Río Negro Online / opinión

La sociedad mira absorta y en estado de indefensión la inseguridad a la cual es sometida día a día y cree encontrar la panacea de todos sus males en un Estado fuerte y represor. Pero olvida que una de las principales consecuencias de esta ideología radica en ver cercenadas las garantías individuales básicas. Un aspecto a definir en la relación estado-persona-seguridad consiste en determinar cuánto se está dispuesto a abdicar en el campo de los derechos individuales para conseguir el castigo de los delincuentes. De la lectura profunda de las quejas de la comunidad respecto de los elevados índices de impunidad, y que a diario ocupan importantes espacios en los medios periodísticos, se debe observar que el reclamo de la gente por la elevada inseguridad radica en la flexibilidad jurídica, esto es la falta de punición, que se exterioriza en una sensación de “desamparo ante el crimen”. Frente a ello, los ciudadanos reaccionan pretendiendo y reclamando que se determine una política estatal dura y un sistema judicial con amplísimo poder, maguer autoritario. Entiendo que el amparo estatal no se agota en el castigo a los delincuentes, sino que existen otros medios, muchas veces incluso más eficaces que la pena, para neutralizar la delincuencia y sus efectos nocivos. Esto último entraña definir un modelo de Estado, lejos de estructuras absolutistas (fuertemente combatidas durante la Revolución Francesa), donde el poder de los que gobiernan defina nuevas líneas de política en lo criminal. Pero cuando llega el momento en que el recurso adecuado frente al crimen es juzgar y penar, la situación crítica aparece si se quiere combatir jurídicamente a la delincuencia estructurando un procedimiento penal de escasas y reducidas garantías, llegando a convertirlo en un instrumento de control social. Ya que normalmente ocurre que si se quiere aumentar la eficacia del sistema punitivo, automáticamente se recortan las garantías de los individuos (imputados). Huelga decir que cuando mayores facultades y concentración se les conceden a los órganos públicos, menor va a ser el marco de protección que le queda para el individuo y viceversa. No puede siquiera discutirse que esa relación es casi matemática, pues las “garantías que tutelan derechos son, necesariamente, recortes a las facultades del Estado”. Cuando afloran las situaciones conflictivas y las estructuras sociales se encuentran fuertemente sacudidas por la falta de certeza y de seguridad en las condiciones básicas para lograr el desarrollo integral del ser. En tiempos en que se carece de “previsibilidad en las cosas públicas” (Félix Luna) según la ideología que se defienda, están, por un lado, los que priorizan el castigo y por otro los que hacen prevalecer los derechos de la carta magna. Hay quienes con ingenuidad o sin ella sostienen, defienden y sustentan que la meca de la política en lo criminal es lograr el loable objetivo de mejorar la punición modificando las estructuras de enjuiciamiento en perjuicio de los derechos individuales Olvidan que lo que se genera en realidad es un avasallamiento a las personas por parte del Estado porque se trata de lograr ese fin válido en sí mismo por medios que no son adecuados, y ello es sólo aceptable para quienes, al menos, adhieren al principio según el cual el fin justifica los medios. Es de esperar una etapa de sinceramiento y que procedamos a preguntarnos ¿qué sociedad queremos?, ¿qué valores queremos? y ¿qué precio estamos dispuestos a pagar para defender esos pretendidos valores? Si el procedimiento penal es usado “para combatir el delito”, se genera una situación muy peligrosa porque se desnaturalizan las instituciones, más allá de las posibles buenas intenciones de quienes lo proponen y se genera un estado de cosas donde el enjuiciamiento penal, paradójicamente, cede su sitio de bastión de los derechos constitucionales para convertirse en un medio de servicio del poder público. Vale insistir en que “toda garantía siempre significa un recorte de facultades públicas, es una moneda de dos caras: una mira al individuo y lo protege, la otra al Estado y lo limita.” (Dr. Héctor Supertti) Los abusos, los atropellos, el poder sin límites de Estado, estructuran un mal normalmente mayor que el combatido. El problema no es ya sólo la inseguridad frente al delito sino frente al propio Estado, y cuando ello ocurre el problema es mucho más grave, porque ya no se tiene dónde acudir en busca de amparo. En conclusión: no hay refundación de la República sin una simultánea y profunda transformación de la sociedad y el Estado. Cualquier Estado no es, a fin de cuentas, más que un reflejo de la sociedad de cuyos intereses debe oficiar de garante.


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