Río Negro Online / Opinión

Una foto célebre, que simbolizó la caída del régimen de Adolfo Hitler y el fin de la Segunda Guerra Mundial, fue la de un soldado soviético haciendo flamear la bandera de la hoz y el martillo sobre la cúpula del Reichstag, en Berlín. El destino del dictador fue un misterio, hasta que se pudo establecer, al cabo de una prolija investigación, que unos restos incinerados hallados en su búnker de la capital alemana le pertenecían. Tal vez, en años, cuando se excaven las ruinas de algún búnker iraquí, aparezcan los huesos de Saddam Hussein. O tal vez no porque, como ha sucedido con Osama, a los Estados Unidos se les escapan de entre los dedos sus peores enemigos. Otra foto «embanderada» que ganó justa fama fue la de un grupo de marines enarbolando su bandera en una colina de Okinawa, al cabo de una de las batallas más cruentas de la guerra del Pacífico. Era el año 1945, la primera mitad. A más de medio siglo de aquel final, en la ciudad de Harún Al Raschid, un símbolo parecido representa el derrumbe de una dictadura: un soldado norteamericano, en el centro de Bagdad, coloca la bandera de las barras y las estrellas sobre la cara de una estatua de Saddam Hussein. La escena simbólica se prolonga inmediatamente después, ante ávidos camarógrafos, cuando un carro-grúa tira de una cuerda, atada por un soldado al cuello de la estatua, hasta derribarla. La estatua, que como todas las que inundaban Irak presentaba a Saddam con el brazo derecho levantado, quedó sobre el suelo como invitando a los invasores a pasar. Algunos bagdadíes que asistían al espectáculo saltaron sobre la efigie del dictador. Todo había terminado. El tiempo dirá si, en efecto, «todo» ha terminado. Porque el todo es el planeta, sobre cuya superficie quedan, en la mirada de Washington, unos cuantos Saddam más. Y muchos musulmanes dispuestos a morir por su fe. Que la fe mueva montañas parece una exageración. Pero hace su trabajo. Por lo tanto, habrá que esperar y ver. Como quiera que sea, los protagonistas de esta nota no son los musulmanes sino los reporteros gráficos, los clásicos fotógrafos y sus sucedáneos, los camarógrafos. Lo que conocemos como «cámara oculta» viene teniendo, en el país y en Neuquén, una merecida fama. Sus revelaciones han tenido tal impacto en la opinión pública que lograron convertir a Osvaldo Ferreyra, un diputado provincial algo, por así decirlo, «grisáceo», en una celebridad. Tal vez no por las mejores razones pero, como solía recordar don Elías Sapag, lo importante es que hablen de uno, aunque sea mal. Pero no se trata en este caso de cámara oculta, sino de la que está a la vista, en manos de un profesional. Mezclados con los triunfadores, y para retratar un hecho significante de la victoria, la cámara y su portador están, por lo general, seguros. No, en cambio, cuando la guerra y sus crímenes están en curso. Justa o injusta, la guerra es sinónimo de crímenes, aunque no sea en sí misma un crimen. No necesariamente sin embargo, los periodistas de la cámara mueren, en las guerras, víctimas de un crimen. Las más de las veces caen porque se internan en el riesgo que la guerra crea, como un obrero que trabaja en una industria peligrosa. En la guerra de Irak hubo quienes la siguieron desde lejos, a distancia del fuego. O porque así lo exigía su función, o por simple prudencia. Otros, en cambio, atendieron la observación del maestro Robert Capa («La Nación» del jueves último): «Si tus fotos no son lo bastante buenas, es que no estabas lo bastante cerca». Por estar cerca Capa murió al pisar una mina, en Vietnam. La nota de «La Nación» cita igualmente a quien considera «uno de los mejores reporteros del siglo XX», el polaco Riszard Kapuscinski, quien dijo: «La mayoría de la gente en el mundo vive en muy terribles condiciones y si no las compartimos no tenemos derecho, según mi moral y mi filosofía, a escribir. Lo mismo pasa en las guerras. La profesión de reportero requiere, para poder escribir, que este tipo de experiencias se sientan en la propia piel». Hemingway supo de esto. El hongo de Hiroshima prueba que hasta en la guerra hay una estética. Dibujado en el cielo y haciendo abstracción de la masacre de abajo, puede ser tenido por bello. Del mismo modo, la torreta de un tanque que gira lentamente tiene su estética, en la cadencia coreográfica que mueve el cañón trazando un semicírculo en el aire, buscando el blanco. El tanque estaba en el borde occidental del Tigris, el río del Antiguo Testamento que acompañó a Abraham en su viaje hasta Hebrón. Del otro lado, en un balcón del hotel, enfocaban al tanque José Couso y Taras Protsyuk. Los dos murieron despedazados por el obús que cruzó el río. Los dos querían estar cerca.


