado. Sigue existiendo la reforma que nos debemos. Ese es el legado.
El 15 de junio de 1918 sesionaba la asamblea universitaria de la Universidad Nacional de Córdoba con el fin de elegir al nuevo rector. Los candidatos eran por un lado Enrique Martínez Paz, apoyado por los estudiantes que pedían profundos cambios en la enseñanza universitaria (muchos de ellos alcanzados por los triunfos comiciales de elección de decanos y consejos directivos), y por el otro lado Antonio Nores, vinculado con la tradición colonial y con el statu quo. Cuando todo indicaba que el triunfo sería del proyecto reformista, se produjo el cambio en algunos votos que le dieron la victoria a Nores, producto de las vinculaciones conservadoras de la congregación de caballeros católicos enrolados en la logia ‘Corda Frates’. Ese mismo 15 de junio de 1918, antes de proclamar el resultado, los estudiantes invadieron el salón de graduados y allí mismo se decretó la huelga general de los estudiantes y se constituyó la asamblea universitaria. El 21 de junio esos hechos se tradujeron al manifiesto titulado “La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica - Manifiesto de la FUC de Córdoba -1918”. Quedaba claro que la huelga tenía origen en “El espectáculo que ofrecía la asamblea universitaria era repugnante. Grupos de amorales deseosos de captarse la buena voluntad del futuro rector exploraban los contornos en el primer escrutinio, para inclinarse luego al bando que parecía asegurar el triunfo, sin recordar la adhesión públicamente empeñada, en el compromiso de honor contraído por los intereses de la Universidad. Otros -los más- en nombre del sentimiento religioso y bajo la advocación de la Compañía de Jesús, exhortaban a la traición y al pronunciamiento subalterno. (¡Curiosa religión que enseña a menospreciar el honor y deprimir la personalidad! ¡Religión para vencidos o para esclavos!). La mayoría expresaba la suma de represión, de la ignorancia y del vicio. Entonces dimos la única lección que cumplía y espantamos para siempre la amenaza del dominio clerical. La sanción moral es nuestra. El derecho también. Aquéllos pudieron obtener la sanción jurídica, empotrarse en la ley. No se lo permitimos. Antes de que la iniquidad fuera un acto jurídico, irrevocable y completo, nos apoderamos del Salón de Actos y arrojamos a la canalla, sólo entonces amedrentada, a la vera de los claustros. Que es cierto, lo patentiza el hecho de haber, a continuación, sesionado en el propio salón de actos de la Federación Universitaria y de haber firmado mil estudiantes sobre el mismo pupitre rectoral, la declaración de la huelga indefinida”. Nació el movimiento universitario bajo un espíritu de humanismo liberal imbuido en espíritu científico, que la historia la denominó la Reforma Universitaria de 1918. En su profunda filosofía democrática, el voto universitario se utilizó como una decisión de política de educación. Se cambió un régimen autoritario por uno democrático a fuerza de lucha y pluralismo ideológico. Surgió como una concepción política de cambio cultural. Había comenzado el siglo XX con la revolución radical de 1905, había estallado la Primera Guerra Mundial y la revolución rusa de 1917. Había llegado la conquista del voto popular con la ley Sáenz Peña; y con ello la llegada al gobierno de un partido político con proyecto nacional y popular: la Unión Cívica Radical. En 1916 asume la presidencia Hipólito Yrigoyen. El mundo cambiaba y la ciencia brindaba asombrosos avances como el teléfono, el cine, el automóvil y el avión. Mientras todo eso sucedía, la Universidad de Córdoba era un bastión de la élite conservadora y autoritaria. Por ejemplo el juramento profesional se prestaba indefectiblemente sobre los evangelios. Los estatutos establecían que los cuerpos directivos no se renovarán -eran vitalicios-. Sus integrantes eran designados por las denominadas academias dominadas por elementos del clero y la élite, profundamente vinculada con el arzobispado era quien tutelaba de hecho a la casa de estudios. La