Río Negro Online / Opinión.
Por Tomás Buch
a relación entre lo natural y lo artificial en lo humano es compleja y cambiante. Tal vez nunca como ahora ha sido, además, objeto de una reflexión crítica, en circunstancias en que la tecnología parece determinar cada vez más nuestras acciones, nuestras libertades y nuestro pensamiento.
En el fondo, la artificialidad es inseparable de lo humano. Si bien hay otros animales, como los chimpan-cés y los delfines, en los que se pue-den detectar vestigios de un pensamiento instrumental, ninguno ha llevado la tecnología más allá de sus rudimentos más elementales. Recíprocamente, aun las acciones más “zoológicas” de nuestra vida están indisolublemente ligadas a objetos tecnológicos, como es fácil percatarse. Por lo tanto, no existe el humano enteramente natural, y nunca existió.
Pero es evidente que a lo largo de la historia, la importancia relativa de los componentes artificiales, tecnológicos, ha ido aumentando sin cesar.
Basta reflexionar en dos aspectos muy parciales: la indefensión casi total ante las enfermedades hasta hace poco más de un siglo y el hecho de que la mayoría de nosotros vivía en el campo y podía producir sus alimentos y satisfacer sus necesidades primarias por sus propios medios. En tiempos no tan remotos, la inmensa mayoría de los humanos era analfabeta y recibir una carta era tan poco frecuente como hoy lo es viajar a otro continente; y la única forma práctica de iluminación eran las antorchas o, en todo caso, las lámparas de aceite o las velas.
Todo ello ilustra el carácter instrumental de la tecnología: la manera en la cual la actividad humana llegó a extender el alcance de sus miembros y de sus sentidos, y hacer cosas imposibles para un animal no equipado con elementos artificiales. Los filósofos han expresado este hecho de diferentes modos, según el punto de vista en que se colocaban. Para Ortega y Gasset, éramos animales con zancos, que usábamos para lograr el bien-estar, más allá del mero estar. Freud, en cambio, nos veía como dioses con prótesis.
Ambas expresiones indican una reflexión sobre la manera en la cual el humano se ve a sí mismo en el mundo. Este efecto reflejo de la actividad tecnológica es menos evidente, pero no menos importante que su aspecto instrumental. La tecnología ha sido siempre una poderosa fuente inspiradora de las metáforas que usamos para describir nuestra esencia y nuestro ser-en-el-mundo. Y junto con las bases del sistema técnico predominante en la sociedad, la naturaleza de estas metáforas también ha ido cambiando.
Rige en relación con este tema una curiosa ambigüedad. La cultura clásica, de la cual derivan muchos de nuestros valores, despreciaba la técnica. Los filósofos no trabajaban y los trabajadores no reflexionaban sobre sus tareas. A pesar de ello, cuando a mediados del siglo XIX comenzó a estudiarse científicamente la prehistoria, los historiadores, formados en la cultura clásica, no encontraron mejores metáforas para caracterizar los períodos cuyos rastros iban desenterrando, que los materiales de los que estaban hechos los artefactos descubiertos. Aún hablamos de la Edad de la Piedra, del Bronce, del Hierro. Es decir: borrados los ecos de las batallas, lo que quedaba como testimonio de las culturas ágrafas era su tecnología.
La visión prerracional que el hombre tiene de sí mismo y su destino es espiritualista. Es un animal muy “diferente” de los demás y subraya esa diferencia hasta el punto de negar la realidad de la vida y sobre todo de la muerte. En una actitud a la vez fatalista y voluntarista, se diferencia de lo corporal, se autodefine como espíritu, se siente emanado de otro espíritu mayor y deriva de esta relación reglas de convivencia de origen extrahumano. Para todas las culturas en las primeras fases de su desarrollo, el mundo está lleno de fuerzas misteriosas, así como nuestra conciencia está dominada por impulsos difíciles de manejar.
El Renacimiento generó una visión del mundo completamente diferente, al atreverse a explorar la naturaleza, sin abandonar las ideas espiritualistas. Nació la ciencia: la alquimia y la química, con sus metáforas de los humores, elementos y metales aplicadas a los estados anímicos y espirituales. Y sobre todo la mecánica, que fue la primera ciencia explorada mediante las matemáticas. En los siglos en que se crea la ciencia moderna, la mecánica -Galileo y Newton- fue el ejemplo más perfecto de ciencia.