Una foto célebre, que simbolizó la caída del régimen de Adolfo Hitler y el fin de la Segunda Guerra Mundial, fue la de un soldado soviético haciendo flamear la bandera de la hoz y el martillo sobre la cúpula del Reichstag, en Berlín. El destino del dictador fue un misterio, hasta que se pudo establecer, al cabo de una prolija investigación, que unos restos incinerados hallados en su búnker de la capital alemana le pertenecían. Tal vez, en años, cuando se excaven las ruinas de algún búnker iraquí, aparezcan los huesos de Saddam Hussein. O tal vez no porque, como ha sucedido con Osama, a los Estados Unidos se les escapan de entre los dedos sus peores enemigos. Otra foto "embanderada" que ganó justa fama fue la de un grupo de marines enarbolando su bandera en una colina de Okinawa, al cabo de una de las batallas más cruentas de la guerra del Pacífico. Era el año 1945, la primera mitad. A más de medio siglo de aquel final, en la ciudad de Harún Al Raschid, un símbolo parecido representa el derrumbe de una dictadura: un soldado norteamericano, en el centro de Bagdad, coloca la bandera de las barras y las estrellas sobre la cara de una estatua de Saddam Hussein. La escena simbólica se prolonga inmediatamente después, ante ávidos camarógrafos, cuando un carro-grúa tira de una cuerda, atada por un soldado al cuello de la estatua, hasta derribarla. La estatua, que como todas las que inundaban Irak presentaba a Saddam con el brazo derecho levantado, quedó sobre el suelo como invitando a los invasores a pasar. Algunos bagdadíes que asistían al espectáculo saltaron sobre la efigie del dictador. Todo había terminado. El tiempo dirá si, en efecto, "todo" ha terminado. Porque el todo es el planeta, sobre cuya superficie quedan, en la mirada de Washington, unos cuantos Saddam más. Y muchos musulmanes dispuestos a morir por su fe. Que la fe mueva montañas parece una exageración. Pero hace su trabajo. Por lo tanto, habrá que esperar y ver. Como quiera que sea, los protagonistas de esta nota no son los musulmanes sino los reporteros gráficos, los clásicos fotógrafos y sus sucedáneos, los camarógrafos. Lo que conocemos como "cámara oculta" viene teniendo, en el país y en Neuquén, una merecida fama. Sus revelaciones han tenido tal impacto en la opinión pública que lograron convertir a Osvaldo Ferreyra, un diputado provincial algo, por así decirlo, "grisáceo", en una celebridad. Tal vez no por las mejores razones pero, como solía recordar don Elías Sapag, lo importante es que hablen de uno, aunque sea mal. Pero no se trata en este caso de cámara oculta, sino de la que está a la vista, en manos de un profesional. Mezclados con los triunfadores, y para retratar un hecho significante de la victoria, la cámara y su portador están, por lo general, seguros. No, en cambio, cuando la guerra y sus crímenes están en curso. Justa o injusta, la guerra es sinónimo de crímenes, aunque no sea en sí misma un crimen. No necesariamente sin embargo, los periodistas de la cámara mueren, en las guerras, víctimas de un crimen. Las más de las veces caen porque se internan en el riesgo que la guerra crea, como un obrero que trabaja en una industria peligrosa. En la guerra de Irak hubo quienes la siguieron desde lejos, a distancia del fuego. O porque así lo exigía su función, o por simple prudencia. Otros, en cambio, atendieron la observación del maestro Robert Capa ("La Nación" del jueves último): "Si tus fotos no son lo bastante buenas, es que no estabas lo bastante cerca". Por estar cerca Capa murió al pisar una mina, en Vietnam. La nota de "La Nación" cita igualmente a quien considera "uno de los mejores reporteros del siglo XX", el polaco Riszard Kapuscinski, quien dijo: "La mayoría de la gente en el mundo vive en muy terribles condiciones y si no las compartimos no tenemos derecho, según mi moral y mi filosofía, a escribir. Lo mismo pasa en las guerras. La profesión de reportero requiere, para poder escribir, que este tipo de experiencias se sientan en la propia piel". Hemingway supo de esto. El hongo de Hiroshima prueba que hasta en la guerra hay una estética. Dibujado en el cielo y haciendo abstracción de la masacre de abajo, puede ser tenido por bello. Del mismo modo, la torreta de un tanque que gira lentamente tiene su estética, en la cadencia coreográfica que mueve el cañón trazando un semicírculo en el aire, buscando el blanco. El tanque estaba en el borde occidental del Tigris, el río del Antiguo Testamento que acompañó a Abraham en su viaje hasta Hebrón. Del otro lado, en un balcón del hotel, enfocaban al tanque José Couso y Taras Protsyuk. Los dos murieron despedazados por el obús que cruzó el río. Los dos querían estar cerca.

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