Río Negro Online / opinión

En este octubre del 2003 la democracia argentina completa su más prolongado ciclo de vida. Sus veinte años de existencia la transforman en una fase única dentro de la historia política del país. Además, las tres alternancias en el poder la hacen distintiva con respecto a los otros momentos de nuestra historia. En nada se parece a las fases de 1916-1930 ó 1946-1955. Y aún más, deberíamos considerar que el triunfo de Alfonsín, el 30 de octubre de 1983, es en sí la apertura a una época novedosa al quebrar el hecho histórico y político de un peronismo imbatible en las urnas cuando competía en elecciones libres y limpias. En 1989 llegó la primera alternancia con la entrega de la banda presidencial a un hombre del justicialismo. Diez años más tarde, en 1999, la historia se repetía, ahora en favor de un radical coaligado en la Alianza. Octubre-diciembre del 2001 iniciaron el tercer momento, que recién se completó diecisiete meses después, el 25 de mayo de 2003, con el acceso de Néstor Kirchner a la Casa Rosada. Un primer balance de estas dos décadas nos habla de un régimen democrático legitimado, estabilizado, que ha sabido superar -no sin altos costos- la presencia de los generales y sus proyectos mesiánicos. Sin embargo, la democracia debió afrontar cuatro asonadas militares, dos momentos hiperinflacionarios, un endeudamiento espectacular del Estado, la hiperdesocupación y la consecuente exclusión social, además de una crisis política inédita, con la renuncia primero de un vice y después de un presidente, y una devaluación que llevó a límites impensados el empobrecimiento de la sociedad. Frente a tantos sucesos, en el país se siguieron desarrollando con normalidad elecciones competitivas, y los ciudadanos pudieron seleccionar desde sus preferencias distintos candidatos que lo prometieron todo. Entre 1983 y el 2003 los argentinos votaron una docena de veces, incluyendo un plebiscito nacional. Hubo provincias y municipios en los que se votó prácticamente una vez por año. Sin embargo, la democracia recuperada luego de la última tormenta dictatorial fue incapaz, en sus dos decenios de vida, de ofrecer un conjunto de satisfacciones en el terreno de la participación en las riquezas y el bienestar, dejando, consecuentemente, una extensa agenda de asuntos pendientes para gran parte de la sociedad. Es vasto el consenso acerca de un balance que nos habla de un déficit en sentido ético y republicano de nuestra clase política y de las instituciones, un déficit en las promesas de equidad y justicia distributiva, que para los ojos, los cuerpos y el futuro de una mayoría ciudadana se presentaron como una inicial y prometedora primavera dentro de la democracia. No hay analista atento que no considere estos déficit. Algunos hablan de democracia de baja intensidad; otros, de democracias truncadas. El destacado politólogo argentino Guillermo O’Donnell hacía un inventario de estos veinte años: “Se han aniquilado los derechos sociales. Y los derechos civiles, si uno camina veinte cuadras del centro, ya empiezan a evaporarse. Y tenemos los derechos políticos: nada más y nada menos”. Si bien reconoce la conquista y aprecio que los argentinos han hecho de estos últimos y su importancia como herramienta obtenida después del proceso, ¿cuánta y qué calidad de democracia puede sostenerse por más tiempo si los derechos sociales y los civiles faltan en la vida cotidiana de millones de argentinos?


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