El reloj mecánico y los autómatas fueron los ejemplos más perfectos de lo que podía lograr la ingeniería de toda esa época, la misma en la cual se logra medir los movimientos de las estrellas y los planetas con mejor precisión que nunca, y las metáforas mecánicas abundan en la descripción del mundo en el Siglo de las Luces: la reflexión y la difracción de las ondas fascinan a los médicos, los procesos vitales son descriptos como mecanismos sutiles, el materialismo filosófico ha reemplazado las fuerzas espirituales caprichosas por fuerzas materiales que actúan a distancia, el movimiento de los astros es predecible, la energía se transforma de una forma a otras, inclusive una forma presuntamente específica de los seres vivos, la energía vital; e inclusive la historia es vista como proceso que abarca fases más o menos previsibles.
Es curioso observar que las metáforas tecnológicas permean hasta aquellos ámbitos del espectro ideológico actual que son más premodernos y enemigos de lo tecnológico, como el “new age” y diversas corrientes gnósticas.
Los que rechazan los aspectos cuestionables del mundo actual tratan de rescatar conceptos de la filosofía oriental o hermética para enriquecer el pálido mundo desacralizado de nuestros días, en los cuales se pretende “explicar” todo lo oculto -los misterios más íntimos de la vida y de la creación del Universo- mediante la visión científica, reduccionista y causalista.
En efecto, la energía, las buenas o malas ondas y las vibraciones están entre las metáforas más frecuentemente usadas por ellos para expresar los fenómenos espirituales y psicológicos; y los fenómenos cuánticos se malentienden para vestir la filosofía premoderna con metáforas estimadas actuales.
Y así llegamos al momento actual, en el cual las metáforas más empleadas para describir el funcionamiento del mundo son las informáticas. Ahora, Dios ya no es el Gran Espíritu ni el Gran Arquitecto; no es la Fuerza Omnipotente ni la Energía Vital: es el Gran Programador. Es quien estableció los algoritmos que hacen andar el mundo y cuya presencia -según algunos- ya no es necesaria.
Pero como el programador ya hizo su tarea, todo el mundo puede explicarse en términos de algoritmos. Las estrategias se establecen mediante la teoría de los juegos, ya que la intuición ya no es necesaria una vez que se han matematizado todos los términos del problema. La lógica aristotélica, en la cual las cosas eran o no eran -como corresponde a un mundo lineal- ha sido reemplazada por una lógica difusa, que ha logrado formalizar gran parte de lo informal.
Y la comunicación entre los humanos se describe en términos de redes, emisores, receptores y ruidos. Y, en todo caso, se “optimiza”; los ideales éticos se han dejado de lado por el pragmatismo de lo posible. Pero esta programación se envuelve en la pátina de lo infalible, lo matemáticamente exacto y lo inapelable. La computadora reemplaza nuestra capacidad de decisión, nos hace moralmente inimputables e irresponsables.
Creemos en sus dictámenes como antes en el Evangelio y como estamos inmersos en un universo social objetivamente impredecible como las oscilaciones de la Bolsa, reemplazamos la falta de seguridad real por la seguridad ficticia de las cifras decimales. Los problemas que no se pueden formalizar de esta manera, como los dilemas éticos y aquellos asociados a un orden social cada vez más injusto y expulsor, son desterrados del paradigma como seudoproblemas.
Paralelamente al predominio de las metáforas informáticas, sin embargo, se nota un aumento notable de las formas más elementales de la religiosidad popular, el animismo y la idolatría.
Ante un mundo informatizado que no nos brinda soluciones sino sólo un desierto institucional, tendemos a recurrir a los mecanismos más elementales de la confianza y la propiciación de aquellas fuerzas de la nueva naturaleza-computadora que no entendemos, como hace milenios no entendíamos las fuerzas de la naturaleza. Se levantan así los diversos fundamentalismos religiosos, los ídolos populares se transfiguran en intermediarios de una magia propiciatoria.
Y entre ellos, emergen los nuevos dioses y nuevas formas de adoración: los “mercados” tienen cada vez más de las características de los antiguos dioses paganos, en su impredecibilidad, sus enojos, sus caprichos, su nerviosismo, su omnipotencia y su necesidad de ser aplacados sin cesar con sacrificios humanos para que los demás humanos podamos seguir viviendo.
a relación entre lo natural y lo artificial en lo humano es compleja y cambiante. Tal vez nunca como ahora ha sido, además, objeto de una reflexión crítica, en circunstancias en que la tecnología parece determinar cada vez más nuestras acciones, nuestras libertades y nuestro pensamiento.
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