Río Negro Online / opinión

Es poco probable que terminen bien las “negociaciones” que están celebrando funcionarios del gobierno de Néstor Kirchner con los representantes de centenares de miles de italianos, alemanes, japoneses y otros que vieron esfumarse sus ahorros el día en que Adolfo Rodríguez Saá, con su cara iluminada por una sonrisa maníaca, entusiasmó a los legisladores al declarar con orgullo que el país no honraría sus deudas, pero por lo menos servirán para mostrar lo ancho que es el abismo que separa lo que el jefe de los bonistas, Nicola Stock, calificó de “una mentalidad quizás un poco argentina” de las formas de pensar de los demás. Los europeos suponen que los líderes de la clase política criolla se las han ingeniado para estafar primero a sus propios compatriotas para después ponerse a desvalijar a los giles de otros países y quisieran que les devolvieran su plata. Por su parte, los voceros kirchnerianos dicen que los bonistas merecen estar en la vía por haber tomado en serio el verso menemista-neoliberal y que de todos modos si presionan demasiado quienes se verán perjudicados serán los argentinos más pobres, lo cual es sin duda alguna verdad. En principio, las dos posiciones no son tan incompatibles como a primera vista parecen. Por lo menos, no lo serían si los negociadores del gobierno reconocieran tener como rehén a la mayoría de la población que es pobre. Es que, como Stock tuvo el pésimo gusto de mencionar, todavía hay dinero más que suficiente en manos argentinas como para solucionar el problema planteado por la deuda. De haberlo querido, también pudo haber señalado que muchos miembros de la élite política, entre ellos Kirchner, Eduardo Duhalde, Rodríguez Saá, Ramón Puerta, Carlos Menem, etc, son hombres ricos, en algunos casos muy ricos, detalle éste que les hace parecer hipócritas las frecuentes manifestaciones de solidaridad hacia los pobres que formulan los nada famélicos emisarios argentinos. Felizmente para el gobierno, la mayoría de sus interlocutores extranjeros se ha habituado tanto a que muchos representantes de los pobres del Tercer Mundo puedan permitirse lujos negados a sus equivalentes europeos, norteamericanos y nipones, que son reacios a decir que podría tener algo que ver con sus problemas. Sin embargo, parecería que el acuerdo tácito de que sería feo llamar la atención a dicha paradoja tiene los días contados. Una consecuencia del fracaso ignominioso en América Latina, Africa, el mundo árabe y el sur de Asia de todos los “planes de desarrollo” que se han intentado a partir de la Segunda Guerra Mundial ha sido el interés creciente por factores antes considerados meramente anecdóticos como la corrupción, o sea, la posibilidad de que la incapacidad para avanzar de una multitud de países se haya debido a la costumbre de sus dirigentes políticos de apropiarse de una proporción a todas luces excesiva de los recursos disponibles. Huelga decir que los políticos de los países atrasados niegan que sea así. Sería asombroso que actuaran de otro modo. Como no podía ser de otra manera, pues, contestan a sus críticos diciéndoles con indignación sincera que no es nuestra culpa que nuestros compatriotas vivan en la miseria, es de ustedes, de los explotadores rapaces de los países ricos, que además de saquearnos nos lavan los cerebros vendiéndonos teorías perversas. Puesto que en todas partes la mayoría propende a compartir las actitudes de sus jefes incluso cuando los odia, los resueltos a conservar un orden que es notoriamente corrupto y desigual a menudo disfrutan del apoyo decidido de los más perjudicados, sobre todo si los comprometidos con el status quo logran brindar la impresión de que pronto conseguirán cambiarlo por completo para que los pobres comiencen a ser tan ricos como ellos mismos. Dadas las circunstancias, era inevitable que una vez declarado el default y puesta en marcha la “pesificación asimétrica”, es decir, arbitraria, los políticos consustanciados con los movimientos populistas tradicionales se pusieran a subrayar su propia inocencia achacando la culpa por el desaguisado al resto del mundo. También lo era que sus planteos fueran recibidos con simpatía por la mayoría de sus compatriotas. Sin embargo, ocurre que al reconciliarse así la clase política con el pueblo, se ha ampliado todavía más la brecha psicológica entre aquella “mentalidad quizás un poco argentina” y la imperante en el Primer Mundo, divergencia que carecería de importancia si sólo fuera una cuestión de diferencias culturales pero que, por desgracia, no es anecdótica en absoluto porque en el transcurso del medio siglo último la evolución de la Argentina ha sido más decepcionante que la de cualquier otro país, mientras que las sociedades que pertenecen al “mundo desarrollado” han sido exitosas por antonomasia. Así las cosas, es razonable suponer que la Argentina no tendrá ninguna posibilidad de progresar a menos que sus dirigentes asuman que el desastre que la ha depauperado debería atribuirse a factores internos, o sea, que se produzca una toma de conciencia que de por sí significaría que el país tendría que someterse a una serie de reformas profundas. Además de insistir en que la Argentina y, desde luego, la parte sana de su clase política, han sido víctimas de la malignidad ajena, la