Románticos

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

El romanticismo se ha filtrado en nuestro modo de vivir, en nuestras experiencias cotidianas, en nuestro trato con el mundo. En el siglo que empieza, por conductos y vías disímiles y hasta contradictorias, reapareció fantasmáticamente, trastornado y transformado.

Se trata, como suelen definirlo los historiadores, de un movimiento de ideas (literarias, musicales, plásticas, filosóficas y políticas) que se inicia a fines del siglo XVII y se prolonga hasta mediados del siglo XIX. Pero vino, según se hace evidente si hurgamos un poco en nuestras realidades contingentes, para quedarse, con ciencia y tecnología incluidas. Sus rasgo característico es el predominio de los sentimientos y las pasiones, el amor a la libertad por sobre la razón y las normas. Es una asociación de ideas fragmentariamente dispuestas, sin programa sistemático, que extrae una libertad sin precedentes de la imaginación e impulsa al arte llamando directamente a las emociones.

Víctor Hugo, un epígono del romanticismo maduro, abogaba por una rica variedad de manifesta- ciones vitales para reflejar la complejidad del mundo y del individuo: el reflejo caótico de una tormenta oceánica de relámpagos, bastante más cálido y dramático que el frío formalismo del raciocinio clásico de la Ilustración. Nostalgia del gótico, sarcasmo e ironía, intimidad, espiritualidad, color, aspiración al infinito, pasión y fuego del amor ilimitado son algunas de las figuras románticas tradicionales. Pero Hugo reconocía, al propio tiempo, el valor de lo desagradable y grotesco («El jorobado de Notre Dame», «El hombre que ríe»). Comprometía para ello los sentimientos enardecidos de la libertad, más que la belleza clásica que sólo procura admiración.

Para Hugo -de quien se cumple el bicentenario, con grandes homenajes proclives a resaltar su figura titánica-, si el presente se nos aparece rudo, el futuro será, sin embargo, bello. El liberalismo literario era en su tiempo paralelo al liberalismo en lo político. «La libertad en el arte, la libertad en la sociedad: he ahí el doble objetivo de los espíritus consecuentes y lógicos», proclamaba. Algunos románticos alemanes e ingleses como Novalis y Walter Scott huían acríticamente hacia el pasado medieval. Pero esta fuga no es simplemente, como podría pensarse, un rígido conservadurismo reaccionario, sino el fluido rechazo hacia un presente poco heroico, sin el aire de las incertidumbres ni sus pulsiones innovadoras. Para muchos, luego de la Revolución Francesa y del fin del Napoleón republicano, y con la restauración de la Santa Alianza de las monarquías europeas, se habían apagado las esperanzas del mundo soñado.

«La realidad sólo puede ser vista y entendida con la luz esclarecedora de los ideales», decía Víctor Hugo. Por eso el romántico pelea contra la monotonía del raciocinio y su seca sensatez, y se rebela, con fuego trágico, contra la uniformidad de la vida y de su sosiego. No elude las potencias profundas y oscuras del hombre, porque es una dilatación de la vida. Vive poco, pero intensamente. Se lanza a la vida con avidez. Inaugura zonas intactas de la vida y siente una embriaguez, un delirio doloroso y placentero. La vida es lucha y sufrimiento, se goza del sufrimiento. Sin aceptarla se regodea con la vida dolorosa, y se complace con ella. El romántico es un viajero que enriquece su vida conociendo costumbres exóticas. Lo extraño lo fascina. Vive desde los sentimientos, que son personales e intransferibles, privativos del que los siente, casi incomunicables. Es un incomprendido.

Esa incomprensión permite que el yo avance y se afirme como nunca. Las crisis sociales y políticas proyectan la postura soberbia de la subjetividad y del individuo, y lo convierte en héroe, un personaje literario que, como Hamlet o el Quijote, encarna la rebeldía. Una invitación a la derrota de la que, sin embargo, no puede escaparse Giusseppe Mazzini, ideólogo del republicanismo nacionalista del Risorgimento italiano, cuyo pensamiento fue tan importante para nuestro Echeverría y la generación argentina de 1837, el más importante de los filósofos políticos del romanticismo.