reforma no fue sólo el producto de una elección de rector, tiene su antecedente en 1917 cuando se suprimió el internado del Hospital Nacional de Clínicas por razones de economía y moralidad, que obviamente no existían. En abril de 1918 el Poder Ejecutivo Nacional intervino la Universidad, a pedido del comité de pro-reforma. El interventor Nicolás Matienzo produjo importantes y grandes cambios en los estatutos universitarios. Se terminó la inmovilidad de los cuerpos directivos de las facultades y declaró vacantes los cargos de rector, decanos y académicos con antigüedad superior a los dos años. En mayo de 1918 nació la Federación Universitaria de Córdoba, en reemplazo del comité pro-reforma. Desde el 20 al 31 de julio de 1918 deliberó el primer congreso nacional de estudiantes de la Federación Universitaria Argentina. Una vez más, en agosto de 1918, Yrigoyen resolvió intervenir la Universidad de Córdoba, desplazando al rector Nores. Fue nombrado interventor el ministro de Justicia e Instrucción Pública, José Salinas, quien al hacerse cargo de sus funciones el 12 de setiembre de 1918 emprendió una reorganización de la universidad cordobesa, según los lineamientos propugnados por los estudiantes reformistas. Al mes siguiente tres estudiantes se hicieron cargo de las facultades de Derecho, Ingeniería y Medicina, ellos fueron Horacio Valdez, Ismael Bordabehere y Enrique Barros. La reforma trajo en su esencia la autonomía de la Universidad, el cogobierno de las casas de estudios, la asistencia libre y la libertad de cátedra bajo un régimen de concursos para designación de profesores y periodicidad de su renovación. Trajo la publicidad de los actos académicos, la extensión de la labor universitaria al campo social y la libertad de elección en la fórmula de juramento de los graduados. Fue un cambio en favor de la universidad libre y autónoma, abierta a todas las ideas y teorías, métodos y concepciones; enfrentó así a un “ régimen universitario -aún el más reciente- anacrónico”. Está fundado sobre una especie del derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario. Se crea a sí mismo. En él nace y en él muere. -Del manifiesto liminar-. El movimiento estudiantil de aquella época tuvo su correlato en la política de Latinoamérica. Así el llamado del Manifiesto “a los pueblos libres” de América fue conocido y divulgado en las universidades latinoamericanas y en Perú, Víctor Raúl Haya de la Torre incorporó sus postulados al programa de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA). Pero lo que nadie imaginaría es que los jóvenes franceses 50 años después se expresaran en aquel mayo francés de 1968 del mismo modo. Así Sartre afirmó que “Los estudiantes no son una clase: se definen por una edad y una relación con el saber. Deben dejar de serlo algún día, no importa en qué sociedad, aun aquella en la que soñamos”. También nos cuenta y muestra nuestra época contemporánea de un mismo espíritu de rebeldía universitaria. Fue en Pekín en abril de 1989, donde los estudiantes chinos realizaron peticiones para lograr el fin de la corrupción en la administración del Estado y reformas políticas. Obtuvieron un apoyo social sin precedentes. Ese movimiento estudiantil sufrió una brutal disolución de sus manifestaciones pacíficas por libertad y democracia durante el 3 y 4 de junio de 1989, cuando el ejército de la República Popular de China mató a centenares de civiles al irrumpir en la plaza de Tianammen. Nuestra Universidad Nacional tuvo su época de oro en la década de 1956/1966 forjada en el gobierno tripartito (profesores, egresados y estudiantes), con una casa de estudios autónoma, donde se reimplantaron los principios básicos de la reforma, en un clima de libertad que rindió óptimos frutos. El presidente Illia días antes de ser derrocado en los festejos de la reforma en la ciudad de Rosario les dijo a los estudiantes “vuelve la reforma, pero no la esperen; luchen por ella”. Fue una lucha por ideas, principios y un proyecto de educación. Una lucha contra una universidad