corriente peronista actualmente dominante se ha sentido obligada a hacer pensar que la crisis es un fenómeno relativamente reciente, que se inició con la llegada de la dictadura militar del general Videla para agravarse mil veces gracias a las locuras neoliberales de Menem. Sin embargo, en 1976 “la crisis” ya había estado con nosotros más de treinta años, razón por la que el país se había acostumbrado a las esporádicas incursiones castrenses. En el exterior, casi todos los interesados en las vicisitudes argentinas opinan que “la crisis” tiene sus raíces en la gestión del general Juan Domingo Perón, pero sucede que el surgimiento y posterior endiosamiento del alumno más astuto de Benito Mussolini fueron a su vez síntomas del “malestar” por el que el país ya se había hecho célebre. El que la Argentina haya estado “en crisis” desde hace mucho tiempo significa que han nacido, madurado, envejecido y muerto generaciones enteras formadas en el marco de irracionalidad y de presunto excepcionalismo que es característica de sociedades que han perdido el norte. De tratarse nada más que de la necesidad de reparar daños ocasionados por personajes que desembarcaron en los años noventa o en los setenta, la “recuperación” sería relativamente sencilla, pero puesto que “la crisis” se remonta a tiempos ya históricos, incluso identificar lo que convendría reformar y lo que podría dejarse como está es terriblemente difícil. De los países que surgieron del colapso del imperio soviético, los que se han adaptado con más facilidad a la nueva realidad han sido los centroeuropeos, que a pesar de más de cuarenta años de comunismo habían conservado ciertas tradiciones “burguesas”, pero en Rusia, Ucrania y Bielorrusia el pasado precomunista ya se había alejado tanto del presente que en su caso modernizarse ha resultado ser una empresa incomparablemente más complicada. Para que la Argentina consiga reintegrarse “al mundo” será necesario que sus dirigentes asuman plenamente todas las implicancias del fracaso que ha protagonizado, porque de otra manera no podrán empezar a hacer los muchos cambios que serán imprescindibles. ¿Tienen interés los kirchneristas en entregarse a una tarea tan penosa y hasta humillante? Parecería que no, que lo que más quieren es reivindicar sus trayectorias propias y mantener convencido al grueso de la población de que los únicos autores de sus desgracias fueron militares, menemistas, “neoliberales” y banqueros extranjeros vinculados con los acreedores, todo lo cual hace prever que “la crisis” que ha cubierto el cielo argentino desde hace tantas décadas se prolongará por mucho tiempo más.           


Es poco probable que terminen bien las “negociaciones” que están celebrando funcionarios del gobierno de Néstor Kirchner con los representantes de centenares de miles de italianos, alemanes, japoneses y otros que vieron esfumarse sus ahorros el día en que Adolfo Rodríguez Saá, con su cara iluminada por una sonrisa maníaca, entusiasmó a los legisladores al declarar con orgullo que el país no honraría sus deudas, pero por lo menos servirán para mostrar lo ancho que es el abismo que separa lo que el jefe de los bonistas, Nicola Stock, calificó de “una mentalidad quizás un poco argentina” de las formas de pensar de los demás. Los europeos suponen que los líderes de la clase política criolla se las han ingeniado para estafar primero a sus propios compatriotas para después ponerse a desvalijar a los giles de otros países y quisieran que les devolvieran su plata. Por su parte, los voceros kirchnerianos dicen que los bonistas merecen estar en la vía por haber tomado en serio el verso menemista-neoliberal y que de todos modos si presionan demasiado quienes se verán perjudicados serán los argentinos más pobres, lo cual es sin duda alguna verdad. En principio, las dos posiciones no son tan incompatibles como a primera vista parecen. Por lo menos, no lo serían si los negociadores del gobierno reconocieran tener como rehén a la mayoría de la población que es pobre. Es que, como Stock tuvo el pésimo gusto de mencionar, todavía hay dinero más que suficiente en manos argentinas como para solucionar el problema planteado por la deuda. De haberlo querido, también pudo haber señalado que muchos miembros de la élite política, entre ellos Kirchner, Eduardo Duhalde, Rodríguez Saá, Ramón Puerta, Carlos Menem, etc, son hombres ricos, en algunos casos muy ricos, detalle éste que les hace parecer hipócritas las frecuentes manifestaciones de solidaridad hacia los pobres que formulan los nada famélicos emisarios argentinos. Felizmente para el gobierno, la mayoría de sus interlocutores extranjeros se ha habituado tanto a que muchos representantes de los pobres del Tercer Mundo puedan permitirse lujos negados a sus equivalentes europeos, norteamericanos y nipones, que son reacios a decir que podría tener algo que ver con sus problemas. Sin embargo, parecería que el acuerdo tácito de que sería feo llamar la atención a dicha paradoja tiene los días contados. Una consecuencia del fracaso ignominioso en América Latina, Africa, el mundo árabe y el sur de Asia de todos los “planes de desarrollo” que se han intentado a partir de la Segunda Guerra Mundial ha sido el interés creciente por factores antes considerados meramente anecdóticos como la corrupción, o