La economía es una ciencia falaz, argumenta Mazzini; la política burguesa, un proceder oportunista que se vincula con el hecho, y no con los principios. El romanticismo antepone a ambas la religión, aun la laica. La «asociación», en vez de una democracia mentirosa, se resume en un asociacionismo orgánico y comunitario, en el que el pueblo es protagonista, porque tiene un instinto de acción y una inmensa fuerza para traducir lo verdadero en realidad.

El pueblo es el sujeto de la historia. Por falta de educación no tiene claros ni los objetivos ni los medios para alcanzar su anhelo. La historia es un proceso continuado, y lo nuevo es un despertar de lo antiguo. Los ordenamientos políticos o sociales no se construyen con base a elaboraciones racionales, son más bien el resultado de un desarrollo que es histórico, pero sobre todo natural. En la sociedad hay una relación orgánica -no meramente mecánica- en la cual individuos y grupos expresan su carácter por su cooperación entre sí y con los demás. No hay separación, así, entre lo público y lo privado, y la subordinación es reemplazada por el amor. Una fuerza desencadenada, lo original reside en lo vital, que es siempre redención y renacimiento. Dentro de esos parámetros hubo románticos de todo tipo, de izquierda y de derecha, nacionalistas y universalistas, anárquicos y fundamentalistas, hasta republicanos y socialistas. Más que unas ideas con dirección determinada, el romanticismo es una forma de vivir, de soñar, de amar y de afirmar las identidades personales.

Lo paradojal de lo romántico es que su permanencia y expansión en la vida cultural y social en los días que corren son simultáneas con su desvalorización. Al tiempo que la cultura pragmática le achaca inactualidad o ingenua tontería superada, en todos los órdenes de la vida cotidiana se la practica con entusiasmo romántico. Es negado públicamente y «vivido» en los trasfondos de nuestras almas. A la banalidad mercantilista y demagógica con que se lo comercia se le yuxtapone, en sentido inverso, una trascendencia que le resulta finalmente implícita. Aparece como una extemporaneidad, una antigualla inútil, pero a a pesar de esos juicios negativos, los actos románticos se reiteran con tozudez batalladora.

Casi toda la literatura y la música con éxito en nuestros días es romántica. Pero, además, ¿no tienen un registro romántico los idólatras utópicos del neoliberalismo y su teología del mercado? ¿No se encuentra, acaso, en su fundamentación ideológica – formulada impecablemente por Von Hayek- una admisión expresa de que el imperio del mercado no tiene una fundamentación científica definitiva, y de que su éxito depende de la fe y el entusiasmo que pongamos en su construcción?

¿No descubrimos ese mismo hilo conductor en los movimientos antiglobalizadores, en los ecologistas extremos, en el espontaneísmo revolucionario, en el desprecio pesimista por lo institucional de los propietarios desposeídos, en sus empeños por la vigencia de derechos absolutos? ¿No se lo percibe en el fatalismo del casino financiero tanto como en los fundamentalistas suicidas, y en la división del mundo entre el mal y el bien, una mueca de naturaleza metafísica, que proclama el inefable presidente norteamericano? Y más burdamente, ¿no se muestra en la publicidad de los bienes de consumo lujoso, en las letras del cancionero de la industria cultural, en los reclamos justicieros de los festivales de protesta, en el resurgimiento de supersticiones religiosas y en la añoranza de los mesianismos? Sépase o no, se quiera o no se quiera, hoy son todos románticos, cada uno a su manera, y por convicción o pragmática conveniencia.


El romanticismo se ha filtrado en nuestro modo de vivir, en nuestras experiencias cotidianas, en nuestro trato con el mundo. En el siglo que empieza, por conductos y vías disímiles y hasta contradictorias, reapareció fantasmáticamente, trastornado y transformado.

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Certificado según norma CWA 17493
Journalism Trust Initiative
Nuestras directrices editoriales
<span>Certificado según norma CWA 17493 <br><strong>Journalism Trust Initiative</strong></span>

Comentarios