elitista y retrógrada. Fue una lucha por la libertad, por el pensamiento no dogmático. Así se reflejaba en el Manifiesto Liminar: “Los métodos docentes estaban viciados de un estrecho dogmatismo, contribuyendo a mantener a la universidad apartada de la ciencia y de las disciplinas modernas. Las lecciones, encerradas en la repetición interminable de viejos textos, amparaban el espíritu de rutina y de sumisión. Los cuerpos universitarios, celosos guardianes de los dogmas, trataban de mantener en clausura a la juventud, creyendo que la conspiración del silencio puede ser ejercitada en contra de la ciencia”. En esa época de oro, Wernher von Braun en 1963 -en la Universidad de Córdoba- afirmó que el hombre llegaría a la Luna antes de 1970. Y fue Warren Ambrose, profesor del Massachusetts Institute of Technology (MIT) -de visita en nuestro país- quien el 30 de julio de 1966, a través de una carta publicada en “The New York Times”, le contó al mundo cómo la dictadura del general Onganía intervino la Universidad Nacional de Buenos Aires a balas, palos y gases lacrimógenos aquella triste noche argentina que conocemos como “La noche de los bastones largos”. Apocalípticamente la carta terminaba diciendo: “Esta conducta del gobierno, a mi juicio, va a retrasar seriamente el desarrollo del país, por muchas razones, entre las que se encuentra el hecho de que muchos de los mejores profesores se van a ir del país”. Y así fue, los docentes emigraron y si bien muchos regresaron en 1983 al presente, nuestra Universidad no volvió a tener el vuelo académico y cientificista de aquella década. En Córdoba en ese mismo convulsionado 1966, también, la dictadura de Onganía asesinaba al estudiante Santiago Pampillón, por luchar en favor de la autonomía universitaria. La reforma universitaria le ganó la batalla al conservadurismo de la época, porque los hombres de la clase media acceden a la universidad como estudiantes y como profesores. Es el ingreso de los hijos de clase media en la estructura educacional argentina. Ahora los dirigentes serían los hijos del pueblo, los hijos de la movilidad social ascendente de principios de siglo. Nos falta aún la universidad que investigue, que proponga. Que se haga escuchar por sus planteos científicos y no por sus escándalos en la renovación de sus claustros y elección de sus autoridades. Precisamos contar con una universidad con un presupuesto dedicado para la capacitación e investigación y no para cargos burocráticos que sostienen estructuras políticas reñidas con los fines de la educación. Una universidad con dirigentes de calificaciones superiores. Una universidad que no sea una isla, ni el botín de guerra de un rector más preocupado en su proyección personal. Todavía tenemos los testimonios de la lucha de 1918. Que en los próximos 15 años no se cumpla un centenario para recordarla con frustración. Que en el proyecto nacional de país la educación esté prevista como una inversión y no como un costo. Discutamos de una vez por todas -entre otros temas- la política de ingreso y sus planes de enseñanza. La lucha estudiantil de 1918 fue un sacudón antiautoritario, quedando en claro que la concepción reformista es incompatible con el totalitarismo, del mismo modo que es incompatible con el facilismo. La reforma se forjó para contar con mejores profesionales universitarios en función de la calidad de la educación. Si ésta pierde calidad, es decir se ‘desmejora’ y los estudiantes reciben una deficiente formación, el destino del país es exactamente proporcional a ello. Nuestras riquezas naturales son muy importantes, pero mucho más lo es el conocimiento. Esa materia gris, tan nuestra, que gobierno tras gobierno deja en la agenda de su plataforma. Existió, a no dudarlo, una actitud de lucha. La actitud de lucha del progreso de la mejora, de una mejor calidad de vida, del desarrollo de la educación para un bienestar superior, todavía no concretado. Sigue existiendo la reforma que nos debemos. Ese es el legado.
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