sea, la posibilidad de que la incapacidad para avanzar de una multitud de países se haya debido a la costumbre de sus dirigentes políticos de apropiarse de una proporción a todas luces excesiva de los recursos disponibles. Huelga decir que los políticos de los países atrasados niegan que sea así. Sería asombroso que actuaran de otro modo. Como no podía ser de otra manera, pues, contestan a sus críticos diciéndoles con indignación sincera que no es nuestra culpa que nuestros compatriotas vivan en la miseria, es de ustedes, de los explotadores rapaces de los países ricos, que además de saquearnos nos lavan los cerebros vendiéndonos teorías perversas. Puesto que en todas partes la mayoría propende a compartir las actitudes de sus jefes incluso cuando los odia, los resueltos a conservar un orden que es notoriamente corrupto y desigual a menudo disfrutan del apoyo decidido de los más perjudicados, sobre todo si los comprometidos con el status quo logran brindar la impresión de que pronto conseguirán cambiarlo por completo para que los pobres comiencen a ser tan ricos como ellos mismos. Dadas las circunstancias, era inevitable que una vez declarado el default y puesta en marcha la “pesificación asimétrica”, es decir, arbitraria, los políticos consustanciados con los movimientos populistas tradicionales se pusieran a subrayar su propia inocencia achacando la culpa por el desaguisado al resto del mundo. También lo era que sus planteos fueran recibidos con simpatía por la mayoría de sus compatriotas. Sin embargo, ocurre que al reconciliarse así la clase política con el pueblo, se ha ampliado todavía más la brecha psicológica entre aquella “mentalidad quizás un poco argentina” y la imperante en el Primer Mundo, divergencia que carecería de importancia si sólo fuera una cuestión de diferencias culturales pero que, por desgracia, no es anecdótica en absoluto porque en el transcurso del medio siglo último la evolución de la Argentina ha sido más decepcionante que la de cualquier otro país, mientras que las sociedades que pertenecen al “mundo desarrollado” han sido exitosas por antonomasia. Así las cosas, es razonable suponer que la Argentina no tendrá ninguna posibilidad de progresar a menos que sus dirigentes asuman que el desastre que la ha depauperado debería atribuirse a factores internos, o sea, que se produzca una toma de conciencia que de por sí significaría que el país tendría que someterse a una serie de reformas profundas. Además de insistir en que la Argentina y, desde luego, la parte sana de su clase política, han sido víctimas de la malignidad ajena, la corriente peronista actualmente dominante se ha sentido obligada a hacer pensar que la crisis es un fenómeno relativamente reciente, que se inició con la llegada de la dictadura militar del general Videla para agravarse mil veces gracias a las locuras neoliberales de Menem. Sin embargo, en 1976 “la crisis” ya había estado con nosotros más de treinta años, razón por la que el país se había acostumbrado a las esporádicas incursiones castrenses. En el exterior, casi todos los interesados en las vicisitudes argentinas opinan que “la crisis” tiene sus raíces en la gestión del general Juan Domingo Perón, pero sucede que el surgimiento y posterior endiosamiento del alumno más astuto de Benito Mussolini fueron a su vez síntomas del “malestar” por el que el país ya se había hecho célebre. El que la Argentina haya estado “en crisis” desde hace mucho tiempo significa que han nacido, madurado, envejecido y muerto generaciones enteras formadas en el marco de irracionalidad y de presunto excepcionalismo que es característica de sociedades que han perdido el norte. De tratarse nada más que de la necesidad de reparar daños ocasionados por personajes que desembarcaron en los años noventa o en los setenta, la “recuperación” sería relativamente sencilla, pero puesto que “la crisis” se remonta a tiempos ya históricos, incluso identificar lo que convendría reformar y lo que podría dejarse como está es terriblemente difícil. De los países que surgieron del colapso del imperio soviético, los que se han adaptado con más facilidad a la nueva realidad han sido los centroeuropeos, que a pesar de más de cuarenta años de comunismo habían conservado ciertas tradiciones “burguesas”, pero en Rusia, Ucrania y Bielorrusia el pasado precomunista ya se había alejado tanto del presente que en su caso modernizarse ha resultado ser una empresa incomparablemente más complicada. Para que la Argentina consiga reintegrarse “al mundo” será necesario que sus dirigentes asuman plenamente todas las implicancias del fracaso que ha protagonizado, porque de otra manera no podrán empezar a hacer los muchos cambios que serán imprescindibles. ¿Tienen interés los kirchneristas en entregarse a una tarea tan penosa y hasta humillante? Parecería que no, que lo que más quieren es reivindicar sus trayectorias propias y mantener convencido al grueso de la población de que los únicos autores de sus desgracias fueron militares, menemistas, “neoliberales” y banqueros extranjeros vinculados con los acreedores, todo lo cual hace prever que “la crisis” que ha cubierto el cielo argentino desde hace tantas décadas se prolongará por mucho tiempo más.           

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